Una calle de Toledo

Bécquer. Una calle de Toledo

Discurriendo al azar por entre el confuso laberinto de calles de la antiquísima ciudad de Toledo, el artista, el historiador y el poeta encuentran en los detalles de sus edificios, en los grandes nombres que conmemoran y el sentimiento que inspiran, el más curioso de los museos, la más interesante de las crónicas y la más pura fuente de melancólicas y altas inspiraciones.

El dibujo que damos a nuestros lectores, recuerdo de uno de estos paseos por las desiertas calles de la ciudad histórica por excelencia, es cumplida prueba de lo que dejamos dicho.

En el fondo se destaca sobre los redondos arcos del pórtico de una iglesia, cuya última restauración se remonta al siglo XVI, la torre alta y airosa que en su tipo y ornato ofrece clara muestra del visible influjo de la dominación árabe. A un lado y contra el desnudo paredón del ábside de un convento, se ve la cruz colosal que expresa con líneas más sobrias y grandes el mismo pensamiento religioso que llenó en una época de churriguerescos retablos las esquinas de las calles de nuestras antiguas poblaciones. Al otro, completa el cuadro el muro y la portada de granito de una noble casa, solar de un esclarecido linaje.

El artista no necesita preguntar el nombre de aquellos edificios, ni conocer las circunstancias de su construcción o los sucesos de que han sido teatro, para encontrar un cuadro completo en la combinación de sus caprichosas líneas, su color y detalles.

Una calle de Toledo. Periódico La Ilustración de Madrid del 12 de febrero de 1870.

Pero llega el historiador. Él nos refiere que aquel templo fue primero mezquita de los moros, los cuales la conservaron dedicada a la celebración de sus ritos aun después de reconquistada la ciudad. Por él sabemos cómo más tarde se consagró al culto católico bajo la advocación de San Román, que hoy conserva, reedificándola y levantando su airosa torre muzárabe el célebre prócer castellano don Esteban de Illán, el cual, ayudado de los Benavides y de otros caballeros de linajes ilustres de Toledo, en una noche del verano de 1116, después de haberle sacado ocultamente de la villa de Maqueda, donde le criaban los secuaces del bando de los Castros, encerraron en ella al niño rey don Alfonso VIII, proclamándolo mayor de edad desde lo alto de sus ajimeces, en los cuales amaneció ondeando el pendón de Castilla, mientras los heraldos anunciaban la nueva a la atónita población, que no esperaba que sus sangrientas disensiones tuvieran aquel rápido desenlace.

Esta es, nos dice luego, la casa del famoso don Esteban, en la cual es tradición vivió asimismo el dulce poeta Garcilaso: el tiempo, al borrar el sello de las remotas edades del exterior del edificio, ha respetado en el interior una magnífica sala morisca, ornamentada conforme al gusto muzárabe tan usado por los conquistadores, y algunos escudos y timbres heráldicos que traen a la memoria el nombre de sus ilustres dueños.

Aquel ábside, añade por último, pertenece al convento de monjas bernardas de San Clemente, fundado en el siglo XII por don Alfonso el Emperador, y bajo cuyas bóvedas duerme el sueño de la muerte su hijo el infante don Fernando.

¡Qué grandes proporciones, qué imponente poesía adquiere entonces a nuestros ojos aquella estrecha y solitaria calle que antes sólo se nos antojaba un cuadro pintoresco, y ya es una página viva de nuestra historia!



Gustavo Adolfo Becquer.
La Ilustración de Madrid, 12 de febrero, 1870



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