Allá van leyes, donde quieren reyes



Torre mozárabe de la catedral.

Del libro Tradiciones de Toledo, escrito por Eugenio de Olavarría y Huarte.


Allá van leyes, donde quieren reyes, es una frase popular que encierra alto sentido filosófico, y que más parece hija de nuestro siglo, escéptico y burlón, que de una época en que la creencia en el derecho divino de los reyes era firme y segura base sobre la cual descansaba una parte del edificio social.

Y, sin embargo, no es así. Esa frase, que ha quedado como proverbial en nuestra lengua, que puede ser arrojada siempre como una protesta enérgica al rostro de los poderes constituidos en autoridad, que parece engendrada por el pesimismo y la indiferencia en un día de desesperación; ese dicho popular que acude constantemente a nuestros labios y que debe resonar como un sarcasmo, como una irónica adulación y una burlesca carcajada en el oído de los déspotas, nació al calor de la fe primitiva, en aquellos tiempos en que Dios enviaba sus ángeles a los reyes para predecirles el éxito de una batalla o darles una victoria que asegurase en sus sienes la vacilante corona, y en que los monarcas, hijos predilectos de la divinidad y sus representantes en la tierra, eran buenos o malos, tiranos o benévolos, según eran muchas o pocas las faltas cometidas hacia el Ser Eterno por los pueblos que ellos venían a regir.


No hay, sin embargo, nada más justificado. Cuando por vez primera oí yo este antiguo proverbio, verdadero como lo son todos los del pueblo, saturado de esa extraña filosofía tan segura, tan exacta, que se revela en todos las locuciones populares, en todos los dichos que componen nuestro refranero —que parece escrito por la experiencia en el trascurso de los siglos, conforme se ha ido madurando por el juicio y la observación—, distaba mucho de creer su origen tan lejos de nosotros, y cuando me convencí de ello no pude contener mi extrañeza; pero esa extrañeza desapareció bien pronto cuando pedí a la tradición la vieja historia oculta entre los anchos pliegues de su manto.

Escuchadla. Encierra gran enseñanza para todos, y se remonta al siglo XI de nuestra era y al reinado de don Alfonso VI de Castilla.


I

El forastero que se hubiera hallado en Toledo uno de los días más secos y calurosos del ardiente estío de 1086, a esa hora en que el sol colocado en el meridiano divide el medio día ya pasado del medio día por pasar, hubiera sido testigo de un extraño espectáculo que indudablemente habría despertado su atención. Los retorcidos callejones de la histórica ciudad de Al-Mamun, recientemente arrancada a los sarracenos, eran recorridos por una multitud que caminaba unas veces en silencio y otras atronando el espacio con sus gritos, en dirección al Zoco, antiguo lugar testigo de los torneos con que en determinados días celebraban sus triunfos y sus victorias los árabes toledanos.

Los más opuestos sentimientos pintábanse en aquellos rostros huraños y altivos que parecían provocar un desafío con el gesto de desdén que recogía sus labios, y sostenerlo con la chispeante mirada que brotaba de sus ojos. De cuando en cuando, roncos rumores, preñados de amenazas, que llenaban el viento como el ruido del torrente desbordado por la llanura, salían confundidos de la inmensa reunión de gentes en que se agrupaban, sin separación de clases, el traje morisco de los muzárabes, cristianos que se quedaron con los moros durante la conquista, sujetos a leyes especiales, y la bélica armadura de los cristianos puros, descendientes de aquellos otros cristianos que a vista del turbión sarraceno huyeron a las montañas de Asturias a plantar con mano firme sobre el monte Auseba la Cruz que había de volver a reunir bajo sus brazos las ciudades que la traición la arrebataba.

Todos ellos parecían unidos por un mismo sentimiento, corriendo a un mismo fin, arrastrados por una misma idea, y esta idea, este fin, este sentimiento, debían ser muy grandes, cuando tan poderosamente los combatían y de tal modo sublevaban todos los espíritus y fundían en una aspiración común todas las aspiraciones.

Grande era, en efecto, el motivo que arrastraba a todas las clases de la sociedad cristiana de Toledo a hacer aquella ruidosa manifestación, a desafiar de tal modo las iras de los gobernantes y hasta a arrostrar el enojo del mismo rey, tan querido, por otra parte, de su pueblo, elevando su voz tumultuaria hasta las gradas de su trono. Alfonso VI, influido por los monjes de Cluny, a los cuales había entregado la dirección de su espíritu, y por su esposa doña Constanza, francesa de nación, y por lo tanto súbdita humilde del papado, no temía indisponerse con su pueblo poniendo mano atrevida en lo que existe de más sagrado para el hombre: en el culto con que reconoce la omnipotencia de su Creador.

Era muy antiguo en España el rito que guardaba íntegras y en toda su pureza las venerandas tradiciones de los primeros tiempos del cristianismo. Los mismos apóstoles lo trajeron a la península, cuando por todas partes se extendieron para llevar a todos los hogares del mundo entonces conocido la palabra del Evangelio; él había sido el lazo de unión de los cristianos primitivos, y la sagrada bandera a cuya sombra se habían agrupado los conversos españoles cuando en el seno profundo de los lugares subterráneos, desconocidos a sus dominadores, los romanos, se reunían para llamar la protección de Dios sobre su frente. Los mártires le habían sellado con su sangre generosa, repitiendo las oraciones que dictaba en su marcha hacia el suplicio, que acabando con su cuerpo devolvía la libertad a su alma, la virgen Leocadia; los santos le habían seguido en sus sencillas ceremonias, y primero enfrente de los romanos gentiles y enfrente luego de los godos arrianos, él conservaba el recuerdo de todas sus plegarias, la memoria de todas sus bendiciones. Con las palabras que él marcaba, iniciaban las madres a sus hijos en las enseñanzas de la creencia civilizadora; las oraciones que contenía habían caído como un dulce rocío sobre la tumba de una porción de generaciones. Cuando, más tarde, la sociedad gótica, guiada por Recaredo, abdicó en el tercer concilio la herejía de Arriano para abrazar el catolicismo, san Leandro, san Isidoro, san Eugenio, san Ildefonso y san Julián añadieron fervientes oraciones a las oraciones hechas por el apóstol, y reunidas en un cuerpo por la fe, dando de esta manera un timbre más al viejo misal apostólico, al dejar en él huella de sus pasos sobre la tierra en su peregrinación al cielo.

Pero muere el poder de los godos en España; húndese en el revuelto Guadalete la sociedad gigante que había recogido la preciada herencia de Roma, y los cristianos fugitivos se retiran al centro de una cueva escondida en lo más fragoso de las montañas de Asturias, para borrar allí, a fuerza de sufrimientos, las culpas y los vicios de su raza. No todos huyen, sin embargo; la tolerancia es el arma favorita de los soldados de Tarick, que solo exige un tributo y deja a las poblaciones el libre ejercicio de su religión; y durante los siete siglos que dura la dominación de los árabes en España, el misal apostólico, llamado gótico primero y muzárabe después, fue el luminoso faro que sostenía las fuerzas abatidas de los cristianos, hablándoles del cielo, de un más allá que entreveían en sus sueños, de una libertad que acariciaban como dulce quimera en sus largas horas de servidumbre; fue el arca santa flotando sobre las aguas del diluvio, llevando en su seno el culto de Dios, la fe en su omnipotencia, la esperanza en su misericordia.

Muchos títulos eran estos para que el pueblo amase el libro sagrado donde acudía a buscar plegarias con que lamentar sus desgracias o himnos con que cantar su felicidad, y no obstante, aún se unía otro a todos ellos; el rito muzárabe era el rito nacional, el rito sagrado conservándose a través de los siglos desde los tiempos apostólicos, a pesar de todas las dominaciones, semejante a esas luces emparedadas cuando la invasión sarracena, con las estatuas de los santos a cuyos pies ardían, y que se conservan milagrosamente durante todo el tiempo que dura su dominación, sin que los años las consuman; renegar del rito muzárabe era para los católicos españoles tanto como renegar de su fe primitiva, renegar de su patria tan querida, tan laboriosamente reconquistada, renegar de sus tradiciones religiosas, renegar de san Leandro, de san Eugenio, de san Ildefonso.

Y sin embargo, era preciso; el papa, cabeza visible de la Iglesia de Jesucristo, lo exigía, y el rayo de la excomunión vibraba ya en su mano, pronto a herir la frente rebelde que no se doblegase a su poder. Los reyes cedían uno tras otro a las órdenes pontificias, y ya solo en Castilla se conservaba el rito antiguo; pero los monjes de Cluny dominaban por completo en la inteligencia del gran rey don Alfonso VI, así como en su corazón la reina doña Constanza, y aquellos porque habían tomado a su cargo realizar los deseos del pontífice, y esta porque el culto galicano despertaba todos sus recuerdos de la infancia, todos los sueños de su patria, unos y otra hacían ruda guerra al rito gótico en el ánimo del monarca.

No era esta la primera vez que el papado, en su empeño por dominar en absoluto las conciencias y erigirse en único poder de la cristiandad, trataba de inmiscuirse en el rito gótico para sustituirle con el romano, logrando así que fuera uno el culto y una la lengua con que los cristianos alabaran a su Dios. Ya en el siglo X envió Juan X un legado a España para que se enterase de la verdad de los rumores que se habían hecho correr por la corte de Roma de que el trato con los moros había introducido en el rito gótico variaciones contrarias a la unidad del dogma; pero demostrada la falsedad de tales asertos, fue confirmado por el colegio de cardenales. En el siglo siguiente varios legados vinieron, uno tras otro, a tratar la abrogación del culto nacional, y todos se volvieron sin conseguirlo, ya por estar autorizado por Juan X, ya por la oposición de los obispos españoles que para poner término a empeños tan opuestos a la opinión en Castilla, decidieron nombrar una comisión que presentase al papa Alejandro II, que a la sazón regía los destinos de la Iglesia, el misal, breviario y ritual muzárabes, como se verificó, mandando el pontífice, en vista del informe que le dieron los cardenales que nombró para examinarlos, que nadie condenase ni mudase el oficio de la Iglesia de España.

Pero no en todas partes era tan obstinada la oposición de los pueblos, ni tan poderosa su voluntad que los reyes vacilasen antes de desafiarla. Aragón y Cataluña habían cedido ya admitiendo las condiciones que el papa les imponía, y solo Navarra y Castilla, esta última sobre todo, se obstinaban en su negativa a recibirlas.

Por entonces subió al trono pontificio Gregorio VII, carácter enérgico, y decidido a llevar el peso de su influencia a todos los países que tuviesen por ley el catolicismo, y comprendiendo que el primer paso para que esto sucediese en España había de ser la abolición del rito nacional y su sustitución por el romano, tomó con gran empeño la empresa, escribiendo con este fin diversas cartas a Sancho V de Navarra y a Alfonso VI de Castilla. Esto, unido a las excitaciones de doña Constanza y de los monjes de Cluny, y al deseo de este último rey de complacer al papa, fue causa de que se decidiera a introducirlo en Burgos en el año 1077.

No lo consiguió, empero, sin resistencia; por el contrario, la halló y muy grande en el clero y las clases populares, que le obligaron a que sometiese su determinación al juicio de Dios, tan común en la Edad Media. Nombró el rey el campeón del ritual romano, y el clero y el pueblo el defensor del muzárabe, cuyo nombre, Juan Ruiz de las Matanzas, ha llegado hasta nosotros, y el día del combate, y después de las formalidades de costumbre, lucharon los dos combatientes, siendo vencido el campeón de los pontífices, y quedando vencedor y reconocido por tal, Juan Ruiz. A pesar de esto, y con gran escándalo de todos, introdújose en Burgos el aborrecido breviario entre las quejas del clero y las murmuraciones del pueblo, que de este modo veía despreciadas sus viejas tradiciones.

Tal era el estado de la cuestión cuando tuvo lugar la reconquista de Toledo: poco después de este golpe fatal para la dominación árabe en España, Alfonso VI, firme en su propósito de suprimir el culto nacional, trató de establecerlo en su nueva ciudad; pero crecieron de punto las dificultades, a causa de lo venerado que era en ella, hasta el punto de que algunas veces se le llamaba rezo toledano, y nuevamente el rey, de acuerdo con el clero, decidió pedir a Dios sentencia de la causa que así los dividía.

II

Este era el motivo que impelía a las gentes a acudir en gran número a la plaza del Zoco, donde iba a tener lugar el nuevo juicio de Dios que había de decidir sobre la supremacía extranjera en España. Cada cual fiaba en la justicia y bondad de su causa y en la fuerza de su derecho, y creyéndose defensor del verdadero culto, a la par que amante de su patria, ni uno solo desconfiaba del éxito. Solo el rey se encontraba impaciente, y dirigía en derredor sombrías miradas, buscando en el rostro enérgico y decidido del arzobispo don Bernardo y de la reina doña Constanza una fuerza que sentía se le escapaba por momentos. A pesar de todo, él también era hispano-godo; en aquel breviario, que ahora se proponía derrocar, había leído con voz trémula durante su retiro en Sahagún, las oraciones que diariamente elevaba a Dios, pidiéndole la reconquista de su trono de Galicia, injustamente usurpado por su hermano don Sancho de Castilla; aquellas mismas plegarias, de que ahora quería renegar, habían sido su único consuelo, su única esperanza, su única arma contra la desesperación, en los largos días de destierro que pasó junto a las márgenes del Tajo, mientras vivió merced a la munificencia de Al-Mamun... Pero lo mandaba el pontífice, lo quería su esposa, lo aconsejaba su arzobispo, y ante tan fuertes influencias no había de vacilar por mucho tiempo el rey que años más tarde desmembró de su territorio el reino de Portugal para pagar escasos servicios de un conde borgoñón, a quien dio la mano de su hija doña Teresa, rompiendo para siempre con este acto poco meditado la unidad de la Península; falta original cometida por el monarca en el siglo XI y cuyas consecuencias sufrimos todavía al terminar el siglo XIX.

Debajo del arco que hoy se llama de la Sangre alzábase un ligero estrado desde el cual dominaba el rey a la multitud, rodeado de lo más florido de su corte, y teniendo a su izquierda al francés arzobispo que fortalecía su ánimo, un tanto conmovido, con frases lisonjeras, que llegaban a los oídos del monarca castellano sin conmover su corazón. A su derecha, la reina doña Constanza, rodeada de sus damas, pálida y convulsa esperaba atenta el resultado decisivo de la escena que iba a pasar ante sus ojos. En el centro de la plaza una gran pira aguardaba solamente una señal para desplegar un vistoso manto de fuego, de cuyas entrañas había de salir la voluntad de Dios, como de las entrañas del rayo salió el Decálogo en la cumbre del monte Sinaí. La gente llegaba sin cesar al sitio de la prueba, formando en torno a la plaza una extensa muralla de cuerpos humanos que cada vez se hacía más compacta; sus miradas, mezcla de indignación y de respeto, iban de la pira al trono, clavándose con más insistencia en don Bernardo y en la reina, que de cuando en cuando se miraban también con inquietud. Era aquella una atmósfera pesada que se respiraba dificultosamente; faltaba aire tranquilo y puro a los pulmones oprimidos; y en la sombra que por los rostros extendía —nube preñada de amenazas—, fulguraban relámpagos de cólera.

El calor era sofocante. El viento parecía traer efluvios del infierno sobre sus alas voladoras. La tierra, agostada por un sol de fuego, estaba sedienta de la lluvia bienhechora que parecían presagiar unas espesas nubes que poco a poco fueron condensándose sobre la gótica ciudad. Corría el sudor de todas las frentes, inundando todos los rostros, pero nadie abandonaba su puesto. Los concurrentes se apretaban unos contra otros, sin quejarse, sin murmurar, para no interrumpir la ceremonia que iba a dar principio, absorto cada cual en pensamientos que eran los mismos que agitaban aquellos cerebros excitados manteniendo en constante tensión las inteligencias. Nadie se apercibía del bochorno; la atención general estaba concentrada en el montón de leña que se alzaba en mitad de la ancha plaza.

Enfrente de la pira, y al lado del trono, sobre un pequeño altar, estaban colocados los dos misales, y entre ellos, alumbrado por dos velas amarillas, un crucifijo que extendía sobre ambos sus brazos como para abarcarlos a los dos. El profeta de Nazaret iba a ser testigo de aquel extraño juicio, que decidiría de la elección de culto. Nadie más interesado que el mismo Dios para señalar la forma en que quería ser adorado.

Levantose de pronto el rey, y su simpática figura se mostró erguida sobre el trono. Hizo una señal con la mano, y se dejó caer en su asiento palpitante de duda y emoción. El duelo iba a empezar. En aquel instante, un extraño estremecimiento hizo palpitar con más fuerza todos los corazones, y se animaron todas las miradas. Se oyó un ¡ay! ahogado y un silencio sombrío, un silencio de muerte, reinó después en la plaza.

Hubiera podido oírse el ruido del viento al columpiar las hojas de los árboles.

Se adelantó entonces el arzobispo, después de besar la mano del monarca de Castilla, se dirigió con vacilante paso hacia el altar, y postrándose de hinojos ante él, empezó a modular fervorosas oraciones. En aquel momento solemne, él también se preguntaba si había obrado bien siguiendo las inspiraciones del pontífice, y aunque creyendo firmemente la justicia de la causa que defendía, su mente, incapaz de comprender los designios inescrutables del Eterno, vacilaba y necesitaba ver expresada la voluntad del cielo para tranquilidad de su conciencia. ¿Qué pasó en aquel diálogo mudo del hombre y Dios? Ninguno de los que vieron al arzobispo levantarse tranquilo y sereno para besar los pies del crucificado hubiera podido decirlo; pero la muchedumbre le vio tomar con mano firme los dos misales, dirigirse con ellos hacia la pira y colocarlos en medio de ella sobre la leña pronta a arder, volviendo a retirarse en seguida a ocupar su puesto tras el asiento del monarca. Luego, un hombre puso fuego a la inmensa pira, oyose el crujido de la leña que se retorcía al ser envuelta por la llama, y por un instante todo desapareció en la hoguera.

Pero por un instante nada más. De repente se oyó un gran ruido, y uno de los dos misales, arrojado de la pira por una fuerza invisible y extraña, cruzó como un proyectil el aire y fue a caer intacto a los pies del rey don Alfonso; era el misal gótico el que las llamas despedían de su seno, no atreviéndose a hacer presa en sus veneradas hojas. El romano siguió en el fuego, y bien pronto no fue  más que un montón de cenizas.

—¡Milagro! —gritaba el pueblo conmovido—. ¡Milagro! —los caballeros; y las mujeres abrazaban a sus hijos porque ya estaban seguras de enseñarles las mismas oraciones que ellas aprendieron. Parecía haberse ganado una gran victoria contra los enemigos de la cruz.

—Nada puede contra nosotros —decía un anciano— la influencia del pontífice, que no sé yo por qué no ha de respetar nuestras costumbres, nuestros usos, nuestras creencias. Lean en buena hora los extranjeros en sus nuevos misales arreglados por ellos a su gusto, y déjennos a nosotros rezar las mismas oraciones con que evocaban los apóstoles la misericordia de Dios y la presencia de Jesús.

—Ya se habrá convencido el rey —decía otro— de que Dios no quiere que muera nuestro culto sacrosanto. San Ildefonso, sin duda, velaba por él impetrando la protección de la virgen María, a quien tanto defendió durante su vida contra los herejes. El fuego ha consumido el misal galicano y no ha tocado ni a una hoja del nuestro... Y es que todas ellas están benditas por Dios, y sobre cada una vela un santo, uno de los santos de Toledo, que leyendo las hojas de ese libro, encontraron la senda verdadera de la luz y de la perfección.

Levantose en esto el rey, y seguido de su corte, descendió a su palacio, antiguo alcázar mandado construir por Wamba, y reedificado para mansión suya por los reyes árabes de Toledo. Una sombra tenaz cubría su rostro; la reina y el arzobispo, pálidos de terror, seguían a don Alfonso sin atreverse a interrogarle con la vista. Los cortesanos, impresionados vivamente por el espectáculo que acababan de presenciar, marchaban tras ellos cabizbajos, sumergidos en profundas meditaciones. Poco después la multitud cruzaba alegremente la plaza, cantando la victoria conseguida por el rezo nacional contra el extranjero, y una espesa columna de humo se perdía en el aire, oscureciendo la inmensidad del horizonte.

Dios había hablado, y solo quedaba a los hombres ejecutar y cumplir sus decretos divinos. Nuevamente se había rasgado el velo de la nube y el resplandor de los relámpagos había alumbrado otras tablas de la ley.

III

Aquella noche los castellanos, y los que de españoles fieles a sus viejas costumbres se preciaban, durmieron tranquilos, sonriéndose, no obstante su acendrado catolicismo, al pensar en el efecto que causarían en el pontífice las decisiones de Dios tan contrarias y opuestas a las suyas. Ni uno solo abrigaba la más pequeña duda sobre la rectitud del rey, y en vano se les hubiera objetado el recuerdo de lo acaecido en Burgos, porque hubieran respondido que el caso no era igual; que la acción sobrenatural y milagrosa no fue tan directa en el primero como en el segundo; que este, además, venía a confirmar plenamente lo sentado por aquel, y por último, que fuerte con la protección divina, el antiguo misal gótico era sobrado grande para que pudiera oponérsele el romano, siquiera tuviese de su parte las simpatías del papa, cabeza visible, para los católicos, de la Iglesia de Jesucristo.

Pero el pueblo es un niño, a quien de nada sirven las enseñanzas del tiempo, y que como tal, no lee nunca ese libro gigante de la experiencia, madre y sostenedora de la vida; el pueblo es noble, generoso, recto, y no comprende las argucias de los teólogos, ni los sofismas de los legistas, capaces de tranquilizar a fuerza de silogismos la conciencia más perturbada si así conviniera a sus intereses; el pueblo es siempre joven, y el poder siempre viejo, y por esta razón, en todas las luchas que sostiene, el poder artero y artificioso vence siempre al pueblo inocente y sencillo. No hay en el mundo dique que pueda oponerse al capricho de un déspota, que salva el primero la valla religiosa, dentro de la cual se encierra como en una ciudadela fortificada. Esto es lo que pasó en la ocasión a que nos venimos refiriendo. A pesar de la voluntad del pueblo tan claramente manifestada; a pesar de que tenía en su apoyo la protección del cielo, tal como se entendía su declaración en aquellos juicios de Dios de la Edad Media —mezcla de barbarie y superstición—; a pesar de que las olas de la indignación popular llegaban hasta las gradas del mismo trono, Alfonso VI, fuerte por sus victorias contra los moros, fuerte también con el apoyo del pontífice, no pudo resolverse a disgustar al papa, a no complacer a doña Constanza, a enemistarse quizá con los monjes de Cluny, y poco tiempo después de la escena que hemos referido, expidió un decreto, por el cual se abolía el rito gótico, reemplazándole por el galicano.

Es verdad que interpretando a su modo el hecho tenido entonces como sobrenatural, del que había sido testigo, metíase en sutilezas metafísicas para buscar una explicación razonada a lo que no la tenía, y dar una sombra de legalidad a lo que solo era prueba evidente de su debilidad para oponerse a las extrañas influencias que pesaban incesantemente sobre él; es verdad que, tratando de interpretar el deseo de Dios, ordenaba que el rezo antiguo se mantuviese en Toledo, puesto que el misal muzárabe había salido de la hoguera, y que se observase en el resto de su reino el romano, puesto que había permanecido entre las llamas como demostrando que no era en la histórica ciudad de los Concilios donde había de ser observado; es verdad que concedió grandes privilegios a las iglesias que instituía como guardadoras del viejo culto nacional; pero a pesar de esto, sus disposiciones causaron un efecto desastroso en sus súbditos que comprendían lo que tal decisión significaba.

Aquello era desprenderse voluntariamente de una independencia mantenida a través de los siglos desde los tiempos apostólicos; formar una cadena que sujetase la conciencia, ahora que poco a poco, lenta pero seguramente, iban rompiendo la que sujetaba su pie al carro triunfal de los hijos del Profeta. La influencia francesa, que después había de dar tan amargos frutos; la soberanía de Roma, que más tarde, haciendo a España hija predilecta de la Iglesia, había de empeñarla en desesperada y ardiente lucha contra el progreso y la civilización, quedaban establecidas en este oculto rincón del Occidente. Ya tenía el papa intervención directa en nuestros asuntos espirituales; ya nuestras oraciones eran las mismas que las de los pueblos sujetos servilmente a su poder. El culto nacional había muerto y con él nuestra libertad.

Entonces fue cuando el pueblo, desengañado, comprendió que su fe sencilla había sido juguete de su soberano y del arzobispo; entonces fue cuando comprendió que la voluntad de los súbditos, las costumbres, Dios mismo, no son nada ni nada significan para los déspotas, si en algo se oponen a los deseos de los que, imperando sobre los cuerpos por un derecho que aún busca sin encontrarle la razón, quieren también imperar sobre las conciencias; entonces fue cuando nació ese dicho popular que anda en labios de todos, esa frase punzante y aguda como la hoja de un puñal, fina como una sonrisa sarcástica que penetra hasta el corazón, y parece desgarrar los oídos del que la escucha; ese viejo proverbio toledano, tan natural, y sin embargo, tan escéptico, que parece un grito desesperado del esclavo, defensa de todas las injusticias, expresión clara y evidente de lo que es en el mundo ley única, ley suprema: allá van leyes, donde quieren reyes. Pronto hará ocho siglos que salió de labios del primero que dio con él forma a su pensamiento, y aún, por desgracia, puede repetirse en todos los tonos y en todos los idiomas por casi todos los pueblos de la tierra.