Del libro Tradiciones de Toledo, escrito por Eugenio de Olavarría y Huarte.
El nombre de Galiana es uno de los que pronuncia más gustosa la tradición. Brota de pronto en la fantasía revestida de los colores del iris la virgen sarracena de melancólico mirar, ojos de fuego y cutis aterciopelado, rodeada de esclavas que bailan en torno suyo y la envuelven en sus velos trasparentes, como en las gasas de una nube. La infanta mora ha dejado su nombre en las crónicas toledanas del siglo IX unido por el pueblo al nombre inmortal de Carlo-Magno. Es la rosa enamorada del sol que cierra su cáliz cuando el astro aparece en el cielo, temerosa de sus miradas, y solo se atreve a abrirle por la noche al halago de las brisas.
Antes de llegar a la ciudad, siguiendo la orilla del río, sembrada de álamos corpulentos que agitan su penacho de verdes ramas; de cañaverales que chocan empujados por el viento, y de vistosas florecillas de varios colores que exhalan dulce aroma, álzanse, cual si surgiesen de la tierra por el conjuro de la maga del pasado, unos viejos torreones casi derruidos, muros que el tiempo tiñó con su color amarillento y hundió a trozos bajo su paso vacilante. El pueblo da a aquellas ruinas el nombre de palacio de Galiana, y se esmera en referir sus maravillas. El arte y la poesía habíanse unido en estrecho abrazo para fabricarle. Desde él se percibían los rumores de los campos al despertar bañados por la luz de la aurora o al dormirse envueltos en la sombra de la noche. Había en él grandes clepsidras que seguían con el flujo y reflujo de sus aguas el movimiento de la luna a través del espacio indefinido. Todos los refinamientos del lujo, todos los sueños de la molicie, tenían allí viva representación.
I
Era de noche. Toledo, arrullada por el Tajo que parecía adormecerla con su murmullo eterno, descansaba de las fatigas del día. Las estrellas lanzaban sobre los campos silenciosos su deslumbrante claridad, iluminando con vago tinte la alta cumbre de las montañas, lejanas como la realización de un deseo; la luna, sultana hermosa del espacio, cruzaba sus vastas soledades, seguida de un ejército de puntos diamantinos como relámpagos de luz.
Todo era silencio en los jardines del palacio de Galiana. La brisa de la noche había calmado el ardor sofocante del día y daba aire más puro a los pulmones; aire aromado que, meciéndose blandamente en el follaje, murmuraba colgado de sus hojas cantos sencillos llenos de misteriosa melodía.
Y en medio de aquella calma muelle y voluptuosa, en medio de aquel silencio que parecía invitar a los placeres del amor, dos sombras altas, esbeltas, sentada la una sobre florido banco de verdura y arrodillada la otra a sus pies, vestidas las dos con blanca túnica flotante, bajaban la cabeza y parecían abandonarse al poético encanto de aquel retiro.
De cuando en cuando, la mujer, mejor dicho, la niña, levantaba la cabeza y, al hacerlo así, parecía que las estrellas palidecían en el cielo eclipsadas por el brillo de aquella estrella de la tierra que las vencía en hermosura. Un débil suspiro salía de sus labios encendidos como un clavel. Y la joven sentada a sus pies en el menudo césped alzaba a su vez los ojos llenos de melancólica dulzura hacia el rostro de su señora, y tomando entre sus manos pequeñas las más pequeñas aún de aquella, se las llevaba a los labios con un movimiento de respeto y de cariño.
—¿Es posible, princesa —la decía—, que huya el sueño de tus ojos y la calma de tu espíritu? Hija de un rey poderoso y fuerte a quien Toledo rinde parias y el califa de Córdoba no se atreve a herir; joven, hermosa como uno de los ángeles que entrevió el profeta en su místico viaje al Paraíso en la yegua El-Borack; tú, cuyo nombre es tan dulce que parece una bendición de Allah, cayendo sobre la tierra como un rocío de misericordia; tú, en cuyos ojos se miraron los ángeles y las huríes que te mecieron en sus brazos extasiándose en tu sonrisa, ¿qué puedes desear? La nieve que corona en invierno la cresta de las montañas, envidia la blancura de tu cutis; la noche, la negrura de tu cabello de azabache; el sol del mediodía, los rayos que despide tu mirada. Los genios te formaron de un suspiro de las brisas, de un beso de la luz. El río envía sus espumas para que laman tus pies, la tierra flores para que te den su aroma. Tienes padre que te ama, vasallos que te adoran y te respetan... ¿Qué falta, pues, a tu dicha? Compárate con la pobre esclava, separada de los suyos, vendida lejos del cielo de su patria, errante por los desiertos de la vida, y bendecirás a Allah que de tal manera ha derramado en tu frente los dones de su bondad y su largueza.
Calló la esclava, y su señora, con una voz cadenciosa parecida a la nota de un órgano armonioso, murmuró:
—Tienes razón, Geloira. Mi tristeza ofende al poderoso Allah que tantas mercedes ha derramado sobre mí. Nada me falta de cuanto deseo; la misma reina de las hadas envidiaría mis palacios. Y sin embargo, siento dentro de mi alma un vacío que nada de cuanto me rodea llenaría. Creo que no existe en la tierra objeto alguno capaz de satisfacer ese anhelo, esa aspiración que en fuego inextinguible me consume.
—¿Cómo?
—Escucha. Cuando sola en la calma de mi retrete perfumado aspiro las más suaves esencias de la Arabia, no percibo entre ellas una que creo yo haber percibido en otra parte; cuando escucho los trinos de mis pájaros, falta en ellos un canto que yo he oído alguna vez, no sé si en sueños o despierta; todo cuanto me rodea es hermoso, pero yo creo que existe algo que es más hermoso todavía; y no pudiendo llegar jamás a conseguir ese algo que quizá solo existe en mi imaginación, temo que el espíritu del mal me haya inspirado esos pensamientos que no he de ver realizados para que me canse de la vida.
—Princesa, yo nada sé del mundo; soy joven como tú; quizá la misma luna presidió nuestro nacimiento. Arrancada a mi país desde mi niñez, solo he aprendido de él lo que enseña la desgracia; pero me parece que esa aspiración tiene un nombre en la tierra.
—¿Cómo se llama?
—Amor.
—¡Amor!... ¡Sí!... En estas noches deliciosas y calladas, las frases de amor deben sonar en los oídos como notas de un cántico divino; deben ser para el alma consumida por el deseo como una fresca lluvia que humedece los campos.
—Te oigo absorta, princesa. Hablas del amor como si no sintieses sus efectos. ¿Por ventura no amas a Abenzaide, el poderoso gobernador de Guadalajara?
Un ligero ruido se dejó oír, y algo como un soplo de viento movió, sin duda, las ramas del follaje que en verde banda se extendía a espaldas de la virgen sarracena. Volvió esta la cabeza y murmuró:
—Diríase que alguien anda cerca de aquí...
—Es el aire, señora.
—Eso será. Me preguntabas, Geloira, si amo a Abenzaide... no; no le amo. Sé que es fuerte y poderoso, que me ama hasta el delirio; pero no tiene el alma que yo he soñado para que fuese compañera de la mía. Es brusco, altivo, dominante. Unirnos seria unir el torrente y el arroyo, el huracán y la palmera, el simoun de la tierra de nuestros padres y la brisa de nuestros jardines,
—¿De modo que no le amáis?
—Por el contrario, le aborrezco. —Volviéronse a mover las ramas de los árboles, pero ni Galiana ni Geloira se fijaron ya en ello.
—Esta noche vendrá —continuó la princesa—. Lleva sin verme una luna y ya me parece oír por el camino el galope precipitado de su yegua. Esta misma noche le rogaré que no vuelva a verme, ni me importune más con sus halagos.
Aún no se había extinguido el eco de estas palabras, cuando se entreabrieron las ramas del jardín, y un caballero, vestido con el airoso traje de los cristianos del Afranc, cayó a los pies de la doncella mora, que exhaló un grito de terror, estrechándose cuanto la era posible contra su esclava, tan atemorizada como ella.
—Perdóname, princesa, si oculto en tus jardines he sorprendido las noticias de mi ventura. Mientras creí que amabas a Abenzaide, la acogida que tu padre me ha hecho me impedía decirte una sola palabra que pudiera darte a entender mis sentimientos. Hoy, que sé que no le amas, no vacilo en decírtelo. La fama de tu hermosura me ha movido a venir desde el lejano reino de mi padre a ser huésped del tuyo. Te he visto y moriría sin tu amor. Princesa, mi padre me llama, mi reino me espera impaciente; ¿quieres cambiar tus jardines por los jardines de mi patria?
Enmudeció Galiana de sorpresa. Cuando su primer movimiento de terror se hubo desvanecido al reconocer en el caballero que estaba a sus pies a Carlos, hijo del poderoso rey de Afranc, que hacía un mes vivía alojado en su mismo palacio por orden de Galafre, el rey moro de Toledo, la alegría irradió en su rostro, dulcemente iluminado por la clara luz de la luna. Ella también se había fijado en el gentil mancebo cristiano, deplorando que no fuese este el régulo de Guadalajara. Carlos tomó una de sus manos y la llevó a sus labios, mientras imploraba con los ojos una contestación a su pregunta. Sonó un ¡sí! débilmente pronunciado, y Galiana ocultó su rostro, teñido de rubor, en el pecho de su esclava favorita.
Una nube eclipsó la luna. Quedaron los jardines en la sombra. El eco de dos voces que hablaban a la vez, que a la vez se preguntaban y se respondían, turbaba el silencio. Parecía el arrullo de dos pájaros en el fondo del bosque dormido en brazos de la noche.
II
Jinete en una poderosa yegua tendida a escape por un estrecho camino, con la cabeza alta y la vista devorando el espacio que se extendía ante él, Abenzaide, envuelto en su jaique, destacándose como un punto blanco sobre el fondo negro de los árboles, animaba a su montura con palabras secas, furioso porque no podía dar a su carrera las alas de su pensamiento.
A su lado iba Hassan, el moro a quien más temían los cristianos de Guadalajara por la doblez de su carácter.
Largo tiempo corrieron en silencio: cuando al dar una vuelta el camino apercibieron en el fondo el palacio de la hermosa hija de Galafre, un grito de alegría se escapó del pecho del enamorado moro.
—Ya llegamos, Hassan.
—Hora es ya, señor, de dar fin a esta carrera que traemos. Mi caballo no puede ya más.
—Que aguante un poco, y pronto podrá descansar.
—Ya hacía tiempo, señor, que no cruzábamos este camino.
—Una luna, Hassan; una luna hace que no veo el rostro de la princesa. ¡Malhayan los asuntos del gobierno que de tal modo abstraen nuestra atención! Pero sea bien empleada la ausencia si ha servido para ablandar su corazón y hacerlo más fácil a mis palabras.
—¿Y por qué, siendo tú el poderoso Abenzaide, a quien las mismas huríes del Paraíso acogerán con agrado cuando llegues a ellas teñido en sangre nazarena, por qué suspiras a los pies de Galiana, que se burla de tus suspiros, cuando otras hermosuras languidecen porque no las miras, como languidecen las flores sin las miradas del sol?
—¿Lo sé yo acaso? Es verdad que Galiana es hermosa, muy hermosa; más que todas las damas mahometanas que envidian su belleza y su esbeltez; pero no es solo esto lo que me une a ella con fuerte lazo que siempre temo ver roto. Es quizá su indiferencia el misterioso encanto que me hace volver siempre los ojos hacia el sitio en que vive para enviarla mi amor. Ni amante, ni desdeñosa, siempre me escucha distraída, como si mientras yo la refiero mis penas al pie de su ajimez, ella a su vez hablase con algún ser invisible oculto a mi espalda. ¿En qué piensa entonces? No lo sé. Contesta con evasivas a mis palabras, y se retira luego sin que un rayo de esperanza descienda a mi corazón.
La voz de Abenzaide era muy triste al decir esto; su rostro se oscurecía al recuerdo de sus pesares amorosos, y al acabar guardó silencio: un silencio triste y forzado que Hassan no se atrevió a interrumpir. Siguió su señor abstraído en sus pensamientos, cuando de pronto se serenó su semblante; pintose en él una profunda decisión y volvió la tranquilidad a sus facciones; pero en el mismo instante su yegua tropezó y dio un violento bote para saltar por cima de una enorme peña atravesada en el camino.
— ¡Mal agüero! La primera vez que tropezó mi yegua estuve a punto de perder la vida; quizá me anuncie la segunda la pérdida de mi amor, que es la pérdida de mi felicidad.
—Desecha, señor, tan lúgubres ideas.
—Estoy resuelto, Hassan. Esta noche va a ser decisiva para mí. Obligaré a Galiana a que me dé una respuesta categórica, y me uno a ella dentro de pocos días o parto para no volverla a ver jamás. El príncipe del Afranc está aquí, ha venido no sé con qué objeto, quizá a verla atraído por su hermosura y no puedo resistir los celos que me atormentan.
Llegaban en esto, frente al palacio de la princesa, y como obedeciendo a secreto impulso, los caballos se detuvieron a un tiempo, conocedores ya del terreno en que se encontraban. Adelantose Abenzaide algunos pasos más, dejando a Hassan oculto entre los frondosos álamos, y ya se preparaba a hacer la acostumbrada señal, cuando giró sobre sus goznes una pequeña ventana cercada por primorosa banda de flores talladas en piedra por un cincel maravilloso, y apareció apoyada sobre el alfeizar la hermosa Geloira, la esclava favorita de la princesa.
—¡Geloira! —dijo en voz baja Abenzaide.
—¡Allah te guarde, señor!
—¿Dónde está tu señora?
—En este momento pide al poderoso Allah que conserve tus días.
—¿Sabe que estoy aquí?
—Las dos te hemos visto desde las ventanas de su cuarto.
—¿Y no viene?
—Perdona, señor, a la esclava que cumple las órdenes que recibe sin poder atenuar su crueldad.
—¿Qué dices?
—Galiana te ruega por mi boca que nunca más vuelvas a turbar con tus cantares amorosos la calma de sus jardines. Comprende que no puede ser tuya, y pidiendo al santo Profeta que te haga muy feliz, se niega a verte.
Mudo de sorpresa quedó Abenzaide al escuchar tales palabras. No podía creerlas; juzgábase juguete de un mal sueño y se restregaba los ojos para despertar.
Pero no podía estar más despierto. Geloira, apoyada en la ventana, le miraba con aire compasivo.
Por fin levantó el moro la cabeza.
—¡No quiere verme! —murmuró.
—Da tu venia, señor, a la esclava, para que se retire conmovida por tu dolor. Mi señora me espera y voy a darla cuenta de que te he dado mi mensaje. ¡Allah te guarde!
Cerrose la ventana, y Abenzaide permaneció en la misma posición, sombrío y mudo como debió quedar el primer hombre al ser arrojado del Paraíso por la espada de fuego de los ángeles. Pero de pronto se rehízo, dejó escapar un grito de rabia que sonó ronco y estentóreo y montando en su yegua partió como una exhalación, por el mismo camino que había traído, siguiéndole Hassan y desapareciendo ambos en una nube de polvo que a poco se perdió en el horizonte.
Al día siguiente, de regreso en Guadalajara, esforzábase Abenzaide en buscar la causa de la conducta de Galiana, y se desesperaba al ver que la cuestión era para él un enigma, cuando a la caída de la tarde llegó la solución de aquella duda. Un caballero cristiano, procedente de Toledo, le trajo un mensaje de su señor, el príncipe del Afranc, en el cual se declaraba este pretendiente a la mano de Galiana, desafiando a su rival y señalando como lugar en que, según la decisión de Galafre debía efectuarse el duelo, los campos próximos a Balsamorial, pequeño lugar situado a legua y media escasa de Toledo. Al recibir este mensaje Abenzaide no pudo ocultar su alegría. Iba por fin a vengarse, y para ciertos caracteres la venganza es tanto como la felicidad.
III
Cuajado estaba de gente el empolvado sendero que conducía desde Toledo a Balsamorial. La multitud caminaba apresuradamente como temiendo llegar tarde. Galafre y los nobles señores de la corte habíanse trasladado ya al pequeño pueblo, orgulloso de contener en su recinto tan numeroso y escogido séquito.
Pero no era una fiesta lo que se preparaba. Aquel sol, manantial perenne de vida, aquella fresca campiña todavía salpicada de rocío, parecían reflejar la dicha; y sin embargo, la multitud, llena de animación y de alegría, se citaba en aquel sitio para presenciar un duelo a muerte, una escena de dolor; aquel campo iba a empaparse pronto en sangre humana; aquel sol iba a caer sobre un cadáver.
Había llegado el día señalado para el desafío entre Carlos, príncipe cristiano, y Abenzaide, régulo de Guadalajara. Galafre, el rey de Toledo, se dignaba autorizar el duelo; Galiana, su hija, la más bella princesa mahometana, era el premio del vencedor.
Y contra lo que, al parecer, debía esperarse de aquel público, compuesto en su mayoría de sarracenos, todas las simpatías estaban por el cristiano. Diferentes causas había para que así sucediera. Por un lado, Abenzaide era aborrecido de cuantos le conocían; su feroz carácter y su crueldad habíanle enajenado las simpatías de sus vecinos, y héchole odioso a sus vasallos. Por otra parte, el cristiano era un joven y hermoso caballero que, abandonando su patria, había venido a pedir hospitalidad a sus enemigos en religión. La fama de su valor habíale precedido, y todos contaban de él grandes proezas, presentándole como galán a los ojos de las mujeres y temible cerca de los guerreros más valientes. ¿No era una pena que tanta juventud, tanto valor, tanta lealtad, sucumbieran a manos de un tirano como Abenzaide? Había, además, otra razón que aumentaba las simpatías hacia Carlos. Galiana era el ídolo de Toledo; teníanla como un ángel enviado a la tierra por la misericordia de Allah, que así quiso dar a su pueblo una prueba de estimación, y Galiana amaba con toda su alma al cristiano, que por librarse de un rival odioso exponía su existencia al valor y pujanza de Abenzaide. De aquí que los musulmanes hicieran votos por el joven príncipe; y si a estos se unían los votos de los muzárabes, que naturalmente habían de elevarse en su favor, bien puede decirse que en la concurrencia que iba a presenciar el duelo, pocos, muy pocos habían de ser los que no deseasen la derrota del régulo agareno.
Galiana formaba también parte del concurso. Sentada en elegante estrado, sobre blandos cojines de las sedas más ricas de Oriente, reflejando el dolor en sus grandes ojos, negros como el fruto de las moreras, la pobre niña temblaba por su amante, el apuesto caballero que pronto iba a combatir para librarla de aquel perseguidor eterno que la enojaba con el relato de sus males. Y ante la idea de que Carlos podía ser vencido, su corazón latía más deprisa y sus ojos se cerraban de terror. En cuanto a Galafre, inquieto también por el dudoso resultado de la lucha, no ocultaba su preocupación.
Llegó en esto el momento del combate. Los dos adversarios, vestidos de sus más ricas armaduras, montando sus caballos más briosos y blandiendo sus armas mejor templadas, se hallaban uno enfrente de otro mirándose con expresión de odio, a duras penas contenido. Levantose Galafre de su asiento, dio con la mano la señal y Galiana bajó su cabeza cerrando los ojos para no ver y tapándose los oídos para no oír. Aún no se había extinguido el eco de la voz de Galafre, que excitaba a los combatientes a la lucha, cuando los caballos de Carlos y Abenzaide, partiendo en el mismo momento a escape como movidos por oculto resorte, chocaron con horrible estrépito. Oyose el ruido de las armaduras oprimidas una contra otra por la fuerza del choque, saltaron en pedazos las lanzas, y caballos y caballeros se fundieron en una masa que desapareció entre una espesa nube de polvo. Durante un minuto nada pudo verse a través de ella; el grupo informe, del que salían roncas imprecaciones, osciló a un lado y otro algún tiempo; por fin cayó pesadamente al suelo. Disipose la nube de polvo, y entonces la multitud fijó en la arena su mirada ansiosa. Solo Galiana se mantuvo en la misma posición sin atreverse a alzar la vista, temiendo reconocer a su amante en el vencido. Pero el grito unánime del pueblo que aplaudía al vencedor la dio fuerzas, y ella también miró, y un ¡ay! supremo de reconocimiento y gratitud brotó de su pecho. Carlos, de pie sobre su adversario, cuyo tronco inerte y sin vida yacía tendido a sus plantas y caído el casco y suelta al aire la rubia madeja de sus cabellos, miraba con amor al sitio que ocupaba la princesa sin parar mientes en las alabanzas de que era objeto.
Recogieron los servidores de Abenzaide los despojos de su señor, y en fúnebre cortejo regresaron a Guadalajara, de donde la víspera habían salido con marcial aparato y ciega confianza en la victoria, mientras Galafre disponía grandes fiestas para festejar al vencedor.
Pocos días después Carlos volvió a su país, llevando consigo a Galiana, acompañada del obispo Cixila, encargado de verter las aguas del bautismo en la cabeza de la princesa, y celebrar su casamiento con el príncipe del Afranc. El tiempo ha caminado mucho desde entonces, pero aún se conservan en algunas poblaciones francesas huellas del paso de la hija de Galafre: la tradición añade, que casada con el que fue más tarde Carlo-Magno, dio a este cinco hijos, entre los que se cuenta Ludovico Pío, heredero de la corona a la muerte de su padre.
IV
Quedaron los palacios de Galiana silenciosos y solitarios en medio de la espléndida vega de Toledo, como un nido abandonado, cuyos alados huéspedes vuelan en busca de otro mejor a la llegada del invierno.
En esos días en que no salía de ellos ninguna voz, ningún murmullo, nuncio de la vida que otro tiempo tuvieron, los que habitaban en la orilla opuesta del Tajo tenían grandes motivos para estar asustados y mirar con espanto a su alrededor. Todas las noches veíase una larga sombra, jinete en una yegua, que caminaba pesadamente rondando en torno al palacio, y lanzando lastimeros ayes, que conmovían a cuantos los escuchaban, y en los cuales creían algunos distinguir el poético nombre de Galiana. Era la sombra de Abenzaide, que turbando la paz de su sepulcro, subía a la tierra a deplorar la ausencia de la que fue su amada en otro tiempo, y a lamentarse de su mala fortuna en aquellos lugares en que soñó su dicha.
Algunas veces, veíasele volver el rostro a la ciudad y amenazar con la mano a aquel pueblo que por odio hacia él había aplaudido la victoria de su contrario, sectario del Cristo y enemigo del Profeta. Entonces el viento que pasaba por sus entreabiertos labios descoloridos, parecía repetir una maldición y una amenaza. El espectro juraba vengarse de aquel pueblo veleidoso.
Y se vengó. He aquí cómo.
Pasaron las épocas y los hombres, y todos los que en Toledo presenciaron el singular desafío de Carlos y Abenzaide bajaron uno tras otro a la tumba y fueron a dar a Allah cuenta de sus acciones y sus pensamientos. La sombra del vengativo moro, sin embargo, seguía errante por entre los álamos del río, jinete en su escuálida yegua, lanzando rayos de furor por las vacías cuencas de sus ojos; y constantemente, antes de retirarse, se volvía hacia la ciudad y la amenazaba como en pasados días. Su odio se conservaba inextinguible.
Un día, el desierto palacio de Galiana se animó; Al-Mamun, rey de Toledo, concedía en él generosa hospitalidad a Alfonso, rey de León, desposeído de este reino por su hermano, y fugitivo del monasterio de Sahagún. Muchos meses pasó en Toledo el leonés; una noche los habitantes ribereños le vieron pasearse bajo los álamos en compañía del espectro.
Era una noche de luna; Toledo, cubierta por leve cortina de niebla, se destacaba en el horizonte. Volviose el espectro en todas direcciones, señaló las campiñas que la rodean, el río que las fertiliza y el camino de Madrid. Siete veces siguió estos movimientos y siete veces se inclinó hacia Alfonso, como si le hablase al oído; siete veces también hizo el de León un signo de asentimiento.
Todos los que vieron esta escena se preguntaban en vano lo que significaba. Días tarde lo supieron por su desgracia, y el tiempo se encargó de contestar a sus preguntas. Hecho Alfonso rey de Castilla, olvidando deberes de hidalguía y gratitud, vino a Toledo en son de guerra y siguió para conquistarla el único medio posible; el de talar siete años seguidos sus campiñas, privándola así de abastecimientos y víveres tan necesarios a su numerosa población.
¿Quien le había inspirado este diabólico plan? Para los habitantes de la ribera del Tajo no fue un misterio. Aquella era la venganza de Abenzaide.
Y dio cuerpo a este rumor el que durante los siete años que duró el sitio, el espectro surgía todas las noches amenazador, mirando con aire de triunfo a la ciudad atribulada. Cuando Toledo cayó en poder de los cristianos desapareció y no se le ha vuelto a ver.
Hoy solo quedan del suntuoso palacio unos viejos murallones coronados de hiedra, y en cuyos rotos torreones cuelgan su nido las golondrinas durante el verano; pero aún en las noches serenas y tranquilas parece vagar entre los árboles la sombra de Abenzaide que recorre los alrededores del arruinado alcázar sin atreverse a penetrar en él.
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