I. [CONSIDERACIONES GENERALES]
Después de haber visitado durante nuestra estancia en Toledo el convento de San Juan de los Reyes, del que ya hemos dado una idea a nuestros lectores, el primer templo que se ofreció a nuestra memoria, como uno de los más dignos de figurar al frente de los muchos con que se enorgullece la antigua mansión de nuestros monarcas godos, fue aquel cuyo nombre sirve de epígrafe a este artículo.
La basílica de Santa Leocadia, es en efecto uno de los más ricos, sino en grandeza y lujo ornamental, en recuerdos y tradiciones.
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Santa Leocadia. San Isidoro en Antequeruela. Original aquí |
Erigido sobre el sepulcro de una mártir, durante los primeros siglos de la era cristiana, las diversas razas que han dominado nuestra Península, han escrito al pasar un pensamiento sobre su frente, borrando al mismo tiempo hasta las huellas del que grabó la que le había precedido; por eso hoy, pequeño en sus proporciones y desprovisto hasta cierto punto de importancia en la parte arquitectónica, conserva todavía esa indefinible y misteriosa majestad que el tiempo imprime a los edificios que han desafiado su curso destructor; ese aspecto solemne, que nos fuerza a detener nuestro paso y a descubrirnos aun en presencia de una sola piedra, a la que vive unida una tradición remota y venerable.
Determinados por estas razones, a colocar la descripción de la basílica en el segundo de la serie de artículos en que nos ocuparemos de los edificios religiosos de la capital de Castilla la Vieja [sic., la Nueva], señalamos el día que debiera destinarse a estudiarla artísticamente, supuesto que ya habíamos recogido los datos más indispensables para trazar el cuadro histórico de su fundación, restauraciones y vicisitudes. Llegado que hubo este, pusimos por obra nuestro propósito, y fue tan profunda la impresión que su vista nos produjo, levantáronse en nuestra imaginación pensamientos tan melancólicos al mirarla aparecer entre los oscuros y altos cipreses que la rodean, que antes de entrar en los pormenores, siempre prolijos de su historia, antes de levantar sobre su planta la descripción matemática y fría de sus ornamentos, decidimos ofrecer a nuestros lectores una ligera relación de nuestra primer visita al humilde santuario, que, medio oculto entre las copas de los árboles que prestan sombra a su peristilo, parece dormir al sordo murmullo del Tajo que corre por la ancha vega donde se le ve recostarse sobre un tapiz de verdura.
Cuando después de haber recorrido una gran parte de la ciudad imperial detuvimos nuestros pasos sobre la altura que corona el hospital de Tavera desde la que se domina el lugar en que está situada la basílica, el día comenzaba a caer. El cielo se veía cubierto por largos jirones de nubes pardas y cobrizas entre los que se deslizaban algunos rayos de sol, que encendiendo sus orlas y bañando en luz la cima de los montes, doraban las altas agujas y los derruidos muros de la población que acabábamos de abandonar. La vega, que extendiéndose a nuestros pies se dilataba hasta las ondulantes colinas que se elevan en su fondo como las gradas de un colosal anfiteatro, asemejábase con sus oscuros manchones de césped y las anchas líneas amarillentas y rojas de su terreno arcilloso, a una alfombra sin límites, en la que podíamos admirar la armónica gradación de los colores que se confundían y debilitaban, marcando así sus diferentes términos y desigualdades. A nuestra izquierda y escondiéndose por intervalos entre el follaje de sus orillas, el río, se alejaba besando los sauces que sombrean su ribera, y estrellándose contra los molinos que detienen su curso hasta bañar las blancas paredes de la fábrica de armas, que aparece en su margen en medio de un bosque de verdura. Cuanto se ofrecía a nuestros ojos formaba un conjunto pintoresco; pero diríase al contemplarlo que sobre aquel paisaje había extendido el otoño ese velo de niebla azulado y melancólico en que se envuelve la naturaleza al sentir el soplo helado de sus tardes sin sol; ese silencio profundo, esa vaguedad sin nombre, imposible de expresar con palabras, que apoderándose de nuestro espíritu lo sumerge en un océano de meditación y de tristeza imponderable.
Claudio Lorena en algunos de sus maravillosos países, ha logrado sorprender su secreto a la naturaleza y ha reproducido ese último adiós del día, con todo el misterio, con toda la indefinible vaguedad que lo embellece.
Después de haber contemplado durante cortos momentos el panorama que hemos querido describir con algunos rasgos, comenzamos a descender a la llanura por una senda que nos mostró nuestro guía, y que baja serpenteando por la falda de la eminencia en que se halla el hospital de que más arriba se hizo mención.
Ya en la vega lo primero que despertó nuestra curiosidad, fueron varios trozos de fábrica o frogones de argamasa y ladrillo, los cuales parecían pertenecer a una época remota. Efectivamente, son fragmentos de construcciones romanas que, diseminados acá y allá y medio ocultos entre las altas yerbas, señalan aún al viajero los lugares por donde en tiempo de los césares se extendió la gran ciudad, que hoy ha tornado a subirse sobre las siete colinas que le sirvieron de cuna.
Como a la distancia de unas cien varas de estos vestigios de la antigua población, nuestros ojos se fijaron en unas nuevas ruinas. Los informes restos del circo de los gladiadores parecían brotar de entre los zarzales que crecen en su arena, como esos gigantescos trozos de roca, que heridos por el rayo, se desprenden de las alturas y ruedan al fondo de los valles.
Apresuramos nuestra marcha hasta penetrar en el perímetro del anfiteatro, el cual dibuja su planta circular por medio de una destrozada gradería de argamasa, que aparece y se esconde alternativamente, siguiendo las ondulaciones del terreno en que se halla como hundida.
Inútil fuera el querer hoy dar formas a los mil y mil pensamientos que asaltaron nuestra mente al contemplar los mudos despojos de esa civilización titánica que, después de haber sometido al mundo, dejó en cada uno de sus extremos las asombrosas huellas de su paso; eran tan rápidas las ideas, que se atropellaban entre sí en la imaginación como las leves olas de un mar que pica el viento; tan confusas, que deshaciéndose las unas en las otras, sin dar espacio a completarse, huían como esos vagos recuerdos de un sueño que no se puede coordinar; como esos fantasmas ligerísimos, fenómenos inexplicables de la inspiración que al querer materializarlos pierden su hermosura, o se escapan como la mariposa que bulle dejando entre las manos que la quieren detener el polvo de oro, con que sus alas se embellecen.
Abandonamos el circo, siguiendo nuestro paseo a través de una ancha vía romana, de la que solo quedan algunos vestigios. Estos, que se reúnen ya en forma de arcos informes, por entre cuyas grietas suben enredándose las campanillas silvestres, ya en figura de rotos pedestales o de ruinosos lienzos de muro, apenas se alzan del terreno que los cubre lo suficiente para indicar la planta de las construcciones a que pertenecían.
Menos de un cuarto de hora habría trascurrido desde que comenzamos a atravesar la vega, cuando nuestro guía nos llamó la atención sobre un pequeño edificio de forma circular, en cuyos muros se observaban tres series de arcos árabes rehundidos, colocadas las unas sobre las otras, y al que defendían contra la intemperie, una cúpula de pizarra y una humilde cubierta de tejas.
A medida que nos fuimos aproximando, comenzaron a levantarse a sus alrededores algunas tapias ruinosas, por detrás de las que se elevaban grupos de árboles, entre cuyas copas vimos aparecer una cruz de hierro que nos indicó el carácter religioso de aquella fábrica.
En efecto, el edificio que contemplábamos era la antigua basílica, conocida hoy bajo el nombre del Cristo de la Vega.
Al fin llegamos a la verja de hierro que defiende la entrada del atrio y sobre la que se ve la gran cruz de que hace poco hicimos particular mención. Allí encontramos dos mujeres, con las que cambiamos un saludo, y a las que nuestro guía hizo presente el objeto que llevábamos. Estas nos señalaron el camino que se dirige a la ermita, y nos internamos en él siguiendo sus instrucciones. Este camino lo forman dos tapias de construcción moderna, al par de las que corren dos filas de cipreses, por cuyos troncos suben tallos de yedra y de campanillas azules, y a cuyos pies crecen un gran número de rosales blancos que enlazan sus flores con las de la siempreviva y del lirio.
Un silencio profundo reinaba en derredor nuestro: el leve suspiro de la brisa que agitaba las hojas era triste; hasta en el canto lejano de las golondrinas que cruzaban con vuelo desigual sobre nuestras cabezas, apercibíanse por intervalos tonos melancólicos y perdidos. Aquellos oscuros cipreses por entre los que marchábamos, aquellas flores pálidas e inodoras que bordaban los lindes de nuestro sendero, parodiaban las calles de un jardín; pero las ortigas que crecen en su enarenado piso; el jaramago que con sus grupos de flores amarillentas, ondula como el penacho de una cimera sobre los muros; las tintas vagas e indefinibles del crepúsculo, las que contribuía a enrarecer el opaco reflejo de las nubes apiñadas en el horizonte; el sordo murmullo del río que se revuelve y forcejea entre los trozos de roca que en aquel punto detienen sus aguas, todo sobrecogía el ánimo infundiéndole un vapor religioso que, sin saber por qué, no nos permitía hablar sino en voz baja, forzándonos a mover el pie con sigilo, como si temiéramos que el rumor de nuestros pasos despertara a los que en aquel recinto duermen el sueño de la eternidad.
Al fin de esta calle de cipreses se halla el atrio. Este que sirve de cementerio a los canónigos, es de planta cuadrada y consta de un frente principal que ocupa la puerta de la ermita y otros dos laterales en que están abiertos los nichos, cerrando el todo una segunda verja de hierro.
Involuntariamente nuestra atención se fijó en la portada de la basílica, cuyo exterior humilde forma un contraste singular con los grandiosos recuerdos que a ella viven unidos. La superioridad de la idea sobre la materia, la mirábamos allí como personificada. Monumentos que sus autores creyeron imposibles de destruir razas poderosas, que sujetaron el mundo a su poder; imperios reconstruidos por la espada sobre las ruinas de otros imperios; civilizaciones que los siglos contribuyeron a perfeccionar, todo se ha borrado, mientras un templo humilde, erigido sobre la tumba de una doncella por algunos hombres oscuros, a quienes solo animaba la fe, ha atravesado las edades, ha hecho frente a las invasiones, y aunque perdiendo sus formas, siempre conservando su espíritu existe hoy solo, mas con su mismo nombre, con su misto objeto en mitad de esa llanura erizada un día de palacios gigantes, de circos asombrosos, de termas sin número, de las que solo quedan la memoria o algunos fragmentos informes.
De estas consideraciones que de tropel asaltaron nuestra mente, vino a arrancarnos la voz de nuestro guía, que nos invitaba a penetrar en la iglesia antes que la ya dudosa luz de la tarde se extinguiese por completo.
Traspasamos el umbral de Santa Leocadia.
La rápida transición de la claridad del atrio a las sombras que bañaban el interior de la iglesia, nos deslumbró al principio. Después, gracias a algunos moribundos reflejos del crepúsculo que penetraban a través de los altos y estrechos ajimeces del ábside, los objetos fueron poco a poco destacándose los unos sobre los otros deshaciéndose de la oscuridad que los envolvía
Aquellos de nuestros lectores que hayan contemplado uno de esos lienzos de Rembrandt, en el fondo de los cuales las grandes masas de oscuro circunscriben la luz en un solo punto; punto que desde luego fija la atención del espectador, atrayendo su mirada sobre la principal figura, tras la que luego se comienzan a distinguir entre las sombras unas cabezas, antes invisibles, después otras, enseguida grupos de personajes que se adelantan, un mundo en fin, que sumergido entre las fantásticas y trasparentes veladuras del pintor, va apareciendo y completándose según el análisis a que se sujeta, esos tan solo podrán formar una idea, aunque remota, del interior de Santa Leocadia, visto a esa hora en que el sol desaparece y la brisa mensajera de la noche tiende sus alas humedecidas en las ondas del río.
La primera figura que herida por un rayo de dudosa claridad, apareció deshaciéndose de las sombras como evocada por nuestro deseo, fue la efigie del Cristo que posteriormente ha dado nombre a la ermita.
Esta, que es de tamaño natural, tiene la frente inclinada, los cabellos esparcidos por los hombros, una mano sujeta a la cruz y la otra extendida hacia delante como en actitud de jurar.
Nosotros que conocíamos la misteriosa tradición de aquella imagen, nosotros que tal vez en el fondo de nuestro gabinete habíamos sonreído al leerla, no pudimos por menos de permanecer inmóviles y mudos al mirarla adelantar su brazo descarnado y amarillento, al ver aún su boca entreabierta y cárdena, como si de ella acabasen de salir las terribles palabras: «Yo soy testigo».
Fuera del lugar en que se guarda su memoria, lejos del recinto que aún conserva sus trazas, donde parece que todavía respiramos la atmósfera de las edades que les dieron el ser, las tradiciones pierden su poético misterio, su inexplicable dominio sobre el alma.
De lejos se interroga, se analiza, se duda; allí la fe, como una revelación secreta, ilumina el espíritu y se cree.
Pasada esta primera impresión, poco a poco y a medida que nos familiarizábamos con la oscuridad, fuimos gradualmente distinguiendo las efigies, los altares y los muros de la iglesia.
Como dejamos dicho, nada de particular ofrece el templo en su parte arquitectónica; ni sus proporciones ni sus detalles son suficientes a producir esa sensación de asombro que causan las maravillosas obras, que el mismo arte que elevó por última vez a Santa Leocadia, ha dejado esparcidas por Toledo.
Solo en el exterior de su ábside, que según ya se expresó, se halla cubierto por series de arcos incluidos los unos en los otros, ofrece al artista un estudio del postrer período de las cuatro en que puede dividirse la historia de nuestra arquitectura árabe. Pero en cambio, un mundo de recuerdos a cual más grandiosos e imponentes, se agita y vive en aquellos redimidos lugares; una a una pueden recorrerse allí todas las épocas, seguros de encontrar en alguna de sus páginas de gloria el nombre de la humilde basílica
La primera que se ofrece a los ojos del pensador, es esa edad remota que sirvió de cuna al cristianismo; época fecunda en tiranos y en héroes, en crímenes y en fe. La civilización, que muere envuelta en púrpura y ceñida de flores, tiembla ante la civilización que nace demacrada por la austeridad y vestida del cilicio. Aquella tiene una espada en sus manos; esta un libro de verdades eternas, y el hierro domina, pero la razón convence. He aquí por qué los Césares lanzan sin fruto los rayos de su ira desde lo alto del capitolio, sobre las proscriptas cabezas de los discípulos del Señor; he aquí por qué a sus legiones conquistadoras de la tierra les es imposible vencer a esas miríadas, no de guerreros, sino de ancianos y de vírgenes, que vierten su sangre con una sonrisa de gozo, y mueren sin resistirse confesando su religión y prorrumpiendo en un himno de triunfo. La semilla de la fe germina y crece en el silencio de las catacumbas, en las tinieblas de los calabozos, en el horror de los suplicios, en la ensangrentada arena de los anfiteatros.
La persecución a su vez, toma gigantes proporciones, y presa de un delirio febril corre ardiendo en sed de exterminio, tras un fantasma invisible e hiere el aire con sus golpes inútiles porque cuando logra alcanzar el objeto de su furor, la muerte deja entre sus manos sangrientas con un cadáver la envoltura material del espíritu, que rompe sus ligaduras y sube al cielo desafiando su crueldad con una sonrisa.
En estos días de lucha y de prueba, aparece el santuario de Santa Leocadia, erigido según la más remota tradición, sobre la tumba de la virgen y mártir de este nombre. Las ruinas de un templo gentílico prestan sus sillares para la piadosa construcción, y los cristianos protegidos por las sombras y el silencio de la noche, y evitando las centinelas romanas que vigilan alrededor de los antiguos muros, vienen a orar sobre la tosca cruz de madera del sepulcro, a fortalecerse con el ejemplo de una débil mujer, a recibir la bendición de sus pastores, a darse en fin un adiós, quizás el último, porque ninguno sabe si el nuevo sol iluminará su muerte.
Pero las tribus del norte se extienden sobre la envejecida Europa y a la regeneración espiritual de las ideas, se une la material de las razas. El imperio dobla la frente ante sus vencedores, que después de asolar sus templos y ciudades, no encontrando enemigos que combatir, se sientan sobre las destrozadas ruinas del capitolio, a reposar del ardor y el cansancio de las luchas. El cristianismo entonces, esa idea que marcha silenciosa a través de la desolación y los combates, esa llama de fe que crece y se multiplica de día en día, viene a encontrarlos, y sin sangre, sin violencia, sin horrores, subyuga a aquellos guerreros indómitos, ante quienes las haces romanas se deshicieron como columnas de humo, y dándoles leyes, dándoles religión, dulcifica sus costumbres, enfrena sus pasiones, hace sus leyes, sus monarquías y su sociedad.
Entre los oscuros anales de esa segunda época de la era cristiana, volvemos a encontrar el reducido santuario, obra de los primeros defensores de la fe. Un rey poderoso levanta con mano piadosa la basílica sobre los antiguos restos de la tumba, y el arte que empieza a salir del profundo sueño en que se hallaba sumergido, merced a una tosca imitación de la antigüedad, despliega en él las rudas galas que lo distinguen, agotando los recursos de su imaginación sencilla y ardiente.
Una era brillante de gloria comenzó entonces para el edificio.
La veneración por él, crece; los dones que le hacen, se multiplican, y los privilegios que consigue, se aumentan de cada vez más. Esos concilios famosos, que dan renombre a Toledo, y de los que salen las leyes reformadoras de la Iglesia y del Estado, tienen lugar dentro de sus muros. Aquí resonó la palabra inspirada de aquellos doctos varones, que con su santidad y elocuencia, pusieron un valladar indestructible al poder; y aquí los reyes vinieron a depositar su diadema ante un solemne concurso de prelados y magnates, que, pesando sus razones en la balanza de la justicia, legitimaban su derecho o lanzaban sobre su frente los rayos de la excomunión apostólica.
En este mismo lugar, Ildefonso, el denodado campeón de la Reina de los Cielos, escuchó de boca de Santa Leocadia, que con este fin rompió la losa de su sepulcro, aquellas frases divinas que, fortaleciendo su ánimo, le dieron valor para proseguir constantemente en la ardua empresa que había acometido.
A esta tierra santificada por la tradición, pidieron en fin las lumbreras de la Iglesia, del Trono y de la sabiduría un reducido espacio donde sus huesos reposaran a la sombra de los altares, en tanto que llegaba el eterno día de la resurrección y la gloria.
Mas la estrella de los godos desciende a su ocaso, Witiza y Rodrigo apresuran su caída, y los hijos del Profeta se derraman sobre la Península como un torrente.
Hoy tolerada, mañana perseguida, pero siempre incólume, siempre pura, la religión se transmite de unos en otros durante la dominación sarracena, y prosigue su marcha triunfadora a través de las vejaciones y la esclavitud.
Durante este período, temerosos los cristianos de que la profanación toque con su mano atrevida los venerables restos de la mártir que guardan, huyen con las sagradas reliquias a las desnudas rocas en que Pelayo arrojó el grito de guerra que levantó a Asturias e hizo temblar al árabe.
Pasan los años, y la Cruz vuelve a enclavarse sobre las torres de Tolaitola, los pendones de Alfonso ondean sobre sus muros, un piadoso arzobispo reconstruye la antigua basílica, y el arte muzlímico que desaparece, graba en su ábside uno de sus últimos pensamientos.
Las vicisitudes de las épocas posteriores, afean su hermosura y le arrancan uno a uno sus numerosos privilegios; la santa mártir que guardó, después de largas peregrinaciones, vuelve a la ciudad donde tuvo su cuna, pero no al templo a que dio su nombre; ¿mas podrán arrancarse de la historia de la Iglesia las brillantes páginas que ocupa este santuario, hoy casi olvidado y escondido entre los cipreses que le rodean? No: el viajero, al pasar junto a ti, detendrá su marcha para contemplar los vestigios que diez y siete centurias han amontonado sobre tu cabeza: el cristiano, al traspasar tus umbrales, doblará su rodilla, no pudiendo por menos que sentirse anonadado en presencia de un testigo del nacimiento de las luchas y del triunfo de su fe.
Estas y otras ideas semejantes hervían en nuestra imaginación, cuando nos vinieron a avisar que la noche se adelantaba, y la hora de cerrar la ermita había llegado.
Por última vez recorrimos aquellos muros con una mirada triste, y llenos de un respetuoso silencio y temor, atravesamos el cementerio, cruzamos la estrecha calle de cipreses que conduce a la verja, y nos dirigimos hacia la ciudad.
Las altas y negras agujas de las torres de Toledo, por entre cuyos ajimeces se desprendían algunos rayos de luz, se destacaban sobre los flotantes grupos de nubes amarillentas, como una legión de fantasmas que, desde lo alto de las siete colinas dominaban la llanura con sus ojos de fuego.
II. [VIDA Y MARTIRIO DE SANTA LEOCADIA]
Corría el IV siglo de la Era Cristiana; una gran parte del mundo gemía aún bajo el dominio de los césares, y la fecunda simiente que los apóstoles sembraron y los mártires humedecieron con su sangre comenzaba a florecer, cuando a instigación de los falsos intérpretes de la voluntad de sus ídolos, y creyéndola una medida política, conveniente en aquellas circunstancias, los emperadores Diocleciano y Maximiano movieron una terrible persecución a la Iglesia.
Esta, que fue la décima y última de las pruebas con que el cielo quiso, como Gedeón en las orillas del río, separar los fuertes de los débiles; distinguiose entre todas las que le antecedieron, tanto por su duración, como por su crueldad inconcebible.
En los edictos publicados al efecto, y entre otras muchas medidas a cual más vejatorias y rigurosas, se encontraban las siguientes:
«Los altares y templos dedicados al culto de la nueva religión deberían ser echados por tierra, siendo así mismo demolidas y arrancadas las cruces o memorias sepulcrales que señalaban el lugar donde yacían sepultados los restos de los mártires».
«Los pergaminos y libros en que se guardaban las tradiciones y preceptos religiosos, juntos con los ornamentos y vasos sagrados que se usaban en las ceremonias se arrojarían al fuego por mano de los lictores».
«Los cristianos, perteneciesen a cualquiera clase, condición, edad o sexo, serían considerados como infames, y por lo tanto indignos de aspirar a los puestos de la milicia o la república, inhábiles para toda especie de cargos u honras, desposeídos de toda clase de privilegios y derechos, y fuera de la protección de las leyes».«Por último se mandaba fuesen castigados con todo género de suplicios, hasta darles la muerte, los pastores y presidentes de las iglesias; aquellos que con su ejemplo o influencias contribuyesen a aumentar el número de neófitos; los que diesen a estos acogida en sus casas o les suministrasen el sacramento del bautismo, como igualmente a los que prestaran socorro a los prisioneros o diesen culto y sepultura a los despojos de los mártires».
La fama de esta terrible persecución, que tuvo su principio en Roma e hirió la primera la frente del pontífice Cayo, extendiose con increíble rapidez por todos los países sujetos al dominio de los césares. El temor se apoderó del ánimo de los débiles y el entusiasmo del espíritu de los valerosos.
Los pastores de las iglesias, semejantes a los marinos que presienten la tempestad, comenzaron a aparejarse para la borrasca y a disponer a sus discípulos para la lucha, ya encendiendo con fervorosas exhortaciones la fe de las almas ya desarrollando con rudas y difíciles penitencias la infatigable constancia de los cuerpos.
En los lugares más escondidos, en el fondo de sus hogares, entre las sombras de los subterráneos, en cuantos puntos les era posible, veíanse a los fieles reunirse en el silencio de la noche, para deliberar acerca de la salvación de su fe o para fortalecerse y aprestarse a la pelea. En los templos a todas horas ardía la lámpara de la oración; en las asambleas a todas horas se recitaban los gloriosos martirios de los confesores y las vírgenes, cuyas reliquias mostraban a los neófitos, exhortando a aquellos cuyo valor no pudiera ser bastante a arrostrar los suplicios, a que se ocultasen a vista de los verdugos para no debilitar la fe con el ejemplo de una apostasía. «El Señor, dijeron, no quiere otros mártires que los que él ha escogido y ha dotado con las prendas necesarias para arrostrar los halagos y los suplicios, las seducciones y la muerte».
Dada la señal por la metrópoli, como se esperaba, la persecución no tardó mucho en extenderse por todo el imperio.
Entonces se trabó esa lucha memorable en las sangrientas y gloriosas páginas de nuestra religión. Roma se armó de la espada y la Iglesia esperó tranquila sus golpes cruzados los brazos sobre el pecho e inclinada la frente. Al violento empuje de la una, la otra solo opuso esa fuerza de repulsión incalculable de la inercia, respondiendo a las injurias con el silencio; al torrente de brillantes argumentaciones de la falsa filosofía, con la desnuda, concisa y concluyente fórmula de la fe del Crucificado; a los crueles dolores de los suplicios, con la impasible y estoica serenidad de la resignación.
Los sacerdotes paganos se cansaban de argumentar y los verdugos de herir a aquellas legiones de mártires que solo decían, creo en mi Dios y no me arredra la muerte.
Roma dudó un instante de su omnímodo poder al verse humillada por un puñado de héroes, oscuros discípulos y propagadores de las doctrinas de un nazareno que expiró en el más afrentoso de los patíbulos. Por segunda vez publicáronse edictos más crueles si era posible.
Algunos hombres, que por su proverbial dureza e intolerancia parecieron lo más a propósito para llevar a cabo esta obra de exterminio, fueron los encargados de marchar en persona y con este fin, a los puntos designados por los jefes del imperio como más peligrosos por el número de campeones que en ellos tenía la fe de nuestros padres.
A Daciano tocó la España, en la que entró por los Pirineos después de haber recorrido las Galias dictando las medidas que creyó más eficaces para atajar los progresos del cristianismo.
Los desastrosos efectos de su presencia en la Península no tardaron en sentirse.
Los edictos tornaron a aplicarse en toda su fuerza; los templos que aún permanecían de pie fueron entregados a las llamas, y entre las muchas víctimas de su crueldad, los ilustres mártires Félix, Cucufate, Eulalia, Engracia, Vicencio, Justo y Pastor, señalaron con su sangre el camino del nuevo presidente de la España, el cual, después de recorrer algunos otros puntos, se dirigió a Toledo, ciudad conocida entonces como una de las que abrigaban más prosélitos de la nueva religión.
Por este tiempo vivía en la noble ciudad, de la que más adelante debiera ser patrona, una doncella hermosa y de progenie ilustre, llamada Leocadia.
Una religión esencialmente espiritual; una religión, que ennobleciendo al hombre, le mostraba que una parte divina de él no debería morir nunca; que abriendo un ancho porvenir a la esperanza, le daba aliento, mostrándole más allá de la tumba una nueva vida, más perfecta que la material y dolorosa que arrastramos; que desarrollando los sentimientos generosos, apoyaba al débil contra el fuerte, predicando una perfecta igualdad ante los ojos del Hacedor, no podía menos de hallar el mayor número de sus creyentes entre los jóvenes y los ancianos.
Estos últimos, ya cerca de los límites de su existencia, después de haber tocado y analizado cuanto les rodeaba, habían visto disiparse como el humo sus quiméricas ilusiones; el esqueleto material de las cosas se alzaba a sus ojos frío y descarnado; y su esperanza, esa secreta voz de inmortalidad que habla eternamente en el fondo de nuestro ser, marchaba entre tinieblas irresoluta y sin encontrar una mano amiga que le guiase a través de la oscuridad. Sus últimos pensamientos, esos pensamientos de hastío y desengaño no podían posarse ya sobre la tierra, y al ver brillar lejos, muy lejos, más allá del sepulcro, sobre el que tenían la planta, la brillante luz de la fe, creían y esperaban en esa edad en que solo así puede creerse y esperarse. Aquellos otros, cuya inteligencia al despertar tendía sus miradas sobre los decrépitos vestigios de una civilización corrompida y moribunda, que no encontraban en sus creencias materiales un eco que respondiese a ese misterioso anhelo por lo espiritual que hierve en las imaginaciones juveniles; cuyas ideas generosas, no maleficiadas aún por el egoísmo y las supersticiones groseras, se hallaban dispuestas a comprender esas eternas máximas de verdad que se desprenden de la lectura del Evangelio; que capaces aún del entusiasmo, corrían allí donde encontraban peligros que arrostrar, donde hallaban un débil que proteger, aplicaron ansiosos sus labios sedientos de fe y de verdad, a los ricos manantiales de la religión que nacía virgen y en una armonía perfecta con las nuevas necesidades de sus inquietos espíritus.
De este número fue Leocadia. Dotada de un talento nada común y de una imaginación ardiente, apenas su razón pudo darse a sí misma cuenta del mundo que a su alrededor se agitaba, de la sociedad en cuya corrupta atmósfera vivía, cuando se apoderó de ella un sentimiento de repugnancia inexplicable hacia las groseras y ya estúpidas fórmulas de la idolatría. En lucha eterna esa misteriosa aspiración hacia lo infinito de su alma, que aún hacía violentos esfuerzos por mantener su dominio sobre las inteligencias, su mente inquieta ofrecía la imagen de un caos en que se agitaban, confundiéndose, la verdad que presentía y los errores que la cegaban, asemejándose a un mar de nieblas surcado por relámpagos de fuego. El germen de la verdad y del heroísmo estaban allí, desarrollándose y pugnando por romper la roca calcárea que la oprimía, impidiéndola aparecer y extender a los rayos del sol de la fe sus ramas gigantescas. Entre las brillantes flores de su corona de pagana se veían asomar las punzantes espinas de la corona de mártir.
Mas un día la palabra del Señor resonó en su oído como una melodía suave, que su alma había comenzado sin poderla concluir, y que aquellas ideas completaban: la revelación, semejante a una luz clarísima brilló de improviso en el fondo de su mente, iluminando sus pensamientos, antes vagos y confundidos entre el crepúsculo, precursor de aquella aurora que se elevaba radiante.
A medida que se desarrollaba a sus ojos el inmenso porvenir de gloria y de luchas que el cristianismo ofrecía a sus prosélitos, su fogosa imaginación se exaltaba más y más, como el corcel que golpea impaciente la tierra con su casco, ardiendo en deseos de lanzarse al escape a través de la llanura que se dilata a su vista.
La Oración, con sus alas de nieve, que pone en contacto al cielo con la tierra; la Caridad, con sus piadosas lágrimas en la mejilla, que iguala a la criatura con los serafines; el Martirio, con su corona de espinas y su bautismo de sangre que conduce al hombre sobre las huellas que dejó su Dios en el mundo; todos esos goces espirituales del amor divino; todas esas esperanzas sin límites de la fe, que forman el brillante cortejo de nuestra sagrada religión, mostraron sus encantos a la doncella. A partir de este instante, Toledo tuvo una cristiana más, y la falsa superstición una adoradora menos. Las aguas del bautismo purificaron aquella alma cándida y pura de por sí a la que el envenenado hábito de la idolatría pudo apenas empeñar con sus dudas, y la noble virgen entró en el seno de la nueva Iglesia.
En este punto, Daciano llegó a la ciudad que había de ser teatro de las glorias de Leocadia. Como en todos los lugares por donde había pasado, las nuevas y diligentes pesquisas de los sacerdotes de los ídolos, la ruina de los templos, la sangre y la desolación anunciaron en Toledo la presencia del implacable juez, ministro de la cólera de los emperadores.
La hora de la lucha había sonado; la tierna joven, en vez de arredrarse al aspecto de los verdugos que afilaban sus espadas, encendían las hogueras y embravecían con el hambre la ferocidad de los tigres y leones del circo, cobró nuevo aliento, y pareciéndole sentir en su frente la huella del sello con que de antemano el Señor marcara a los escogidos, se dispuso a aliviar y fortalecer a sus hermanos, en tanto que llegaba su día de triunfo y de muerte.
En los subterráneos a que se refugiaban los unos; en las cárceles, donde los otros yacían exánimes bajo el peso de las cadenas y los malos tratamientos; en los lugares más apartados, a donde arrojaban los sangrientos despojos de las víctimas; durante el día, envuelta en las sombras de la noche, arrostrando los peligros, despreciando las amenazas, se la vio consoladora como una brisa nocturna que templa el fuego de la fiebre, multiplicarse y correr a donde alguno sufría, a donde alguno vacilaba. Sus joyas, su sueño, su vida, en fin, pertenecieron en aquellos momentos a la causa que había abrazado. Los socorros caían de sus manos como esa lluvia bendita que reanima las flores antes que el sol aparezca; sus consuelos y exhortaciones brotaban de su boca como un río de miel y de perfumes, que alentando a los más débiles, daba fe y valor a los más encorvados bajo el peso de los dolores.
Los cristianos creían ver en Leocadia un ángel que descendiendo de las alturas, se había despojado de sus alas para vivir entre ellos y consolarlos y fortalecerlos en los días de prueba, esperando solo el fin de la persecución para remontarse de nuevo al cielo de donde había venido.
La fama del heroísmo y las virtudes de la virgen no tardó mucho en llegar a oídos de Daciano, el que, noticioso de su tierna edad y noble cuna, intentó desviarla de la senda que seguía por medio de exhortaciones y de promesas brillantes.
Mandó a este efecto que la trajesen a su presencia: Leocadia que conocía ser llegado el instante de poner un glorioso sello a su sombra de abnegación, apresurose a obedecer las órdenes del terrible juez. Vanas fueron las persuasiones y las deslumbradoras ofertas de este, inútiles sus amenazas y su cólera, la doncella firme en sus propósitos y en su fe, rechazó con dignidad las primeras, despreciando con una sonrisa las segundas.
En su primer arrebato de ira, el nuevo presidente quiso entregarla en manos de sus verdugos, pero después, conociendo que en aquellos momentos de exaltación arrostraría la muerte con esa calma impasible y desesperadora, que más de una vez le arrancaron sordos gritos de despecho al presenciar el sacrificio de sus víctimas, varió de designio mandándola conducir a uno de los más oscuros calabozos de sus cárceles.
Esperaba sin duda que la soledad y el silencio doblegarían aquella voluntad, firme en un instante de arrebato, pero que no podría resistir a las lentas agonías de una prisión.
En efecto, al mártir que marcha al suplicio, rodeado de la muchedumbre, que clava en él sus ansiosas miradas, y entre la que distingue a sus hermanos que le alientan con sus oraciones y sus votos; que ve el cielo, a que se va a elevar, extenderse radiante y azul sobre su frente, que dora el sol con uno de sus rayos; que enardecido a la vista de sus verdugos que aguardan un instante de cobardía para cantar la victoria, se siente presa de un entusiasmo religioso, que el ejemplo de sus compañeros, contribuye a aumentar, a ese le basta un corazón grande, un ánimo varonil, sostenido por la fe de sus creencias, para arrostrar una muerte que más bien es un triunfo.
Pero aherrojad un alma joven en el fondo de un calabozo; un alma, cuya vida es el movimiento, cuyas fuerzas renacen en la lucha, y se enervan en la quietud, cuya exaltación necesita para sostenerse, rodearse de una atmósfera de entusiasmo, y la veréis languidecer, marchitarse, perder una a una sus más altas prendas, su energía y su constancia, si una mano invisible y poderosa, no la sostiene, si una voz secreta y divina no le dice al oído en sus eternas noches de insomnio y de silencio: «Valor, yo estoy contigo».
Al escuchar la orden del tirano, recorrió Leocadia con el pensamiento, el espantoso cuadro del martirio que le esperaba, no pudiendo por menos de estremecerse. Ella solo había reunido valor para morir, y morir no es tan difícil.
Conducida al subterráneo calabozo, de donde un presentimiento le anunciaba que solo la muerte tendría el suficiente poder para arrancarla, comenzó en su espíritu esa lucha de todas las horas, de todos los instantes, de que al fin debiera salir victoriosa.
Envuelta en las heladas tinieblas de una noche sin término, sin que un fugitivo rayo de sol viniese a dorar por un instante el suelo húmedo de aquella cárcel horrible, sin que una voz humana resonara en su oído, o una pasajera brisa refrescara su frente y sus labios, secos por la fiebre, hija de aquella atmósfera corrupta que pesaba sobre el pecho como la losa de mármol de un sepulcro, su existencia se arrastraba miserable y casi imposible de concebir, si un poder superior no le prestara ayuda. Efectivamente, el cielo con mano firme sostuvo el valor de su alma, de la parte inmaterial que en ella luchaba aún, manteniéndose firme contra el desaliento y la desesperación; pero a su cuerpo, a su organismo, a esa parte de la criatura, sujeta a todas las miserias y debilidades de una naturaleza terrestre, le era imposible resistir más, y presa de agudos dolores, desfallecida bajo el peso de los hierros que la agobiaban, se la vio sucumbir de día en día, hallándose cada vez más impotente para sujetar entre sus ligaduras aquel espíritu que pugnaba por romperlas y remontarse al cielo.
De cuando en cuando turbaban el eterno silencio de su prisión un sordo ruido de cadenas que se removían, de pasos que se adelantaban y de voces que de cada vez se hacían más perceptibles; la ferrada puerta de su calabozo dejaba penetrar un rayo de luz rojiza que, luchando con las espesas tinieblas de aquel recinto, arrojaba una dudosa claridad sobre los muros, y aparecía en el dintel, rodeado de sus guerreros, uno de los servidores de Daciano.
La luz, el aire, las flores, las aguas, el cielo, el amor con sus horas de éxtasis, la vanidad con sus momentos de triunfo, las galas, las joyas, el movimiento, la vida en fin, la vida, que tanto se ama cuando se es joven, y se la siente huir de entre nuestras manos, todo esto venía a pasar como una visión tentadora y ardiente ante los ojos de Leocadia, todo esto le ofrecían sus verdugos pintándole los vanos goces de la tierra con palabras de fuego, que caían como gotas de plomo derretido en un corazón que de todo estaba privado.
Una triste sonrisa de resignación, y algunas cortas palabras, que ponían de manifiesto la firmeza de su propósito, era toda la respuesta que alcanzaban sus jueces.
Entonces la luz vacilaba y huía, las robustas puertas rechinaban sobre sus goznes, los pasos y el ruido se comenzaban a alejar poco a poco e iban debilitándose y perdiéndose, hasta que se borraban por completo, tornando a emprender las horas su lento curso entre las tinieblas, la inacción y el silencio fúnebre de aquella tumba de los vivos.
Así trascurrió el tiempo, hasta que al cabo llegó un día en que al abrir las puertas de su calabozo, los verdugos pudieron contemplar, al lúgubre resplandor de sus antorchas, un cadáver: era el de Leocadia, que a pesar de los grillos, los guerreros y los espesos muros que la guardaban, había roto sus prisiones remontándose hasta el trono de su Dios, para recibir la debida recompensa de sus padecimientos y su constancia invencible.
La triste nueva de la muerte de la virgen difundiose con rapidez por toda la ciudad y los cristianos, que hasta entonces encontraron en la mártir una protectora, apresuráronse a recoger sus despojos, arrojados según costumbre a un lugar indigno de tan preciadas reliquias.
En la vega y al pie de los ruinosos vestigios de un templo pagano fue el lugar en que depositaron el cadáver. Las sombras de la noche prestaron ocasión y el próximo edificio piedras para levantar sobre el sitio en que reposaba una sencilla tumba suficiente a conservar la memoria de la ilustre virgen a la par que simulada lo bastante para no atraer sobre sus restos la cólera de sus encarnizados enemigos.
La persecución, que de cada vez se hacía más sangrienta, no permitió por entonces que los cristianos diesen más pública muestra de la veneración en que tenían la memoria de la santa. La tradición tan sola, trasmitiendo de unos en otros la fama de sus virtudes y su martirio, quedó encargada de conservar su recuerdo mientras no brillaban días más apacibles para la Iglesia entonces combatida por tan poderosos enemigos.
Al fin un rayo de esperanza, tal vez precursor de la paz de Constantino, penetró en el pecho de los fieles.
Diocleciano hastiado del poder abdica el imperio; Maximiano le imita, Constancio y Galeno le suceden y el primero de estos nuevos césares, revocando en parte los edictos de sus antecesores en lo que atañía a la persecución de la fe, hizo más llevadera la suerte de sus prosélitos.
Dúdase si en este tiempo de treguas y de esperanza, se edificó por primera vez el templo de la santa mártir o si su fundación se debe a una época más posterior. Entre estas dos diferentes opiniones nosotros nos inclinamos a admitir la última, pues la corta duración de este período de tranquilidad le hace más valedera
En efecto la inesperada muerte de Constancio, que solo tuvo durante un año las riendas del imperio, abrió camino a la ambición de Majencio y concluyó con la paz de la Iglesia a la que este, después de proclamarse emperador en Roma, tornó a perseguir con tanta o más crueldad que los que en esta sanguinaria empresa le habían precedido.
Pero la hora del triunfo se acercaba para los cristianos y el pueblo de Roma, que cansado de la tiranía del nuevo césar, llamó contra él a Constantino, apresuró su llegada. Este, a quien el pueblo romano encomendaba su salvación y el cielo debía a la vez hacer instrumento de su venganza y su gloria, partió al punto de las Galias, en donde por aquella razón residía, con intentos de combatir a su enemigo.
Tan grande era la empresa encomendada a su valor, y las dificultades que a su feliz término parecían oponerse de tal magnitud, que acaso hubiera desistido de su propósito si una revelación divina no hubiera fortalecido su ánimo con la promesa de la victoria. Y así fue: colocada la cruz sobre las águilas del Lábaro, las legiones que la siguieron en la pelea alcanzaron sobre Majencio un triunfo señaladísimo a vista de los muros de la ciudad eterna.
Dueño Constantino de Roma proclamose emperador, y abrazando la religión cristiana, en nombre de cuyo Dios había salido victorioso, mandó revocar de un todo los edictos que existían contra los defensores de la fe, reedificó gran parte de sus templos, y alentó el celo de los pastores de las iglesias para que hiciesen nuevos neófitos, aumentando así de día en día el número de los cristianos.
En este punto es en el que, según las más autorizadas opiniones, se erigió el primitivo templo de Santa Leocadia.
Este, que tuvo su asiento en el mismo lugar en que se halla el que hoy conocemos con igual nombre, parece fue edificado con los restos del antiguo edificio romano a cuya sombra se encontraba la tumba de la santa. Su traza y proporciones debieron ser reducidas, pues ni la iglesia, que acababa de salir de una terrible persecución, se hallaba aún en el grado de esplendor en que la veremos más tarde, ni los cristianos, que rehusaban dar a sus templos la forma de los del paganismo, poseían aún una arquitectura propia.
A partir de la primitiva fundación de la basílica, hasta que más adelante fue reedificada por Sisebuto, la historia no ofrece dato alguno por medio del cual pueda afirmarse cuál fue su suerte durante este largo período de años. Tal vez la escasa importancia que aún tenía, o la oscuridad que en las noticias de estos tiempos se encuentra, son la causa de este silencio.
Puédese sin embargo conjeturar, y con bastante fundamento, que destruido el imperio romano por la asoladora invasión de las tribus del norte, y presa España de los diferentes dueños que tan encarnizadamente se la disputaron hasta que los godos consiguieron la victoria, Santa Leocadia, como tantos otros edificios, o pereció entre las llamas, o abandonado a las injurias de los años y del olvido fue arruinándose y desapareciendo poco a poco. Esta falta de noticias sin duda es la que ha dado lugar a las diversas opiniones, que acerca de este punto de la historia de la basílica, encontramos en los diferentes autores que al efecto hemos consultado. Unos, y entre ellos Mariana, o hablan vagamente de la edificación de este templo, o dejan colegir de las palabras con que se expresan, que Sisebuto lo levantó por primera vez. Véase pues, lo que el historiador que acabamos de citar dice a propósito de este asunto.
«En la vega de Toledo junto a la ribera del Tajo hay un templo de Santa Leocadia muy viejo y que amenaza ruina; dícese vulgarmente, y así se entiende, que le edificó Sisebuto; de labor muy prima y muy costosa. El arzobispo D. Rodrigo testifica que Sisebuto edificó en Toledo un templo con advocación de Santa Leocadia; la fábrica que hoy se ve no es la que hizo Sisebuto».
Otros, por el contrario, afirman que decoró, ensanchó y reconstruyó de nuevo el que de tiempos antiguos existía. Nosotros nos decidimos por estos últimos, apoyándonos para creerlo así, no solo en la tradición, que de este modo lo testifica, sino en la consecuencia natural de los hechos; pues se deja inferir de los grandes trastornos que sufrió nuestra península en aquellas épocas, que a no haber un monumento material que la conservara la memoria del lugar en que yacían los restos de la santa mártir, hubiera desaparecido.
Queda sin embargo, fuera de toda duda, que este hecho tuvo lugar corriendo la era de DCLVI durante el reinado de Sisebuto y a tiempo que ocupaba la sede de la iglesia de Toledo San Eladio, a cuya persuasión creen algunos que llevó el rey a términos tan piadosa obra.
Ya levantada la basílica, con la suntuosidad de que las artes en aquella época eran susceptibles, y en la forma de que más adelante y al ocuparnos de la descripción arquitectónica de la fábrica hoy existente trataremos de emitir alguna idea, comenzó para este templo el período de más esplendor de que ha gozado. Su nombre, que ya hemos visto aparecer durante las luchas del cristianismo, se une aquí tan íntimamente a los anales de nuestra iglesia y de nuestra monarquía, que será necesario, para proseguir la relación de su historia, recorrer alguna de la más importantes páginas de las reformas de estos dos poderes, debidas en gran parte a los numerosos concilios que tuvieron lugar en Toledo.
Uno de los más famosos entre estos, y el cuarto en el orden generalmente admitido, fue el primero que se celebró en Santa Leocadia, dando a ello ocasión los sucesos, que aunque ligeramente, no podemos pasar sin referir en este artículo.
Muerto Recaredo, sucesor e hijo de Sisebuto, a los tres meses de poseer la corona, subió al trono, merced al voto de los grandes, Suintila, persona de aventajado valor y conocimientos en las artes de la guerra, pero que después de haber restablecido la paz en sus estados y héchose temer de sus enemigos, cayó en el odio de sus vasallos por haber convertido el poder en instrumento de sus vergonzosas pasiones.
El descontento del pueblo y de algunos de los nobles, a quienes los desmanes del monarca tenían ofendidos, fueron gran parte sin duda a que Sisenando hiciese blanco de sus ambiciosos proyectos la corona de Suintila.
Era Sisenando uno de los más poderosos entre los magnates, lo cual, reunido a la fama de esforzado que había sabido conquistarse en las últimas guerras, facilitaban hasta cierto punto su arriesgada tentativa de usurpación. No obstante las probabilidades de buen éxito, que así su influencia como el general descontento de los vasallos del aborrecido Suintila le ofrecían, pidió ayuda para asegurar de un todo su golpe a Dogoberto rey de Francia, merced a los socorros del cual alentáronse los irresolutos y tomando las armas no las depusieron hasta haber conseguido su fin. Suintila fue despojado del trono y al par que su esposa y su hijo Rechimiro, con quien poco antes dividiera el poder, arrojado vergonzosamente de su reino.
Dueño ya Sisenando de la corona, su primer cuidado fue el asegurarla sobre sus sienes, dando cierto color de legalidad a la empresa a que de por sí se había arrojado. Con este objeto, y con el de quitar toda base de esperanza a sus enemigos, que a pesar de todo los tenía en gran número, determinó ampararse del brazo eclesiástico, con la cooperación del cual y reuniendo una numerosa junta de prelados y próceres podía aun legitimar su posesión del trono, pues el derecho hereditario no se conocía aún como ley fundamental, aunque en algunas ocasiones pasara el cetro del padre al hijo.
Hízolo así, y según la opinión más conteste de los autores que tratan de esta materia, tuvo lugar el concilio en Santa Leocadia y el día 15 de Diciembre del año de 633. Hay no obstante escritores que suponen este hecho como ocurrido un año más tarde, esto es, en el de 634. Nosotros, como dejamos advertido más arriba, apoyamos la opinión más autorizada a nuestro entender.
Reunida que estuvo la asamblea, una de las más numerosas y respetables de aquellos tiempos, por haber tenido en ella el primer lugar san Isidoro, presentose el rey en ella con grande ceremonia y arrodillándose, con lágrimas en los ojos y muestras de humildad, rogó a los padres que a aquel solemne acto se hallaban presentes, intercedieran con Dios por medio de sus oraciones, para que iluminase sus espíritus y pudiesen remediar con sabiduría, así la disciplina de la Iglesia, como las cosas del estado y las costumbres públicas, relajadas merced a las continuas revueltas políticas.
Pusieron por obra los deseos del rey, y pasando a tratar de los asuntos para que se habían reunido, convinieron entre sí y publicaron decretos importantes; entre ellos, los que concernían a manera de suceder en el trono y de celebrar los concilios provinciales.
He aquí los principales puntos que se trataron y lo que acerca de ellos se acordó, conforme a la opinión más autorizada.
Dispúsose en primer lugar la celebración de concilios provinciales, los que deberían tener efecto cada un año.
Acordose asimismo la forma en que estos habían de celebrarse, mandando que al tomar asiento los padres asistentes a las juntas, guardaran el orden de antigüedad, teniendo en cuenta para esta ceremonia las épocas de sus consagraciones. Esta misma regla y orden debería seguirse para la emisión de los votos.
Con su voluntad, y a sus instancias, podrían admitirse en los concilios y formar parte de ellos, así para evitar como para autorizarlos con su firma, a los grandes, que ya por asistir cerca de la persona del rey o desempeñar altos cargos en la república, pareciese oportuno conferir esta honra.
A estos concilios solo deberían hallarse presentes aquellos a quienes competiese el asistir, y de ningún modo las personas extrañas a las altas cuestiones que en ellos se examinarían.
A este fin se mandó que las puertas del templo en que hubiera de tener lugar la junta, se cerraran muy de mañana, dejando tan solo una abierta, mas con sus guardas correspondientes que no permitirían el ingreso sino a los padres y a los próceres designados con antelación.
En las cuestiones que hubieran de dilucidarse, propondría los puntos de más importancia el metropolitano.
Las causas particulares y los asuntos de menor interés serían propuestos por el arcediano.
Esto es en resumen lo que acerca de la celebración de concilios provinciales, se dispuso en lo que pudiéramos llamar primera parte de los trabajos de esta asamblea, la cual, después de haber tratado en lugar preeminente cuestión de tan alto interés para la disciplina eclesiástica, pasó a dilucidar y resolver otros puntos de la misma disciplina, ordenando sus decretos en la forma siguiente:
Dispúsose, que para el uso de los sacerdotes y la absoluta regularización de las ceremonias de la Iglesia, hubiese en toda España un misal y un breviario; la formación del cual quedó encomendada a san Isidoro, Arzobispo de Sevilla, varón insigne por sus virtudes y sus luces, y que como dejamos expresado ocupó el primer lugar en este concilio. De aquí según opinión autorizada, proviene el atribuir comúnmente a san Isidoro el misal y breviario de los muzárabes, aunque san Leandro compuso muchas cosas de él, y con el tiempo se le añadieron otras más.
Dispúsose también, que antes de tener efecto la fiesta de la Epifanía, se acordara en qué día de aquel año debiera celebrarse la Pascua, que aún no tenía lugar fijo entre las conmemoraciones de la Iglesia; dejando al cuidado de los metropolitanos el dar por medio de sus cartas, aviso oportuno de la decisión a las iglesias de sus provincias.
El Apocalipsis de San Juan, se mandó fuese contado de entonces para en adelante entre el número de los libros canónicos.
A las iglesias de Galicia, que diferían en la bendición del cirio pascual, y en algunas otras ceremonias y oraciones, del resto de las iglesias de España, se les ordenó siguiesen el uso constantemente admitido por estas últimas, conformándose en un todo a sus ritos, ceremonias y costumbres.
Para atajar los frecuentes abusos, que en punto a las ordenaciones solían ocurrir, y muy en particular durante el último reinado, prohibiose de la manera más absoluta el ordenar de obispos o presbíteros a las personas que, cuando menos, no tuviesen treinta años de edad; debiendo reunir además de esta circunstancia la de merecer la aprobación pública por sus costumbres ejemplares.
Prohibiose asimismo a los clérigos el persistir en la costumbre, muy generalizada en aquella época, de cortarse el cabello solo en lo más alto de la cabeza. Según lo que se acordó sobre este particular, debían afeitársela en su mayor parte, pero de modo que los cabellos formaran una corona a su alrededor.
Propuestas y acordadas las decisiones sobre las materias que dejamos apuntadas, ligeramente, por no permitir mayor ampliación el carácter de nuestra obra, se ocuparon los padres del concilio de un asunto entonces de gran interés, por la confusión en que se encontraban las pocas leyes al efecto expedidas, y la inconveniencia y contrariedad de casi todas estas. Hacemos alusión al estado del pueblo hebreo, que en verdad no podía ser más miserable. Compelidos los judíos por Sisebuto a abandonar la patria en que nacieron o la religión que profesaban, unos abrazaron nuestra fe, mientras los otros escondieron sus riquezas, causa primordial de sus persecuciones, y se refugiaron en lugares escondidos o en países remotos.
Sin embargo, los que permanecieron en la Península, así los recién convertidos como los pertinaces en su antigua religión, sufrían toda clase de vejaciones, ya de parte del pueblo que los odiaba, ya de la de los magnates codiciosos de sus fortunas. Para remediar en lo posible estos daños y poner de una vez coto a semejantes demasías, los padres presentes a esta junta animados de un celo humanitario, digno del mayor encomio, y muy particularmente en aquella época, acordaron el ordenar algunos decretos, que con la fuerza de leyes, para de allí en adelante pusiesen en seguridad los bienes y las personas de los israelitas. Mas, para que éstos en ningún modo se ensoberbecieran y aspirasen por medio de su oro a gozar de todas las preeminencias y derechos concedidos a los fieles, redactáronse en la misma ocasión otros decretos que señalaban el término de sus facultades y de sus relaciones para con los cristianos. Entre todos ellos, en que minuciosamente se ocuparon de las uniones de las razas, de la servidumbre y de la mayor o menor publicidad de sus actos religiosos, los más notables son sin duda los que a continuación se expresan:
En primer lugar se vedó expresamente el que se atacase por medios violentos a las personas o las propiedades de los judíos, a no existir causa legal y justificada.
Prohibiose también el forzarlos a abrazar la religión cristiana, fuesen los que quisieren los medios que para conseguir este resultado se pusieran por obra, ya directos, ya indirectos. La persuasión y las exhortaciones debían quedar tan solo corno armas poderosas para convertirlos.
Los que a instigación del rey Sisebuto recibieron las aguas del bautismo, dispúsose que permaneciesen en la fe que habían profesado.
Finalmente, los judíos, y los que de ellos descendiesen, no podrían ocupar, según el último de estos capítulos, cargos públicos, magisterio o puestos de consideración en la milicia,
La postrer materia de que se trató en este concilio, uno de los que más copia de decretos ordenaron y dispusieron, fue la relativa a la ocupación del trono por Sisenando, y al anatema que después de examinar sus acciones debía lanzarse sobre la frente de Suintila. En efecto, para poner en claro estos puntos y levantar un valladar entre la impaciente ambición de los magnates y el trono, se dispuso:
Que ninguno pudiera ceñirse la corona y ejercer la autoridad real a no ser elegido por el voto de los grandes y prelados.
Que el juramento de fidelidad hecho al rey no se quebrantase por ningún término ni modo.
Que los reyes no abusasen del poder que se les había conferido para concurrir al bienestar y la felicidad de sus pueblos, convirtiéndolo en instrumento de sus pasiones o su ambición, y por lo tanto haciéndose en vez de padre, tirano de los suyos.
Que a Suintila se le considerase como indigno de ocupar el trono; y sobre él, sobre su esposa, sus hijos y su hermano se lanzase la excomunión apostólica, en pena de las demasías que cometieron y males de que fueron causa durante su reinado.
Con estas últimas disposiciones dio fin a sus tareas el IV concilio toledano, famoso, como ya hemos dicho, tanto por el número de padres ilustres que lo compusieron, como por la gravedad de las cuestiones que se trataron en él.
Firmaron las actas y decretales sesenta y dos obispos y siete vicarios en nombre de igual número de dignidades ausentes.
Los metropolitanos, que fueron seis, firmaron en este orden.
En primer lugar: Isidoro, arzobispo de Sevilla. En segundo: Selva, arzobispo de Narbona. En tercero: Stéfano, arzobispo de Mérida. En cuarto: Justo, arzobispo de Toledo. En quinto: Juliano, arzobispo de Braga. En sexto: Audax, arzobispo de Tarragona.
El padre Mariana, al ocuparse, entre otros, de este concilio, emite una idea de la que, aunque no la hallamos autorizada por completo, por venir de parte de persona tan docta e inteligente en materias eclesiásticas, haremos mención en este artículo.
He aquí la idea a que hacemos referencia, y las palabras con que en su Historia general de España la emite:
«Personas eruditas y diligentes son de parecer que el libro de las leyes góticas, llamado vulgarmente el Fuero Juzgo, se publicó en este Concilio de Toledo, y que su autor principal fue S. Isidoro: concuerdan muchos códices antiguos destas leyes que tienen al principio escrito como en el Concilio Toledano IV, que fue este, se ordenaron y publicaron aquellas leyes. Otros pretenden que Égica, uno de los postreros reyes godos, hizo esta diligencia. Muévense a sentir esto por las muchas leyes que hay en aquel volumen de los reyes que adelante vinieron y reinaron. Puede ser, y es muy probable, que al principio aquel libro fue pequeño, después con el tiempo se le añadieron las leyes de los otros reyes conforme se iban haciendo».
Nosotros, no obstante, no hemos encontrado ni en Loaísa, ni en otros autores que de exprofeso hemos consultado, y que, como el que acabamos de citar, tratan por extenso de lo ocurrido en los concilios españoles, noticia alguna que confirme esta opinión. Pacheco, en su introducción al Fuero Juzgo, explica de una manera satisfactoria el origen de este error, el cual atribuye a descuido de los copistas, equivocados sin duda, por la circunstancia particular de ser la primera ley de este antiguo código la misma que sirve de cabeza a las del IV Concilio Toledano.
A la muerte de Sisenando, que acaeció andando algún tiempo después de haber tenido efecto este concilio, reuniéronse, según en él se había dispuesto, los prelados y los grandes para elegir sucesor a la corona. Chintila fue el que por la mayoría de los votos salió elegido rey. Apenas este tomó las riendas del gobierno cuando dispuso la celebración de un nuevo concilio, sin duda con la idea de que los padres confirmaran su elección y dispusieran leyes que le ayudasen a conservar la corona sobre su cabeza.
Esta asamblea, que tuvo lugar, como la anterior, en la basílica de Santa Leocadia y en el año de 636, primero del reinado de Chintila según la opinión conteste de los historiadores, fue la quinta en el orden de los concilios toledanos.
Reunidos que estuvieron los padres asistentes, procedióse a la ordenación de los decretos que ni se redactaron en tanta copia como en el anterior concilio, ni las materias que en ellos se contenían fueron de tan grande interés.
En primer término tratose de la ordenación de nuevas letanías, las que habían de celebrarse cada un año y durante tres días consecutivos, comenzándolas en el 13 de diciembre.
He aquí lo que un autor, respetable por más de un concepto, dice al tratar de este concilio y como en aclaración del canon que acabamos de mencionar.
«Había costumbre de muy antiguo que antes de la Ascensión se hiciesen estas procesiones por los frutos de la tierra. Mamerco, obispo de Viena, en cierta plaga, es a saber, que los lobos por aquella tierra rabiaban y hacían mucho daño, por estar olvidada la renovó como doscientos años antes de este tiempo, y aun añadió de nuevo el ayuno y nuevas rogativas, todo lo cual se introdujo en las demás partes de la Iglesia. Gregorio Magno asimismo los años pasados, por causa de cierta peste que anduvo en Roma muy grave, ordenó que el día de san Marcos se hiciesen las letanías. En España en particular, en el Concilio Gerundense; se aprobó y recibió todo lo que está dicho; mas en este concilio fue tan grande la devoción y celo de los padres, que con un nuevo decreto mandaron se hiciesen las letanías en el mes de diciembre, no con intento de alcanzar alguna merced ni de librarse de algún temporal, sino para aplacar a Dios y alcanzar perdón de los pecados que eran muchos y graves».
Los otros decretos publicados con referencia a la disciplina eclesiástica son pocos y de tan corta consideración, que por no contribuir su contenido a esclarecer ningún punto histórico o dar alguna idea sobre las costumbres de la época en que se formularon, pasaremos a tratar de los concernientes a los asuntos del reino.
En estos limitáronse los padres a confirmar cuanto en el Concilio anterior se ordenó acerca de la manera de suceder en el trono, confirmando en él a Chintila, como elegido por el voto libre de los prelados y los grandes, y disponiendo además: que a los hijos de este rey nadie se atreva, so pena de excomunión, a hacer mal o desafuero, aun cuando faltase su padre: que ninguno se permita comprar votos o procurárselos antes de la muerte del rey, sean los que fueren los resortes de que disponga para conseguirlo; y por último, que solo puedan aspirar a la dignidad real los descendientes de la antigua nobleza o alcurnia de los godos.
En este concilio, que como más arriba queda expresado fue el V, firmaron las actas veintidós obispos y dos procuradores, en nombre de igual número de padres ausentes y tuvo el primer lugar Eugenio, obispo metropolitano de Toledo, único de esta dignidad que a él asistió.
Desde la época en que acontecieron los sucesos que acabamos de reseñar hasta el reinado de Recesvinto, la historia no vuelve a hacer mención de la basílica, pues aunque los Concilios vi y xvii toledanos expresan haberse celebrado en Santa Leocadia, por la circunstancia de decir en la iglesia y no en la basílica como en los anteriores, y haber efectivamente existido otra Santa Leocadia, iglesia, nosotros hemos creído oportuno dar mayor crédito a la opinión de los que aseguran no haber tenido lugar las antedichas juntas en el templo de que nos ocupamos.
Corriendo los años de 366, y a tiempo que ocupaba la sede toledana san Ildefonso, dispuso este prelado celebrar una solemne fiesta en la basílica de Santa Leocadia, en celebración del triunfo que sobre sus contrarios había conseguido en su piadosa defensa de la inmaculada pureza de la Virgen María.
Hallándose, en el templo este insigne varón, en compañía del rey Recesvinto, tuvo lugar el milagro que ha hecho famosa la basílica en que ocurrió, y en testimonio del que se guardan aún entre las reliquias de la iglesia primada, el cuchillo del rey y el pedazo del velo de la ilustre mártir que con él cortó el santo prelado.
Como ya habrán visto los lectores, nuestro ilustrado y respetable amigo don Manuel de Assas, en la cronología de los arzobispos de Toledo, que para esta misma historia escribe, da cuenta minuciosa y exacta de este suceso al ocuparse de san Ildefonso, razón por la que, a fin de no repetir, excusamos de referirlo nuevamente.
Solo sí haremos constar, que merced a este señaladísimo suceso, creció de una manera prodigiosa la veneración en que hasta entonces se tuvo este templo, ya por su origen y el sagrado cadáver que contenía, ya por haber recibido en él sepultura los cuerpos de muchos ilustres varones y reyes godos a los que después se reunieron los de san Ildefonso y san Eugenio, lumbreras ambos de la iglesia católica.
El completo trastorno que en épocas posteriores ha sufrido este edificio, no deja espacio para aventurar alguna opinión, siquiera fundada en indicios o conjeturas, acerca de los lugares en que estuvieron estos sepulcros.
Durante los reinados posteriores al de Chindasvinto es de presumir que el santuario que nos ocupa se conservaría en igual grado de esplendor, no perdiendo este hasta tanto que la monarquía goda, a la que debía su grandeza, cayó herida de muerte en las orillas del famoso río a que dio nombre este desastre.
En efecto; invadida por las hordas sarracenas una gran parte de la Península, Toledo, a pesar de sus fortísimos muros y ventajosa posición, no pudo por largo tiempo hacer frente a las victoriosas huestes de Tarif. Sobre el modo con que fue tomada a los cristianos la noble ciudad residencia de sus reyes, no están acordes los historiadores.
Nosotros, aun cuando parece fuera de propósito el detenernos en este artículo sobre un punto que no atañe sino incidentalmente a la historia de la basílica que tratamos de bosquejar, por hallarse el nombre de esta mezclado a una de las opiniones que sobre el hecho en cuestión se han emitido, no queremos dejarlo pasar por alto.
El caso es este: varios historiadores, y entre ellos don Lucas de Tuy, cuentan que puesto cerco a Toledo por el vencedor de Guadalete, los cristianos, aunque inferiores en número y desalentados por las rápidas y numerosas victorias conseguidas por sus enemigos, se mantuvieron, merced a la fortaleza de los muros que los abrigaban, firmes en la defensa de la ciudad por espacio de algunos meses. Cansado el caudillo de los infieles de tan prolongada estancia en aquel lugar y con ánimos de emprender con algunas otras ciudades que aún se tenían por los nuestros, se preparaba a levantar sus tiendas, cuando aconteció, que por ser llegado el Domingo de Ramos, día en que comienza a celebrarse la pasión del Señor y los moradores de Toledo haber salido en gran número y procesionalmente a la basílica de Santa Leocadia, según era costumbre desde tiempos muy remotos, los judíos que permanecieron en la población franquearon las puertas a los sitiadores.
Hasta aquí don Lucas de Tuy: Mariana, que también da cabida en su Historia General de España a la narración de este suceso, tal como le dejamos referido, se inclina, sin embargo, a creer que la ciudad cayó en poder de los moros, no por sorpresa o asalto, sino por capitulación de sus moradores.
Aunque por la variedad de pareceres que sobre este particular se encuentra en los cronistas de nuestra historia, es aventurado el resolverse absolutamente por el de alguno de ellos, nosotros sin embargo nos adherimos de un todo al del docto jesuita. Las ventajosas condiciones con que los cristianos quedaron en Toledo, de las que al tratar de las parroquias muzárabes daremos detallada relación, nos inducen a creer que no hubo sorpresa ni violencia, antes bien convenio, y como dejamos dicho, ventajoso en todo lo posible para los fieles, lo cual no es razonable que sucediera en el caso que se supone de ocupación a mano armada.
De la suerte que cupo a la basílica durante la dominación árabe, muy poco o casi nada podemos conjeturar. De que hubo de cerrarse al culto no queda algún género de duda puesto que no la hallamos comprendida en el número de las iglesias cuya conservación fue permitida a los cristianos para celebrar en ellas sus ceremonias religiosas.
Tampoco se sabe ciertamente la época fija en que se ocultaron las reliquias de santa Leocadia para que no fuesen objeto de profanación por parte de los vencedores.
Poco antes de ser cercada Toledo por el caudillo Tarif, y después de la desastrosa jornada de Guadalete, Urbano, que a la sazón ocupaba la sede de esta iglesia, temeroso de que, como sucedió más adelante, no pudiesen resistir los cristianos el ímpetu de las hordas sarracenas, reunió las reliquias que en más veneración se tenían, y juntas con los sagrados libros de la Biblia y las obras de los ilustres varones Isidoro, Ildefonso y Juliano, se retiró a Asturias, punto de España al que ya se habían refugiado los moradores de varios lugares destruidos, en la confianza de que, merced a las asperezas de sus montañas, los árabes no la impondrían su yugo.
O bien en esta ocasión, o algunos años más adelante, en los que también queda noticia de haberse sustraído varios objetos sagrados a la impiedad de los sectarios de Mahoma, llevándolos asimismo a Asturias, es sin duda alguna cuando se sacó del sepulcro en que hasta entonces yaciera el cuerpo de la virgen Leocadia.
Cuando le llegue su turno en el orden de esta narración, diremos cómo este sagrado depósito, después de haber llevado a un país extranjero, volvió a la ciudad que por tantos años lo había poseído y que en tan especial veneración lo tiene.
Más de tres siglos habían pasado sobre los sucesos que se acaban de referir, la Reconquista, esa obra de titanes que las guerreras generaciones se legaban unas a otras como única herencia, se encontraba en el más brillante de sus períodos, y ceñía la corona de Castilla el invicto don Alfonso el VI, cuando los cristianos, bajo la conducta de este rey, pusieron sus armas victoriosas sobre Toledo.
La importancia de esta ciudad, una de las más poderosas entre las que aún poseían los infieles, daba a unos y a otros ánimo para persistir firmes en la lucha: a los acometidos obligábales la natural defensa; a los acometedores la fama y el provecho que de tan gloriosa conquista deberían reportar.
Al cabo los sitiados, no pudiendo resistir el ímpetu de las armas castellanas, y conociendo la inutilidad de su desesperada defensa, diéronse a partido y trataron de conseguir todas las ventajas que les proporcionaba el entregar la ciudad mediante un convenio, sobre el rendirla a la absoluta voluntad de un vencedor.
Estipuladas que fueron las condiciones con que los infieles habían de entregar la ciudad en manos de don Alfonso, hizo este su triunfal entrada el día 25 de mayo del año 1083 u 88, pues en esta fecha no encontramos acordes las crónicas [1085].
Igualmente, diversos y encontrados son los pareceres que han emitido los historiadores al tratar de la segunda reedificación de la basílica de Santa Leocadia, debida esta época.
La gravedad y notoria diligencia de casi todos ellos, no pueden por menos de tener irresolutos a los que merced a sus noticias han de escribir hoy la historia y decidirse por alguna de sus opiniones, a menos que del examen de todas ellas no resulte alguna luz que esclarezca a sus ojos la verdad.
Esto último es lo que nosotros trataremos de hacer, exponiendo para conseguirlo, en primera línea las conjeturas ajenas, y en segunda la que del análisis de todas ellas creemos sacar por resultado.
Atribúyese equivocadamente la reparación de la basílica en primer lugar a don Alfonso el Sabio; y decimos equivocadamente, porque aun cuando este rey levantó casi de nuevo un templo bajo la advocación de Santa Leocadia, no fue el de la vega, que es el que nos ocupa, sino otro, que hasta fines del siglo pasado o principios de este, existió junto al alcázar, donde según la tradición estuvo la cárcel de la gloriosa mártir y donde recibieron honrosa sepultura los cuerpos de Wamba y Recesvinto, trasladados allí por orden del mismo monarca que reconstruyó la iglesia.
Esta igualdad de nombres, que según expresamos al hablar de los concilios toledanos, dio margen a más de un error entre los que han querido señalar los diversos lugares en que se tuvieron, ha sido sin duda alguna causa de la nueva equivocación que hemos tratado de deshacer en las precedentes líneas.
Mariana, en su Historia general de España, da como un hecho positivo una cosa muy distinta, pero que igualmente juzgamos falta de fundamento plausible.
«La fábrica que se ve, dice al tratar de esta materia, no es la que hizo Sisebuto, sino el arzobispo de Toledo D. Juan III: después que aquella ciudad se tornó a cobrar de moros levantó aquel edificio».
Don José Amador de los Ríos, en su Toledo pintoresca, ha refutado esta opinión acertadísimamente, recordando que en la época del ya citado arzobispo, la colegiata de Santa Leocadia gozaba de una multitud de privilegios, y de ellos algunos concedidos con fechas anteriores a la de su ocupación de la sede. Pero el mismo respetable escritor después de desechar de la manera que ya han visto nuestros lectores, la opinión de Mariana, indica más adelante y en la misma obra la de que acaso la restauración de este antiguo templo se debe al tiempo del cardenal Mendoza. En dos circunstancias cree hallar fundadas sus conjeturas: la primera en la de haberse hecho uso en la decoración de su ábside del arco redondo o semicircular, y la segunda en la tradición que existe de haber sido llevados de la basílica los capiteles que aún se ven en el patio del hospital de Santa Cruz, construido en tiempo del expresado cardenal Mendoza. Ni uno ni otro nos parecen datos suficientes a dar fuerza a su aserto. En los ábsides de algunas iglesias muzárabes de la ciudad de Toledo, cuya reconstrucción no cabe duda pertenece a la primera época de la reconquista de la misma, hallamos también los arcos redondos como parte de la ornamentación de la cara exterior de los muros. Los capiteles empleados en la fábrica del hospital de Santa Cruz, y que efectivamente pertenecieron a Santa Leocadia, se hallarían en sus jardines después de reedificado el templo, con el que hasta ahora puede verse en este lugar, y de allí serían conducidos, ya para utilizarlos, ya para asegurar su conservación al hospital de que hoy forman parte.
Ni tampoco hallamos en la crónica del gran Cardenal de España, escrita por Salazar, y en la que su autor se ocupa minuciosamente de todo lo ocurrido en Toledo, mientras que este arzobispo ocupó la sede de la iglesia primada, noticia alguna que confirme la opinión de que acabamos de hacer un ligero examen.
Al arzobispo don Juan, segundo de este nombre y tercero en el orden de los prelados que obtuvieron la silla metropolitana después que se arrancó de manos de infieles la ilustre y antigua corte de los godos, es a quien por último se atribuye la reedificación de que tratamos; asegurándose asimismo por diligentes cronistas, que desde que don Alfonso clavó la cruz sobre los altos muros de Tolaitola, que así la llamaron los árabes, la iglesia del Cristo de la Vega estuvo abierta al culto, siendo sus patronos los señores Portocarreros, que se habían hecho notables por sus hazañas en las guerras toledanas y en otras muchas ocasiones en que bajo la conducta del mismo rey pelearon contra moros.
Esta opinión que postreramente acabamos de exponer, es a nuestro juicio la más autorizada, pues responde a todas las exigencias y objeciones históricas, explicándose al mismo tiempo por el orden natural de los acontecimientos.
Reconquistada la ciudad de los árabes, y rehabilitados para el de nuestra sacrosanta religión una gran parte de los antiguos edificios, entre ellos aun las mezquitas, como aconteció con la del Cristo de la Luz, es probable que no dejaran sumida en el olvido y el abandono la iglesia de que se ha hecho cuestión, hallándose esta dedicada a una mártir cuya memoria en tan alta estima tuvieron siempre los cristianos de Toledo.
Abriríase pues al culto la basílica, no sin haberle hecho antes las reparaciones necesarias a un edificio perteneciente a época tan remota, y en este estado permanecería bajo la protección de esos ilustres y cristianos caballeros que se declararon sus patronos, dedicada al culto de los fieles hasta que ocupó la silla metropolitana don Juan ii. Este, al que algunos habrán llamado tal vez tercero, por la circunstancia que ya dejamos referida de serlo efectivamente, si no en el nombre, en el número de los arzobispos posteriores a don Bernardo, fue sin duda el que condolido de ver reducido a simple oratorio o ermita la fábrica que en otras edades brilló con esplendor tan glorioso, determinó reedificarla nuevamente
En efecto, reconstruida la iglesia de Santa Leocadia, según el estilo muzárabe o morisco, entonces el más en uso, y generalmente empleado en esta clase de fábricas, erigiola en colegial su restaurador, dotándola de prior deán y canónigos reglares agustinianos; y poniendo a la vez bajo su jurisdicción varias iglesias; entre ellas las de San Andricomio, San Cosme y San Damián, San Pedro y San Pablo, Santa María de Atocha y Santa Eulalia, con algunas otras posesiones que sería prolijo enumerar en este artículo.
Protegida de aquí en adelante la fundación de don Juan II por los diferentes arzobispos que le sucedieron en la sede de la iglesia primada, fue recuperando poco a poco el lugar preeminente que ocupó en tiempo de la monarquía goda y al que le llamaban su respetabilísima antigüedad y gloriosa historia. Muchos y envidiables privilegios llegó a reunir la colegiata en su segunda época de esplendor; entre otros no dejaremos pasar por alto el singular que gozaba su abad de sentarse en el coro y entre las dignidades de la iglesia metropolitana.
Este especial privilegio, de que acabamos de hacer memoria, le fue concedido merced a una bula expedida por el Sumo Pontífice en el año de 1301 a instancias del arzobispo don Gonzalo, el cual se hizo notable entre otras muchas obras de piedad, por la predilección en que siempre tuyo este monumento uno de los más ilustres de nuestra religión si se atiende a su origen y al papel que ha desempeñado en sus anales.
En este estado permaneció la basílica durante muchos años basta que al fin, en virtud de concesión apostólica, sus canónigos fueron trasladados a la catedral primada. No obstante, el templo continuó abierto al culto de los fieles, y como en época anterior, bajo la jurisdicción abacial.
En el año de 1588, reinando don Felipe II, fueron devueltas a España las reliquias de Santa Leocadia, las que en procesión solemne se trasladaron a la iglesia catedral, donde hoy se veneran. Este sagrado tesoro que, como dejamos dicho en otro lugar, fue llevado a Asturias, no sabemos fijamente si antes o después de ocupar los árabes a Toledo, pasó más tarde a Francia, de donde se trajo a la ciudad que fue cuna de la santa por negociaciones del piadoso rey que a la sazón ocupaba el trono.
Ignoramos desde qué tiempo se comenzó a conocer vulgarmente a la basílica bajo la denominación del Cristo de la Vega, por no hallar tampoco noticia cierta del año en que se colocó en su altar mayor la efigie que lleva este nombre.
La fama de esta efigie, milagrosa según las tradiciones, y la gran veneración en que hasta aquí la han tenido los toledanos, han sido a no dudar causa de que se conozca con su advocación al santuario en que se encuentra.
Aun cuando totalmente se reedificó por última vez en tiempo del arzobispo don Juan ii a primera vista se observa al examinar este edificio, tal como hoy se halla, que en épocas bastante posteriores a la del venerable prelado ha sufrido grandes reparaciones y trastornos, los que, si no bastantes a desvanecer el carácter especial de la arquitectura que en él se empleó, son más que suficientes a ocultar a la diligencia de sus modernos cronistas las verdaderas dimensiones que tuvo y la forma total de su planta, que por las razones que más adelante expondremos al tratar de la parte arquitectónica, no nos parece debieron ser, ni con mucho, las que conserva actualmente.
De algunas de estas reparaciones tenemos noticia.
En el año de 1770 se le hizo una adición en la parte de los pies de la iglesia, la cual se conoce desde luego ser muy posterior al resto de la basílica.
En 1816 y 1826, también se hubo de reparar y no poco a causa de los estragos que en ella hicieron las tropas francesas que ocuparon nuestra nación a principios de este siglo.
Últimamente el cabildo de la santa iglesia catedral, sin duda con el piadoso fin de conservar este célebre santuario, ha reparado su iglesia, en el atrio de la cual ha hecho un cementerio que, por servirles de última morada a los señores que lo componen, llaman los toledanos el cementerio de los canónigos.
III. [DESCRIPCIÓN ARTÍSTICA]
En la primera parte de este estudio histórico artístico de la basílica de Santa Leocadia, se expresó, que el interés especial con que nos hemos ocupado de ella, tiene su origen, más que en el mérito arquitectónico de su fábrica, en las gloriosísimas memorias que en la mente del cristiano reviven solo al escuchar su nombre.
No es otra la razón, que a nuestra inteligencia, justifica el habernos detenido acaso más de lo que al espíritu de esta obra conviene en desarrollar el cuadro de su fundación y restauraciones, de su esplendor y vicisitudes.
Pero aunque mucho mayor la importancia tradicional de este edificio que la de su parte artística, tal como en la actualidad se encuentra, no deja por eso de ofrecer esta última bastante campo a las investigaciones y al estudio de los inteligentes; ya se examine con detenimiento lo que de él resta, ya lanzándose a través de los siglos, con la ayuda de la historia del arte se procure indagar alguna cosa sobre la mayor o menor grandeza de su antigua fábrica, del estilo en ella empleado o del desarrollo de la arquitectura en las épocas en que sus reparaciones se llevaron a término.
Su origen ya hemos dicho que lo tuvo en algunas toscas piedras, reunidas con la sola idea de perpetuar una piadosa memoria. El arte no debió entrar por nada en este sencillo monumento sepulcral.
La primitiva fundación del templo, que como también hemos expresado, tuvo lugar después de la conversión de Constantino, no debió ofrecer tampoco una página a la arquitectura para que en ella grabara una de sus ideas. Construido, según la tradición, con parte de las antiquísimas ruinas, entre cuyos escombros yacía oculta la tumba de la santa mártir, ni sus proporciones debieron ser grandiosas, ni su ornamentación notable por ningún concepto. La historia del arte en aquellos siglos nos ofrece gran número de ejemplos de esta especie. Con los despojos de una civilización, la que venía a sucederle suplía sus necesidades y su falta de originalidad.
No quedando, pues, de este período de la historia artística de Santa Leocadia más que confusas y vagas tradiciones, inútil fuera el detenernos en hacer conjeturas, siempre sin dato alguno probable, acerca de su forma, que carecería de importancia por no pertenecer seguramente a ningún género.
Tampoco restan detalladas noticias de la reedificación llevada a cabo por Sisebuto. Algunas que otras palabras sobre este hecho es todo lo que encontramos en las obras consultadas a fin de esclarecer en lo posible la cuestión que nos ocupa.
Sin embargo, la circunstancia de asegurar antiguos escritores que su fábrica era grande y maravillosa, unida a la de conservarse aún restos que parecen haber pertenecido a ella, contribuyen a hacer necesario el que se examine con algún detenimiento las opiniones que sobre la indicada edificación se han emitido. « Aula mira operoe... culmine alto» la llama San Eulogio en su Apologético. «Templo de labor muy prima y muy costosa» dice el padre Mariana hablando de él, apoyándose en el testimonio del arzobispo don Rodrigo, y de algunos otros autores que se expresan con la misma conformidad acerca de la grandeza y mérito de esta obra del monarca godo.
Si se ha de dar crédito a las noticias de personas eruditas y diligentes conformes en la apreciación de un hecho, aun cuando de la construcción de que se trata no nos quedaran más rastros que los que se encuentran en las antiguas crónicas, deberíamos creer que esta reunió las cualidades que se le atribuyen. Mas no es de este parecer el señor don José Amador de los Ríos, el cual, en la misma obra que más arriba hemos tenido ocasión de citar, y hablando sobre la mayor o menor confianza que en punto de artes se debe tener en el aserto de los antiguos escritores, se expresa de este modo:
«Dicen los antiguos escritores que fue la primitiva iglesia de labor muy prima y muy costosa, añadiendo que era admirable por su magnificencia. La conformidad de opiniones que se advierte sobre este punto parece no dar margen a la duda; pero recordando el estado de las artes a principios del siglo VII, no puede menos de notarse que estas alabanzas son muy exageradas. Los escritores que en España han dado razón de algunos monumentos, nunca se han propuesto por otra parte consultar la verdad histórica, que no podían tampoco robustecer con las observaciones propiamente artísticas. Aun los que han hablado de edificios levantados en sus épocas han manifestado en este punto tan poco acierto, que la crítica tiene que verse a cada paso obligada a contradecirlos. Como prueba de estos asertos, bastará que citemos aquí las líneas que en una erudita Memoria sobre la arquitectura llamada asturiana, dedica nuestro amigo don José Caveda a probar cuán ligeramente se prodigaban los elogios.
Fábrica de maravillosa hermosura, dice, y de acabada belleza, sin igual en España, Alamo, el obispo don Sebastián a la pobre y humilde iglesia de Santa María de Naranco, construida en su tiempo, y cuyos toscos ornatos, mezquina construcción y reducidas proporciones demuestran la infancia del arte y la rudeza de un pueblo que solo existía para luchar contra el infortunio. Si la admiración arrancó entonces estos encomios a un prelado instruido que estaba connaturalizado con la pompa y el esplendor del trono, preciso es ver en ellas la prueba más triste de la pobreza y rusticidad de los tiempos en que tan gratuitamente se prodigaron. Pero aún debe parecemos más extraño que después de la restauración de las letras, y precisamente cuando las bellas artes desplegaban entre nosotros toda su pompa y majestad, prodigase un escritor de juicio tan sano como Ambrosio de Morales, las misma alabanzas al templo de San Salvador de Val-dé-Dios, fundado por don Alfonso iii y no de más aventajada construcción que la iglesia de Santa María de Naranco. Aun el padre Risco, escribiendo en nuestros días, poseído sin duda de aquel ciego respeto que inspira una venerable antigüedad, no duda tampoco en calificar de admirable esta obra del siglo IX. Pero sí así juzga el entusiasmo los monumentos de la arquitectura asturiana, de otro modo debe apreciarlos una crítica imparcial y desapasionada.
En efecto, este es el rumbo que deben seguir indispensablemente estos estudios para que produzcan algo bueno y útil a las artes y a las ciencias, porque las artes, como las ciencias, pueden y deben esperar mucho de la arqueología de los tiempos medios, que no es otra cosa más que el estudio de la civilización alumbrada por la luz del cristianismo. La basílica de Santa Leocadia ni fue, ni pudo ser, “de labor maravillosa y magnífica” en su construcción primitiva. El testimonio de los autores que han asentando lo contrario no tiene defensa alguna plausible, visto el poco tino con que se ha escrito sobre estos asuntos aun por los hombres más respetables».
Hasta aquí el señor Amador de los Ríos. La fuerza que en esta clase de asuntos tienen las observaciones de este distinguido literato, uno de los primeros que, reuniendo a los conocimientos históricos los artísticos, tan indispensables para esta clase de estudios, se ha lanzado en la escabrosa senda de las apreciaciones filosóficas del arte, nos ha movido a insertar completo el párrafo anterior, en el cual tan juiciosamente previene a los incautos contra los exagerados encomios de algunos entusiastas por las antigüedades, dignas por otro concepto de la mayor veneración y estima.
Nosotros, sin embargo de pensar del mismo modo sobre esta materia, no podemos admitir tan en absoluto el aserto acerca de la ponderada magnificencia de la basílica; pues aunque desconfiamos de los elogios que se le han prodigado, nos parecería ligereza inexcusable el rechazarlos sin examinar las causas que para decirlos pudieron tener sus autores, y los grados de verosimilitud que en sus encomios pueden hallarse.
Lo repetimos, la infidelidad del testimonio de ciertos autores, al tocar en materia de artes, motiva con mucha razón la desconfianza; pero la desconfianza no debe conducir a la negación, sino al análisis de sus noticias.
Esto es lo que nosotros, hasta donde nuestras fuerzas alcancen, procuraremos siempre hacer en asuntos tan erizados de dificultades y llenos de dudas y contradicciones como el presente.
Para conseguir algún resultado de la tarea que nos hemos impuesto, examinemos en primer lugar, aunque ligeramente, la época a que fue debida la reconstrucción de que se trata; veamos de qué elementos podía disponer aquella sociedad, a qué grado de altura en fin se hallaba el arte en el termómetro de su civilización.
Constituida ya en tiempo de Sisebuto la monarquía gótica sobre firmes bases, calmado el primitivo espíritu belicoso de esta raza y dueños pacíficos sus hijos de la Península, que habían reconquistado palmo a palmo de las tribus feroces, que durante más de dos siglos se disputaron encarnizadamente su posesión, la idea religiosa comenzó a desenvolverse y con ella la civilización y el arte.
Este último, vuelto a la infancia, comenzó expresando sus pensamientos, merced a una grosera imitación de los edificios romanos, que aún tenía ante sus ojos; pero paulatinamente y a medida que se sacudía así en las leyes como en las costumbres el yugo de la civilización pagana, hasta allí dominante, la arquitectura, siguiendo el movimiento regenerador de la nueva sociedad que comenzaba a constituirse sobre bases conformes a sus necesidades e ideas religiosas, ensayó dar un paso por el sendero de la originalidad. Basta el haber recorrido, aun cuando no sea más que de pasada, la historia de los géneros arquitectónicos que han aparecido durante la última del mundo, para comprender cuán largo y difícil es para los pueblos este período que pudiéramos llamar de gestación de las ideas propias.
El pueblo godo entraba en esa época cuando Sisebuto subió al trono; los elementos de adelanto y reforma que más tarde y merced a los concilios debieran condensarse para formar su magnífico código de leyes góticas, hervían ya en la conciencia de su sociedad, que marchando a la cabeza de la civilización europea, no sabemos a dónde habría puesto fin a su marcha si no la hubiese detenido en su carrera la invasión árabe, que ahogó sus aspiraciones y cambió por completo la faz de la Península.
Reconstruida pues, la basílica de Santa Leocadia en la época que hemos querido dar a conocer en las cortas líneas que preceden, debieron sin duda alguna sus artífices emplear en ella cuanto podían dar de sí los conocimientos de su siglo, comenzando a imprimir en esta fábrica el sello de independencia que más adelante caracterizó a los edificios religiosos. En los capiteles que aún se ven de este templo y de los que después nos ocuparemos con más espacio, se observa a primera vista la lucha empeñada por sus autores que deseaban ser originales, con la influencia del arte romano que aún hacía los últimos esfuerzos por conservar su dominio sobre la arquitectura.
Que la dimensión y proporciones del templo de Sisebuto, fueron muy diferentes de la dirección y proporciones del que hoy existe, no cabe el menor género de duda. Basta recordar que el recinto se tuvieron dos concilios numerosos, a los que se hallaron presentes en el primero sesenta y dos obispos, varios subdelegados en nombre de una porción de dignidades, el rey y gran número de próceres. En lo que hoy es basílica de Santa Leocadia, apenas podrían sentarse con un poco de comodidad quince personas; tan reducido es el espacio que su única nave ocupa.
Aun cuando esta circunstancia que acabamos de mencionar y que debe tenerse muy presente, no corroborará la opinión de haber sido de grandes dimensiones la basílica, del examen de los capiteles que a ella se puede asegurar haber pertenecido, se desprenden una multitud de consecuencias, que como la anterior, robustecen el aserto de los antiguos historiadores. La basílica debió tener más de una nave, pues para dividirlas entre sí debieron existir las columnas que coronaban los capiteles, las cuales serían robustas y soportarían grandes arcos, si con las proporciones de estos se hallaban en conformidad los fustes.
Esto es todo lo que podemos conjeturar en cuanto a las proporciones del templo en cuestión: su planta guardaría regularmente la distribución de las basílicas cristianas de la primera época y sus ornamentos, si se ha de colegir del resto del edificio por la talla que avalora a los mencionados capiteles, debieron pertenecer a un estilo grandioso, aunque grosero, mezcla de originalidad y de imitación de la arquitectura romana y bizantina, pero no falto de riqueza y lujo en sus entalles y caprichos.
El trozo de columna que existe en el jardín de Santa Leocadia, ofrece una muestra del género a que aludimos, si género puede llamarse a este primer ensayo de un arte que para expresar su pensamiento propio, tiene aún que valerse en parte de una forma ajena. Las estrías espirales que suben enroscándose por su fuste hasta tocar al capitel, revestido de hojas subientes entretejidas y picadas de una manera extraña, pueden darnos una idea del lujo empleado en la ornamentación de la fábrica a que pertenecía.
Verdad es, que el diligente y erudito autor de la Toledo Pintoresca, no ha podido tener en cuenta estas observaciones y circunstancias, atribuyendo como atribuye los capiteles que mencionamos en testimonio de nuestras conjeturas a la supuesta reedificación de don Alfonso el Sabio, según de estas palabras suyas se colige.
«Los capiteles de aquellas columnas, dice, refiriéndose a los de Santa Leocadia, son por otra parte una prueba de las restauraciones indicadas, especialmente la del rey don Alfonso, a cuya época parecen pertenecer, según la talla que los avalora».
Aunque el señor don Manuel de Assas a quien ya hemos tenido ocasión más arriba de citar, en su Álbum de Toledo, no hubiese posteriormente demostrado con gran copia de razones y pruebas que estos capiteles forman parte de los «restos de monumentos construidos en Toledo durante los cuatro primeros siglos del cristianismo libre», esto es, en la época de Sisebuto, bastaba el recordar lo que al ocuparnos de la segunda reedificación de la Basílica dijimos sobre este asunto, para desechar el común error de atribuírsela a don Alfonso, aun cuando este reconstruyera, como efectivamente lo hizo una iglesia con el mismo nombre.
Además, si el citado monarca hubiese levantado el templo de que se trata con la suntuosidad y la solidez que no pueden menos de presumirse, existiría en el edificio a que esos capiteles pertenecieron. ¿Es posible que en tiempos del arzobispo don Juan ii, cuando se hizo el que hoy existe, no habiendo sufrido grandes desolaciones ni trastornos la ciudad en que se halla, se encontrara ya tan ruinoso y destruido que no bastase una simple reparación, sino el levantarlo completamente con otra forma y estilo arquitectónico?
Si esta sola reflexión fuese insuficiente, el no encontrar en Toledo edificio alguno erigido después de la reconquista, cuyos ornatos pertenezcan al género de estos capiteles, bastaría a probarnos que solo el estilo muzárabe y el ojival fueron puestos en uso por los reconquistadores de Tolaitola, hasta que el Renacimiento se levantó en Italia y subyugó a la Europa entera.
Esto es cuanto acerca de la reconstrucción de la basílica debida al período de Sisebuto hemos podido decir. Por nuestras palabras se verá, que aunque no creemos que las alabanzas que se le prodigaron tuviera otro valor que un valor relativo, no obstante, tampoco nos parece admisible la opinión que le niega toda clase de mérito y suntuosidad de una manera tan absoluta.
Por creer propio de este artículo el dar una idea, aunque ligerísima, de la clase de arquitectura especial que se empleó en Santa Leocadia y completar nuestro trabajo en lo posible, insertamos a continuación el resumen de los caracteres que la distinguen, según el señor de Assas en sus investigaciones arqueológicas sobre los restos de monumentos construidos en Toledo durante los cuatro primeros siglos del cristianismo libre los ha clasificado.
Distinguen a este estilo arquitectónico los caracteres siguientes:
«1.º El arco de porción de círculo plantado sobre columnas, colocación bien diferente de la que tenía en los buenos tiempos de la arquitectura grecorromana, durante los cuales estaba, digámoslo así, como inscrito entre las columnas y el cornisamento, quedando por consecuencia su parte superior más baja que los capiteles.
2.º La ausencia de la euritmia o, como generalmente se dice, de simetría, falta que, si no siempre, se observa en la mayor parte de los edificios, a causa del poco cuidado que se tuvo de poner en armonía, al tiempo de utilizarlos, a los incoherentes fragmentos tomados de diversos monumentos antiguos.
3.º El uso de los capiteles y de algunas otras cosas propias de los órdenes grecorromanos, o imitadas de las pertenecientes a ellos, pero toscamente diseñadas y ejecutadas.
4.º Fustes lisos unas veces y otras con estrías verticales o espirales.
5.º Cornisa de tejado (tejaroces) con mútulos o modillones.
6.º Follajes mal ejecutados, agudos, con rehundimientos profundos y cortados a bisel.
7.º Muros desnudos de ornatos.
8.º Techumbres de madera, siguiendo los declives de los tejados en los cuerpos de las iglesias, y cascarones o semicúpulas en los ábsides.
9.º Puertas cuadrangulares.
10.º y último, ventanas de arcos, ya semicirculares, ya escarzanos. Los vanos de estas solían cerrarse con tabletas de mármol, perforadas en toda su extensión con agujeros circulares o cuadrangulares, tan reunidos que formaban una cosa a manera de celosía, y en los cuales se fijaban pedazos de vidrio o de alabastro.»
Nuestros lectores deben tener presente, que la basílica abrazó la primera y la última época de este largo período que indica el señor de Assas pues se fundó cuando Constantino volvió la paz a la Iglesia, y se reedificó cuatro siglos después; esto es, cuando ya el arte había dado algunos pasos en la senda del progreso y la originalidad.
Seis son los capiteles que aún se señalan en Toledo como pertenecientes a Santa Leocadia; cinco de estos se encuentran hoy empleados en el patio segundo del hospital de Santa Cruz; el restante permanecía, al menos hasta hace muy poco, en una especie de corral o jardín situado a espaldas de la iglesia a que perteneció.
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Capitales. Original aquí |
En la lámina que ofrecemos a nuestros lectores de capiteles diversos de las iglesias de Toledo, el señalado con el número uno es uno de los que forman parte del patio del ya referido hospital.
Basta el examinarlo ligeramente, para conocer desde luego que su forma es una imitación aunque incorrecta del grecorromano de orden compuesto. El ábaco, las dimensiones del tambor y la disposición de la única hilera de hojas subientes que cubre las dos terceras partes de este último, guardan bastante analogía con el mencionado estilo arquitectónico; pero las reducidas dimensiones de las volutas, su forma circular y los florones que adornan a estas y se interpolan con el follaje del tambor, juntos con la poca delicadeza de los ornatos y su estructura particular, caracterizan la época de lucha entre la originalidad y la imitación, que dejamos indicada.
De los cinco restantes, solo diremos que imitan al corintio, apartándose unos más que otros del modelo que se proponían. Sus ábacos, como el del que ya se ha descrito, guarda la forma de los grecorromanos, y sus tambores se ven cubiertos ya por diversas hileras de hojas subientes pero puntiagudas y toscamente diseñadas, ya por otros adornos extraños y sin nombre, que interpolándose con el follaje, tienden siempre a imitar el bulto de los capiteles corintios.
Apuntadas las observaciones anteriores, pasaremos a describir el templo de Santa Leocadia tal como hoy puede examinarse.
Sus dimensiones son bastante reducidas: la única nave de que consta la iglesia tiene treinta y seis pies de longitud, igual número de altura y veintiuno de ancho. En estas medidas no se comprende la adición hecha el siglo pasado en la parte de la imafronte o fachada de los pies de la nave cuya elevación es de treinta y uno, la largura de diecinueve, y la anchura de treinta y tres.
El ornamento interior pertenece al estilo ojival y es muy sencillo. Los muros que forman la nave, a cuya cabecera se ve un ábside semicircular, están compartidos en entrepaños por ligeros pilares acodillados. Adornan cada uno de estos entrepaños o lienzos de pared, un arco apuntado dúplice en el que se observa una ojiva túmida que incluye otra angrelada. Arranca de los muros y se apoya en ellos, la bóveda que formando una semicúpula al cubrir el ábside se prolonga en hechura de cañón todo lo largo de la nave. Esta bóveda que descansa sobre una imposta compuesta de molduras sencillísimas, se halla compartida por fajas acodilladas que voltean con ella, partiendo de la coronación de los pilares.
El ornato de la parte exterior se compone de cuatro series de arcos dúplices que comparten los muros de la parte antigua de la nave y del ábside en igual número de zonas o fajas horizontales. De estas, la primera se ve formada por arcos redondos o semicirculares así los incluidos como los incluyentes; los de la segunda son angrelados o compuestos de porciones de círculo, los que incluyen, y de ojiva túmida los inclusos. También son de ojiva túmida los de la tercera, más incluidos en arcos de herradura. La cuarta y última es completamente igual a la primera, esto es, de arcos dúplices semicirculares. Corona la parte superior un tejaroz con canecillos, según nuestros lectores verán en la lámina que acompañamos a esta descripción, y que representa la vista exterior de la iglesia de Santa Leocadia.
Los altares del templo, como asimismo toda la parte posteriormente añadida, no ofrece nada de particular al examen de los inteligentes.
IV. [TRADICIONES ACERCA DEL CRISTO DE LA VEGA].
Pareceríanos que faltaba el complemento de la reseña histórica de Santa Leocadia si, aunque en postrer lugar, no diéramos cabida en este artículo a las diversas tradiciones que, acerca de la efigie del Cristo que se ve en su altar mayor, corren con más o menos aceptación entre los toledanos.
El padre jesuita, Antonio de Quintanadueñas, en su obra titulada Santos de la imperial ciudad de Toledo, hace un resumen de las opiniones más admitidas en su tiempo, relativas a los milagros de esta imagen. Como quiera que este autor ha sido uno de los que más exquisito cuidado han puesto en recoger cuantas noticias o tradiciones se encontraban en las antiguas crónicas o esparcidas entre el pueblo pertenecientes a este asunto, nosotros creemos que será de mayor satisfacción para nuestros lectores, el que traslademos aquí las mismas palabras con que se expresa en su obra anteriormente citada.
«En el altar mayor de la iglesia, dice ocupándose de Santa Leocadia, vi y adoré la imagen de bulto de Cristo Señor Nuestro. Estatura grande y caído el brazo derecho, demostración, que afirman algunos haber sucedido en ocasión que negando un judío cierta cantidad de maravedís a un cristiano, poniendo al Santo Cristo por testigo, derribó el brazo dando a entender trataba verdad el cristiano y luego se convirtió el judío. Otros quieren que un mancebo negaba la palabra de casamiento a una doncella, y que llegados a juicio ante el crucifijo, bajó el brazo en favor de la doncella. Otros juzgan que este santo crucifijo es copia del que se reverencia en la capilla de San Miniato en el castillo de Florencia. Pasó así, que siendo soldado san Juan Gualsero tuvo diferencias con otro, el cual rendido se le hincó de rodillas, y le pidió que por Jesucristo Crucificado no le matase. Hízolo así Gualsero, y entró luego en una ermita de Florencia donde estaba un crucifijo, y estando de rodillas, bajó el brazo el Cristo dando a entender se había agradado y servido de aquel hecho. Con esto Gualsero se hizo religioso y fundó la orden de Valdeembrosa. El duque de Florencia tomó esta ermita intitulada de San Miniato, y labró en ella un castillo, siendo ya de religiosos, quedando dentro el Cristo bajado el brazo. A imitación de esta santa imagen se han labrado otros crucifijos y traído a España, y entre estos se piensa fue uno este que está en el templo referido de Santa Leocadia.»
Nuestro eminente poeta lírico don José Zorrilla, ha perpetuado la memoria de una de estas tradiciones en su leyenda titulada A buen juez mejor testigo.
La efigie del Cristo de la Vega pereció en el fuego a manos de los franceses durante la invasión sufrida a principios de este siglo.
La imagen que hoy se ve fue hecha a imitación de la primitiva, a la que, según el voto de algunos ancianos que la conocieron, es en un todo igual.
Texto extraído de Historia de los templos de España, de la Biblioteca Virtual de Andalucía