I. [CONDICIONES GENERALES] o [INTRODUCCIÓN]
La grande importancia que tiene en sí misma la tradición histórica de San Juan de los Reyes nos ha movido a darle más latitud de la que fuera absolutamente indispensable para el fin que nos hemos propuesto al publicar esta obra. Por ella sin embargo podrá comprenderse el estado a que Castilla llegó mientras ocupó su trono el último Enrique, y cuán feliz desenlace para el reino tuvo la batalla de Toro que asegurando a la Católica Isabel la corona y abriendo una nueva era de prosperidad a los castellanos escribió la primera línea en la más gloriosa página de nuestros anales. (Nota del autor.)
Primer monumento histórico de la piedad de nuestros más esclarecidos príncipes, y última y acabada expresión de un hermoso período del arte cristiano, el convento de San Juan de los Reyes, entre los muchos y notables edificios que son el orgullo de la ciudad imperial, no puede menos de ser considerado como uno de los más dignos de fijar la atención del pensador, del artista y del poeta.
Los años y la devastación, al pasar sobre sus muros, le han grabado el sello de ruina y de grandeza que lo caracteriza; y la yedra que se mece colgada de los parduscos y fuertes machones de su ábside; los carcomidos y tradicionales hierros que, a manera de festón arquitectónico, rodean sus robustos pilares; los calados doseletes que arrojan una sombra misteriosa sobre la frente de sus rotos y mudos heraldos de granito; la majestad y la esbeltez de la espaciosa y única nave de su iglesia; el hondo silencio de su maravilloso claustro en el que los veladores ecos repiten y prolongan el leve rumor de los pasos y de la voz, medrosa de elevarse en su recinto, han hecho de este santuario de las tradiciones y del arte un copioso manantial de recuerdos, de enseñanza y de poesía.
El pensador, que ama la soledad porque en su seno y sentado al pie de los edificios que los simbolizan resuelve los problemas históricos más oscuros, ve en él, ora el arco triunfal que le habla de la victoria conseguida en Toro, donde, como en los antiguos juicios de Dios, probaron las armas el derecho a suceder en la corona de Castilla; ora la prenda de alianza entre el cielo y una reina que ofreció a este un templo en cambio de un trono; trono bajo cuya égida debiera concluir la espantosa expiación que los crímenes de una edad lejana trajeron sobre nuestras cabezas, coronando con la toma de Granada ese gigante poema de ocho siglos llamado la Reconquista; trono que debiera mostrar a la absorta Europa el más osado genio de su época, y al antiguo, un nuevo mundo arrancado por la fe a las desiertas llanuras del océano; trono, en fin, sobre cuyas gradas sintió Fernando tomar forma en su mente a ese colosal pensamiento que prosiguió un fraile oscuro y acabó un rey no comprendido.
La creación de la monarquía.
El artista, que busca con avidez, para estudiarlos en sus más imperceptibles detalles, los asombrosos restos de la ciencia de nuestros mayores, halla en él uno de los más acabados edificios que produjo esa escuela gentil y creadora que formó la ojiva prolongando el semicírculo; que supo expresar y adaptarse a los diversos y enigmáticos símbolos de nuestra religión, y lanzándose a rienda suelta sobre el ardiente corcel de la fantasía en el espacio sin límites de la originalidad, flanqueó las lujosas arcadas con las desiguales agujas de sus pilares, rasgó las nubes con los agudos chapiteles de sus torres. En las renombradas tribunas de su iglesia, ricas en ondulante crestería; en los entrepaños de su crucero, donde las colosales águilas que soportan los escudos de los reyes, parecen descansar en una gruta de caprichosas estalactitas; en los franjados cornisamentos de su gran nave por los que corren y se enroscan, como una larga serpiente de piedra, los delicados festones en que se confunden y combinan las triangulares hojas del trébol con las del espinoso cardo; en los atrevidos arranques de sus bóvedas, punto en el que se abren en nervios los juncos del pilar, semejando al cruzarse entre sí un bosque de palmeras de granito, puede hacer un profundo estudio de las gallardas proporciones arquitectónicas de ese estilo olvidado, de la armoniosa combinación de sus infinitos detalles.
Y si desea seguir los pasos del arte uno a uno para analizar el escondido misterio de sus rápidas transiciones, de la detenida observación de este mismo edificio puede concluir que la perfección a que ya alcanzaba al trazarlo, precedía muy de cerca a su muerte. En efecto, cuando tocó la ardiente meta a que se propuso llegar, al lanzarse en el estadio de los siglos, se exhumó en Italia el gusto romano, y ya ataviando su esqueleto con las galas platerescas, ya afectando su primitiva sencillez, inundó a las otras naciones bajo la forma del Renacimiento. Nada se respetó: profanáronse los más caprichosos pensamientos de nuestra arquitectura propia a la que apellidaron bárbara; diéronse a los templos la matemática regularidad de las construcciones gentílicas; insultose el santo pudor de las esculturas, arrancándoles, para revelar el desnudo, sus largos y fantásticos ropajes y, tal vez para alumbrar su vergüenza, dejose por la ancha rotonda penetrar la luz a torrentes en el interior del santuario, bañado antes en la tenue y moribunda claridad que se abría paso a través de los vidrios de colores del estrecho ajimez o del calado rosetón.
El poeta, a cuya invocación poderosa, como al acento de un conjuro mágico, palpitan en sus olvidadas tumbas el polvo de cien generaciones; cuya imaginación ardiente reconstruye sobre un roto sillar un edificio, y sobre el edificio con sus creencias y sus costumbres, una edad remota; el poeta, que ama el silencio para escuchar en él a su espíritu que, en voz baja y en un idioma extraño al resto de los hombres, le cuenta las historias peregrinas, las consejas maravillosas de sus padres; que ama la soledad para poblarla con los hijos de su mente y ver cruzar ante sus ojos en una onda de colores y de luz los monjes y los reyes, las damas y los pajes, los heraldos y los guerreros, puede a su antojo, al recorrer el interior de esta fábrica, cuyos ámbitos están llenos de la sombra de los Católicos Príncipes, dar vida a esa era portentosa de valor y de fe, a la que estos dieron el impulso marchando a su frente. Y en la tarde, cuando el crepúsculo envuelve en una azulada niebla los objetos que, al perder el color y la forma, se mezclan entre sí, confundiendo sus vagos contornos; cuando el viento, que combate los muros y recorre las derruidas alas del claustro, suena, al expirar en los huecos de sus machones, como un gemido que se ahoga; cuando solo turban el alto silencio de las ruinas el temeroso rumor del agua de sus fuentes o el trémulo suspiro de las hojas de sus árboles, confusa, como el espíritu de la visión de Job, verá cruzar, entre los desmoronados sillares del hendido muro, una sombra blanca y cubierta de un hábito religioso. Es la marmórea imagen de un santo de la orden que, arrancada de su nicho, permanece aún de pie, en el ángulo de un pilar, entre la losa del sepulcro de un obispo y el capitel de una columna. Pero grábese en aquella frente pálida la honda huella del dolor; enciéndase en aquellos ojos sin pupilas la llama del genio; préstese a sus labios la ligera contracción que les imprime una voluntad de diamante, y se creerá haber sorprendido en su meditación solitaria, al profundo político, al eminente general, al hombre nacido para el poder y el mando, al célebre Cisneros que, después de abandonar su tumba, viene aún a la hora del crepúsculo a recorrer aquellos lugares. Aquellos lugares a donde más de una vez, bajo la grosera capucha de un hábito humilde se fundían en su imaginación de fuego esas ideas gigantes que más tarde, al tomar forma, le pusieron a la cabeza de su siglo. Aquellos lugares a los que le trajo la brisa, con el melancólico clamor de las campanas y los lejanos ecos del órgano que rodaban temblando en los aires al unirse a las graves notas del salmo religioso, el primer suspiro de la noche que iba a nacer, el último rumor del día que acababa de morir.
El convento de San Juan de los Reyes, en sus distintas cualidades de página histórica, de edificio monumental y de fuente de la poesía, goza el triple privilegio de hablar a la inteligencia que razona, al arte que estudia, al espíritu que crea.
II. [RESEÑA HISTÓRICA SOBRE LAS CAUSAS Y ORIGEN DE ESTE FAMOSO TEMPLO]
Cuatro días pasados de la muerte del rey don Juan II, levantáronse los estandartes de Castilla por su hijo don Enrique, no sin haber precedido a esta ceremonia la de la entrega del reino, celebrada como es de costumbre en una junta de grandes que de varios puntos de sus estados al rumor de la muerte del rey acudieron a Valladolid donde acaeció. Con este motivo, las diferencias de los nobles y los asuntos del reino, complicados ya a causa de las revueltas engendradas por las discordias habidas entre el nuevo príncipe y su difunto padre, tomaron un distinto sesgo, si al parecer más venturoso, en realidad de peores consecuencias.
Las locas prodigalidades que al primer Enrique de esta línea granjearon el sobrenombre de el de las mercedes, y haciendo de cada vez más acrecido, con la fortuna, el poder y la soberbia de los grandes, fueron causa de disturbios y rebeliones sin cuento, tornaron a repetirse, so color de justa paga a los servicios prestados y atropellos sufridos en época no remota por sus instigadores y parciales en la rebeldía. Don Juan Pacheco, marqués de Villena, el cual desempeñó uno de los principales papeles en los sucesos que vamos a referir, fue el que, gracias a sus artes y profundo conocimiento de la índole del recién coronado Enrique, tomó para sí y los suyos la mejor presa en aquel festín real de mercedes, en donde los ambiciosos magnates se dividieron a Castilla.
Así arregladas, temporalmente y conforme la índole de los sucesos lo exigían, las dificultades de más bulto, procedió el nuevo rey a juntar cortes, las que se reunieron en Cuéllar. Los estados, a una voz y sin distinción de clases, convinieron en apercibirse a la conquista de Granada, empresa con que quiso señalar don Enrique los principios de su reinado y que con ocasión tan oportuna pudo remitir al parecer de sus súbditos. Al efecto juntose un numeroso ejército del que formaban parte hasta cinco mil jinetes, y dejando en Valladolid, con amplias facultades para entender en los asuntos políticos durante su ausencia, al arzobispo de Toledo, persona de mucha consideración por sus influencias y saber, en compañía del conde de Haro, partiose el rey con su hueste y, entrándose por tierra de moros, llegó hasta la vega granadina. Poco después, y alentado con la impunidad de esta primera tala, derramó sus gentes por la comarca de Málaga de la que, habiendo asolado con hierro y fuego cuanto halló en su camino, tornó sobre Córdoba donde puso sus reales.
A esta sazón don Enrique, que dos años antes de subir al trono alcanzó una bula del pontífice para hacer nulo su matrimonio con doña Blanca de Navarra, fundándose en la esterilidad de esta, aun cuando las hablas del pueblo pusiesen en él la culpa, hizo venir a Castilla a doña Juana, hermana de don Alonso, rey de Portugal, con la que por procurador se había anteriormente desposado. El enlace y las nuevas ceremonias con que este se ratificó tuvieron lugar en Córdoba, en donde como dejamos dicho se encontraba el rey aguardando nueva coyuntura de proseguir la empresa acometida.
Celebróse este acontecimiento con toda clase de regocijos, hiciéronse justas y torneos entre los nobles, y otras especies de juegos y espectáculos para la gente menuda, por lo que renació la esperanza en el ánimo de los más. No faltó sin embargo quien augurase de estas bodas, verificadas entre el bullicio de las armas y el llanto de una mujer ofendida, multitud de males así para el rey como para los suyos, entre los que no entrarían por poco los pueblos, cuya felicidad de la de su señor está pendiente, uniéndolos como los une entre sí una cadena invisible.
Por desgracia, el tiempo, a quien está encomendado el trazar en su curso la línea que divide las falsas de las verdaderas predicciones, vino como suele a confirmar las tristes y desvanecer la ilusión de las dichosas.
En tanto duró el reposo del ejército, y atraídos por la fama de la guerra que contra moros se hacía, fueron juntándose nuevos soldados a los pendones de don Enrique hasta llegar a componer por todos catorce mil jinetes y cincuenta mil infantes, con los que entró segunda vez por tierras de Granada, atreviéndose a poner fuego en la misma vega y a vista de los muros de la ciudad, a los fértiles sembrados de los enemigos. Maniobra hábil con la prosecución de la cual esperaba reducirles a la escasez y la miseria, quebrantando así sus ánimos y bríos para el trance de la batalla.
En esta ocasión, y so pretexto de ser desacertada su conducta en punto al modo de llevar a cabo la empresa, concertaron entre sí algunos de los grandes, entre los que se distinguía don Pedro Girón, maestre de Calatrava, prender al rey y proseguir de otra suerte y en términos más del gusto de la impaciente soldadesca el propósito comenzado. Don Enrique recibió aviso de lo que se urdía, en Alcaudete, lugar convenido por los conjurados para la realización de sus proyectos, y por persuasiones de Íñigo de Mendoza, grande amigo suyo y parte principal en hacerle sabedor de estas tramas, volvió a Córdoba, despidió el ejército y, en castigo de su deslealtad, depuso de los cargos que tenían a los señores más comprometidos en aquel negocio.
La mina de rebeliones y discordias que más tarde debiera estallar en el reino comenzaba a encenderse, y esta fue la primera chispa que, saltando al aire, podía revelarlo a un hombre más previsor y apercibido que el rey.
Todo en adelante pareció conjurar a hacer más breve el término prefijado por la providencia para la realización de estas desventuras. Por un lado, la ineptitud e indolencia para las cosas del gobierno propias del voluble carácter de don Enrique, unidas al poco recato y tiento que más adelante puso en los locos amores a que se entregó, causa de que los nobles y aun los prelados se dividiesen y tomaran partido, ya por la reina, ya por la favorita; por otro, la soltura y censurables costumbres de la misma doña Juana, juntas con el grado de favor y poder a que, en poco tiempo, había subido don Beltrán de la Cueva, mayordomo de la casa real y gran privado de los reyes, contribuyeron a dar pábulo a las envidias y maquinaciones de los grandes, razón al escándalo y hablillas del pueblo.
La no esperada sucesión que al trono de Castilla dio la reina doña Juana en la princesa del mismo nombre, y los muchos desafueros que de consuno parecían encaminarse a disminuir el prestigio y la dignidad del mal aconsejado rey, hizo que al postre estallase el volcán de ambiciones que por largo tiempo ardiera comprimido, y que la soberbia se lanzase a conquistar con las armas del rebelde lo que le fue imposible conseguir con las artes y la asimilación del cortesano.
El arzobispo de Toledo y el marqués de Villena, por entender que don Enrique, a instigaciones de su rival en la privanza don Beltrán, no les miraba con buenos ojos, y temiendo o deseando dar a conocer que temían no se les hiciese alguna fuerza, desde Madrid en donde residía a aquella sazón la corte, marcharon a refugiarse en Alcalá. Don Pedro Girón, maestre de Calatrava, que guardaba oculto su despecho desde que, como dejamos dicho, salió fallida su primera intentona; el almirante de Castilla, con el linaje y deudos de los Manriques, a los que después se allegaron los condes de Alba y de Plasencia con otros muchos nobles, los unos ganosos de acrecentar su fortuna merced a los disturbios, los otros alegres de hallar una ocasión propicia de satisfacer agravios personales, reuniéronse a los descontentos y entre sí trataron de buscar una razón que autorizase sus pretensiones. La privanza de don Beltrán, su trato íntimo con la reina y el dar por seguro que la princesa doña Juana era habida de adulterio con este, y por lo tanto hallarse imposibilitada de suceder en la corona, pareció más que suficiente motivo para tomar las armas y so pretexto de reformar las costumbres de los reyes y los asuntos de Castilla, imponer condiciones al trono.
Al efecto determináronse a marchar sobre Maqueda con idea de apoderarse de los infantes don Alonso y doña Isabel que en aquel punto residían con su madre. No les salió el propósito conforme a su deseo y el marqués de Villena, con rehenes que le dieron para su seguridad, marchó a la corte en donde cierto día penetró armado y rodeado de los suyos en el alcázar, con intenciones de prender al rey y a sus hermanos, proyecto que también salió fallido.
Don Enrique, a quien ni las amonestaciones de algunos vasallos leales ni la gravedad de los sucesos eran parte a despertar del afrentoso sueño en que yacía, antes que acudir con la fuerza a la extinción de los rebeldes y con su acertada e intachable conducta a la de los escándalos, elevó, mediante una bula del Papa, a la alta dignidad de maestre de Santiago a don Beltrán, su favorito, y desoyendo el saludable consejo de la guerra, se avino a vergonzosos tratos de paz con los descontentos que en una atrevida e irrespetuosa carta, fecha en Burgos, le hicieron presente cuanto pretendían.
Con este fin la majestad del rey de Castilla, trasladándose al lugar convenido por los mediadores en el negocio para teatro de los conciertos y en una llanura comprendida entre Cabezón y Cigales, habló por espacio de más de dos horas a campo raso y descubierto con don Juan de Pacheco, jefe de los rebeldes. Este, ya de vuelta con los suyos, desempeñó en aquella farsa de avenencia el papel de un soberano, únicas personas a quienes los reyes dan habla en forma semejante.
De esta entrevista resultó que se concertaron e hicieron estas capitulaciones.
El infante don Alonso debería ser reconocido y jurado heredero y sucesor a la corona de Castilla, a condición de casarse con la princesa doña Juana.
Don Beltrán renunciaría el maestrazgo de Santiago, como habido en menoscabo de la persona y derechos de su primer y legítimo posesor, el ya citado infante don Alonso.
Por último, y para arreglar toda clase de diferencias, deberían nombrarse cuatro jueces, dos por cada una de las partes, los que teniendo por quinto a fray Alonso de Oropesa determinarían entre sí, ejecutándose aquello que los más sintieran y acordaran.
Concluidos estos tratos, hízose traer a los reales de don Enrique al infante don Alonso, cuya edad a once años escasamente llegaría, y después de jurarle con las acostumbradas ceremonias príncipe y heredero del reino, fue entregado a los grandes que lo conservaron en su poder como prenda de seguridad para que se cumpliesen las acordadas capitulaciones.
Estos conciertos, como todos los que con el mismo fin se celebraron más adelante, fueron enteramente inútiles para restablecer la paz deseada. La ambición y la mala fe que los dictaron es una semilla que más tarde o más temprano da su fruto. No tardó este mucho tiempo en aparecer. Los descontentos, en cuyo poder y como en garantía de la palabra real se encontraba el infante, tornaron a juntarse entre sí, y después de nuevos disturbios y protestas en Ávila, punto en donde se les unió el arzobispo de Toledo y al que habían conducido a don Alonso, levantaron a este por rey de Castilla.
El acto tuvo lugar fuera de los muros de la ciudad rebelde. Levantose allí un cadalso de madera en el que se colocó, ceñida la sien con la corona y prendida de los hombros la púrpura real, la estatua de don Enrique.
Tomaron asiento alrededor de ella los principales jefes de la conjuración a los que acompañaba una asombrosa muchedumbre de pueblo, atraída por la novedad de la ceremonia. Cuando todos callaron, leyose en alta voz la sentencia que contra su rey mandaban pronunciar los grandes. En esta sentencia, después de relatar exageradamente sus faltas y errores, le condenaba a ser destituido del trono y públicamente degradado en efigie por la mano del verdugo. Concluida que fue la lectura de este documento, ejecutose al pie de la letra cuanto en él estaba incluido. Desnudose a la estatua de sus vestiduras e insignias de mando. Arrancósele la corona de la frente y arrojósela al suelo desde lo más alto del cadalso, en que como dejamos dicho estaba colocada.
El pueblo, al verla caer, prorrumpió en un grito mitad de aplauso mitad de asombro, y los señores presentes a la ejecución, tremolando al aire los pendones reales, prestaron su juramento al infante, mientras los heraldos levantaban la voz diciendo por tres veces, Castilla, Castilla, Castilla por don Alonso.
La fama de este atentado corrió velozmente de boca en boca. A su rumor alterose el reino, dividiéndose en dos grandes partidos. El uno, aprobando lo ejecutado en Ávila, hizo causa común con los rebeldes. El otro, ardiendo en ira por ver atropellada de una manera tan escandalosa la autoridad real, corrió a reunirse a las filas del escarnecido rey. Don Enrique, en una junta celebrada entre los pocos nobles fieles aún a su trono, hizo un llamamiento al honor y la lealtad de los castellanos. Los castellanos respondieron a su voz aprestándose a las armas.
En este estado de cosas, volviéronse a entablar, aunque sin resultado alguno, conciertos por ambas partes. En estos conciertos el rey perdía el prestigio y sus enemigos ganaban espacio para juntar gentes y allegar dineros con que atender a las necesidades de la guerra, que de cada vez parecía más próxima a estallar.
En efecto sucedió así; don Enrique, perdida la esperanza de reducir a los amotinados merced a razonables y amistosas proposiciones, juntó sus gentes, compró con grandes ofertas nobles que las capitanearan y emprendió el camino de Medina, en donde tenía proyecto de asentar sus reales. Llegado que hubo a Olmedo, los rebeldes, que en aquella villa se encontraban, decidiéronse a aceptar el combate. Apercibiéronse para él, ordenaron sus filas y salieron en son de guerra a la llanura con intención de estorbar el paso o acometer y desbaratar, si necesario fuese, a las haces enemigas. Ya a punto de venir a las manos, el rey manifestó a los suyos deseos de excusar la batalla. No le fue posible el realizarlo, parte por la poca autoridad que aun entre sus gentes tenía, parte por el ardor de estas que a la vista de los contrarios lanzáronse en su busca sin esperar la voz de acometida de sus jefes.
Trabose la pelea, al sentir de los historiadores, una de las más memorables de aquellos tiempos. Después de combatir con una furia y valor increíbles gran parte del día, la oscuridad de la noche los forzó a separarse. Los dos bandos se atribuyeron vanamente la victoria después de la lucha, aunque en realidad ninguno obtuvo ventaja conocida.
Alentados, no obstante, los amotinadores con la impunidad en que se dejó su osadía, prosiguieron levantando por don Alonso todos los lugares en que pudieron tener alguna influencia. Sería muy aventurado y difícil señalar el término a que los disturbios, que de cada vez se hacían de más consideración, hubieran traído al ya casi desesperado don Enrique si la repentina muerte de su hermano no hubiera venido a cambiar completamente la faz de los sucesos.
Tuvo lugar este acontecimiento el 5 de julio de 1468 en Cardeñosa, lugar de pequeña importancia, situado en el camino de Ávila, como a unas dos leguas de la ciudad.
Acerca de la causa y particularidades de su temprana muerte, pues solo tenía quince años cuando esta le sobrevino, corren distintas versiones. Atribuyéronla unos a la peste que entonces andaba por aquellos lugares, otros al veneno, y no faltó quien dijese que fue un castigo de Dios.
Fundábanse los últimos en las palabras de Paulo ii, pronunciadas en el acto de reprender en consistorio a los embajadores de los rebeldes que para tratar de los asuntos de Castilla marcharon a Roma antes del fallecimiento del infante. Ese príncipe, dijo el Pontífice, morirá mozo pagando así con su vida culpas ajenas.
La verdad del caso permanece aún oculta bajo el velo con que los siglos cubren las misteriosas soluciones de los más complicados problemas de la historia.
Toledo, Burgos y algunas otras ciudades que se tenían por los conjurados, con más dos o tres de las principales cabezas de estos, entre los que se contaban el arzobispo de Sevilla y el conde de Benavente, volvieron a la obediencia de don Enrique. El resto de los parciales de don Alonso, que aún persistían en los intentos de arrancar a su actual poseedor la corona, se resolvieron a tomar una nueva determinación. Deseaban poner en lo posible remedio a la falta del malogrado infante que hasta aquel punto sirviera de escudo y pretexto a sus ambiciones. Con este fin trajeron a la infanta doña Isabel, hermana del rey y del difunto don Alonso, desde Arévalo en donde residía, a la ciudad de Ávila. En este punto los revoltosos habían concentrado sus fuerzas y reunido sus jefes. Allí el arzobispo de Toledo, en nombre de los suyos y después de relatarle extensamente la afrenta de la casa real y los males del reino, ocasionados en su mayor parte por la ineptitud de don Enrique y la liviandad de doña Juana, le ofreció la corona de Castilla. Prometiole además ayuda para hacer valer por medio de las armas su incontestable derecho a esta alta dignidad.
Doña Isabel que, a pesar de sus cortos años, reunía ya a la experiencia adquirida en la desgracia esa elevación de pensamiento que más adelante la distinguió en el trono y que la caracteriza en la historia, respondió a las magníficas y deslumbrantes ofertas del arzobispo, rehusando sus proposiciones. Mas esto lo hizo con palabras tan llenas de dignidad y sabiduría que, maravillados los presentes al caso así de su modestia y falta de ambición como de su inteligencia y tacto en los asuntos políticos, se decidieron a poner por obra lo que la infanta les aconsejase. Esta, con sus razones, inclinó los ánimos a la paz e indújoles a que tornaran a la obediencia del rey, respetando sus derechos cuanto le durase la vida. También les dio palabra de que en caso de este faltar, por llamarle Dios a su seno, acometería, fiada en las buenas voluntades que le habían demostrado en aquella ocasión, el tomar el nombre de reina.
Hicieron eco estas razones en la mayoría de los rebeldes; y sea por convicción, sea por ver que, al abandonarlos la infanta, les faltaba la única sombra de derecho a que pudieran refugiarse, comenzaron entre sí a concertar tratos de avenencia. Por este tiempo, el arzobispo de Sevilla, autorizado por el rey, y con gran satisfacción de los grandes, pasó a Ávila. Allí, con la ayuda de algunas personas influyentes y autorizadas, asentó en esta forma las capitulaciones de paz.
La infanta doña Isabel sería declarada y jurada princesa heredera del reino. Se le entregarían las ciudades de Ávila y Úbeda, con las villas de Medina del Campo, Olmedo y Escalona, a condición todo esto de que juraría y cumpliría su juramento de no casarse sin dar parte de ello al rey y alcanzar su venia.
Con la reina doña Juana, mediante una bula del Pontífice expedida al efecto, se celebraría un acto de divorcio. Después esta y su hija, ya sin derecho alguno a la corona, pasarían al reino de Portugal donde la guardarían sus deudos y hermanos.
A los rebeldes sería dado un perdón general, restituyéndoles los bienes, cargos, oficios y dignidades que les quitaron al dar principio los disturbios.
Admitidas estas proposiciones por ambas partes, se señaló el monasterio de Guisando como el punto más a propósito para la entrevista de don Enrique con los nobles. En efecto, después de reunidos en Guisando, el nuncio de su Santidad absolvió a los grandes del juramento hecho a doña Juana y a don Alonso, con lo que unos y otros pudieron prestar sus homenajes a don Enrique, declarando a doña Isabel, según estaba convenido, princesa heredera del trono.
Asentadas las cosas en la forma que dejamos dicho, el rey partió para las Andalucías, marchando la infanta a Ocaña.
Varias y ventajosas fueron las proposiciones de casamiento que diversos príncipes presentaron entonces a doña Isabel por medio de sus embajadores y amigos. El príncipe don Fernando, con la ayuda y diligencia del rey de Aragón, su padre, y los presentes y promesas que hizo a cuantos la rodeaban, fue el que mejor supo alcanzar sus fines, granjeándose la voluntad así de la infanta como de sus consejeros. Don Enrique, a oídas del cual llegó la nueva de estas pretensiones, mostró así en particular como en público el desagrado que le causaban. Esto no fue, sin embargo, parte a detener al arzobispo de Toledo en sus negociaciones con el de Aragón.
Convenido, pues, entre ambos el casamiento de la infanta, condujeron a esta desde Madrigal, en donde se refugió con su madre, a Dueñas, lugar designado por los que entendían en este asunto para reunión de los prometidos esposos. Con esta medida quedó burlada la vigilancia del marqués de Villena que, acompañado de un buen número de jinetes, se puso en camino con intento sin duda de apoderarse de doña Isabel. A este magnate como igualmente a otros nobles que de la parte del rey se encontraban, parecíales este matrimonio contrario a sus miras y valimiento, por lo que en gran manera procuraban estorbarle. Don Fernando, avisado de los suyos, pasó a Castilla encubierto con un disfraz y en compañía solo de cuatro personas. Con estas corrió a reunirse en Osma con el conde de Treviño, uno de sus parciales.
Desde aquí, escoltado por el mismo conde y doscientas lanzas, pasó a Dueñas, lugar en el que, como queda referido, le esperaba doña Isabel. Viéronse, concertáronse, y prevenidas las cosas más necesarias, se efectuó la boda en Valladolid y en la casa de Juan de Rivero, el miércoles 18 de octubre de 1469.
El arzobispo de Toledo, presente al acto, aseguró tener del papa Paulo II una dispensa del parentesco que a estos príncipes unía. Créese, sin embargo, que fue invención propia, a juzgar por la bula que más tarde y a propósito de esta misma dispensa expidió el pontífice Sixto IV.
Ocupábase el rey en arreglar los disturbios que tenían agitada a la ciudad de Sevilla, cuando le llegó la nueva de este enlace.
Recibió de ello mucho enojo, por lo que a las cartas que le dirigieron don Fernando y doña Isabel, leído que las hubo en una junta de nobles, solo respondió que más tarde vería lo que en este asunto determinaba. Llegado que fue el rey a Segovia para donde inmediatamente se partió, volvieron a llegarle embajadores de parte de su hermana. El resultado de esta misión no fue más satisfactorio que el de la primera. Por este tiempo el cardenal Albigense que en compañía de algunos magnates de su nación vino a Castilla, pidió a la princesa doña Juana para esposa del duque de Berri, hermano del rey de Francia. Avínose a ello don Enrique, hízose venir de Portugal a la princesa y a su madre. Señalose un punto para la celebración de los desposorios. Fue este el monasterio de cartujos llamado del Paular que se halla aún en el valle de Lozoya. Cuando todo estuvo dispuesto, acudieron allí el rey, la reina y su hija con un lucido cortejo de grandes y prelados. Tornose a revocar el homenaje hecho a doña Isabel. Juró el rey, al par que su esposa, ser doña Juana hija legítima de entrambos. Desposose esta última por procurador con el duque de Berri y los magnates le prestaron pleito homenaje siendo nuevamente jurada princesa heredera y sucesora en el trono a don Enrique.
La muerte del duque de Berri, que acaeció andado algún tiempo, desbarató la tempestad que por esta parte se preparaba contra Castilla.
Los parciales de doña Isabel no se desanimaron por este acontecimiento. Antes bien, valiéndose de la preponderancia que algunos de sus amigos gozaban aún en la corte, comenzaron a inducir a don Enrique a que la recibiese en su presencia. El maestre ponía de su parte cuanto le era posible para estorbarlo; pero más sagaz o más dichoso que él, Andrés de Cabrera, con sus razones y argumentos, persuadió al rey a su voluntad en tales términos que le hizo consentir en la entrevista.
Aun cuando las promesas y resoluciones de don Enrique tenían de todo menos de seguras, aprestose la princesa Isabel a tentar el vado, y el día 28 de setiembre de 1474, entró en el alcázar de Segovia en compañía de doña Beatriz de Bobadilla, mujer de Andrés de Cabrera, alcaide de la fortaleza.
Cuando el marqués de Villena supo su llegada, escapó en un caballo, y a toda prisa, para refugiarse en Aillón, pueblo no distante de Segovia en el que tenía algunos deudos y amigos.
Don Enrique que, cuando se lo noticiaron, se encontraba en Valsaín ocupado en la caza, una de sus diversiones favoritas, corrió en busca de su hermana. Recibiola con tan grande muestra de cordialidad que don Fernando, movido por las cartas de su mujer, vino a reunirse con ella al alcázar desde Turuégano, en donde se quedó esperando el fin de aquella arriesgada tentativa de reconciliación.
Cuando llegó esta nueva a don Enrique, se encontraba en Valsaín, desde donde se volvió al instante a Segovia, abandonando el ejercicio de la caza en el que se entretenía en aquel lugar. Llegado que hubo al palacio, fue a visitar a su hermana con la que tuvo una larga conferencia. De esta resultó el quedar perfectamente avenidos en materia de pretensiones y reconciliación. Grandes fueron por una y otra parte las muestras de respeto y gozo que se dieron los hermanos en los días que siguieron a esta entrevista. En uno de ellos salió la infanta por las calles de Segovia montando un magnífico palafrén que don Enrique condujo de las riendas para hacerla más honra.
Don Fernando, que permanecía en Turuégano aguardando las resultas de aquella arriesgada tentativa, se decidió, por fin, movido por las cartas de su mujer y las favorables noticias que le llegaban, a reunirse con ella en Segovia. Lo hizo de este modo, y su cuñado le recibió de buen talante y de una manera satisfactoria para los suyos. El pueblo comenzó a concebir esperanzas de que terminarían ya de una vez las discordias que tan de antiguo venían debilitando la fuerza moral del trono y los recursos del reino. Todo parecía aunarse para confirmar esta esperanza, cuando un suceso, casual tal vez, encendió de nuevo las pasiones de unas y otras parcialidades.
El día de los Reyes, la infanta doña Isabel, revestida de sus mejores galas y seguida de don Enrique y su esposo don Fernando, a quienes precedía un lucido acompañamiento de nobles, salieron a pasear por las calles de la ciudad entre las aclamaciones de júbilo de la muchedumbre. Concluido que fue el paseo, comieron reunidos y a una mesa en las casas obispales, en la que Andrés Cabrera, uno de los mediadores en esta reconciliación, les había preparado un suntuoso banquete. En mitad de la comida, el rey se sintió acometido repentinamente por un agudo dolor en el costado, por lo que, desbaratándose la fiesta, se tomó ocasión entre el vulgo y los señores descontentos para atribuir aquella indisposición a un veneno o yerbas que decían haber suministrado al rey los que deseaban sucederle. Con este motivo, la calumnia, pues por tal la tienen los historiadores más respetables, corrió aunque sorda de uno en otros, siendo parte a despertar nuevas sospechas y rencores en el débil ánimo de don Enrique.
Hiciéronse por la vida del rey muchas procesiones y rogativas, con las cuales y la ciencia de sus médicos logró aliviarse algún tanto. No obstante su mejoría, don Enrique no volvió a recobrar completamente la salud después del suceso que dejamos referido, de modo que agravándose sus dolencias, un año después, y cuando cumplía los cuarenta y cinco de su edad, murió en Madrid el domingo 11 de diciembre del año 1474.
No dejó hecho testamento, y según Mariana, a las interrogaciones que sobre materia de sucesión le hizo en el último trance fray Pedro de Mazuelos, prior de San Jerónimo de Madrid, respondió que era su voluntad el que la princesa doña Juana le sucediese en el trono.
La verdad que en esta última declaración pudo haber se ignora, pues por una y otra parte se puso tanto empeño en desfigurar los sucesos relativos a este punto, que hoy el historiador, irresoluto ante las pruebas que de ambos derechos se ofrecen, solo se limita a apuntar los hechos y las opiniones a que estos han dado lugar.
Con la muerte del rey de Castilla, tornaron a dividirse abiertamente los nobles. La mayor parte se unió a doña Isabel, la que se proclamó reina en Segovia. El cardenal de España, el conde de Benavente, el arzobispo de Toledo, el marqués de Santillana, el duque de Alba, el de Alburquerque, el almirante y el condestable, vinieron en busca de la nueva soberana para rendirle sus homenajes y ofrecerle su juramento de fidelidad. Las ciudades enviaron sus procuradores para el mismo efecto. Don Fernando, que a la sazón se hallaba en Zaragoza, partió inmediatamente para Castilla, y entrando en Segovia un día después del año nuevo de 1475, fue reconocido rey de Castilla al par que su esposa doña Isabel, haciéndole los estados sus homenajes y juramento, después de recibir el suyo sobre los Evangelios como es costumbre.
Sobre los derechos y preeminencias de los esposos hubo grande cuestión entre castellanos y aragoneses. Estos pretendían que, por no haber dejado don Enrique varón alguno que le sucediera, la corona pasaba a la descendencia de don Juan de Aragón, como mayor del linaje. Los castellanos se escudaban en que su historia ofrecía numerosos ejemplos de haber heredado el trono las hembras, entre las que citaban a Odisinda, Ormesinda, doña Sancha, doña Urraca y doña Berenguela. Hicieron los letrados estudios sobre el caso, alegose, y díjose de una y otra parte, hasta que, por último, después de tantos pareceres y arreglos desistieron ambos reinos de sus pretensiones concertándose entre los esposos las capitulaciones siguientes:
En los privilegios, escrituras, leyes y monedas, se pondría el nombre de don Fernando el primero, y después el de doña Isabel; al contrario en el escudo y en las armas, pues las de Castilla deberían colocarse a mano derecha y en más principal lugar que las de Aragón. En esto último se tenía consideración a la preeminencia del reino y en lo primero a la del marido.
Los castillos se tendrían a nombre de doña Isabel, y los contadores y tesoreros harían al mismo nombre juramento de administrar bien las rentas reales.
Las provisiones de los obispados y beneficios se extenderían a nombre de ambos; pero se darían a voluntad de la reina, proveyéndose siempre en personas de aventajadas cualidades y doctrina.
Cuando se hallasen juntos, administrarían justicia de común acuerdo; cuando en diversas partes, cada cual lo haría en su nombre y en el lugar en que se encontrase, siendo tan irrevocable el fallo como si por los dos estuviera expedido.
Los pleitos de las demás ciudades y provincias, determinaría en ellos el que tuviese más cerca de su persona los oidores del Consejo; orden que asimismo se guardaría en la elección de los corregidores.
Acordadas en esta forma las disidencias habidas entre castellanos y aragoneses, comenzó don Fernando a ocuparse de los asuntos del reino, que andaba alterado a causa de los muchos parciales que aún tenía en él la Beltraneja. Estos comenzaron a moverse y concertarse animados con la ayuda que les prometió el rey de Portugal, tío de doña Juana, y al que por ser ya esta viuda del duque de Berri, pensaban darla por esposa sus parciales.
En efecto, el de Portugal, deslumbrado por las ofertas que le hicieron y contando con los muchos partidarios de doña Juana que le ofrecían su coadyuvación en la empresa, reunió un lucido ejército, con el que dio principio a las hostilidades entrando en Castilla por las Extremaduras.
Don Fernando y doña Isabel, apenas tuvieron noticia de esta provocación, apercibiéronse a la guerra, y ayudados de los tesoros reales que a este fin les entregó Andrés de Cabrera, después de acuñar gran cantidad de monedas de oro y plata con que atender a los gastos imprescindibles, partiéronse para Medina del Campo. El duque de Alba les hizo entrega de la fortaleza de esta villa, la que ocuparon y fortalecieron, pasando después a Valladolid donde se reunía a la sazón su hueste. En esta ciudad se dividieron los esposos, repartiéndose entre sí el cuidado de la guerra. Don Fernando permaneció en Castilla la Vieja, cuya gente le era más aficionada, y doña Isabel marchó a Toledo de donde hizo salir al conde de Cifuentes y a Juan de Rivera, parientes y parciales del arzobispo de aquella iglesia primada. Este prelado, siguiendo su irregular conducta, aconsejado de su soberbia y creyendo que los nuevos reyes no habían premiado sus servicios con la esplendidez que debían, se separó de la corte y entró en concierto con los parciales de doña Juana. El marqués de Villena, digno hijo del maestre, marqués del mismo título, que durante el reinado de don Enrique, a fines del cual murió, tanto se había distinguido por sus continuas maquinaciones, también se hallaba de acuerdo con los portugueses. No por esto dejaba, siguiendo la costumbre de estos conspiradores de oficio, de entretener relaciones con don Fernando, con el que estipulaba como una mercancía el precio de su fidelidad.
Este príncipe, al mismo tiempo que su esposa ganaba las voluntades de sus vasallos y aparejaba las cosas necesarias para la lucha, aseguró la ciudad de Salamanca y ocupó a Zamora, punto importante cuya entrada le franqueó Francisco de Valdés. Hechas estas cosas, volvieron a reunirse en Valladolid, desde donde redujeron a su servicio la ciudad de Alcaraz y algunas otras villas y lugares que aún no se habían declarado por ellos abiertamente.
El rey de Portugal, entre tanto, rompiendo la frontera de Badajoz con su hueste, entró por tierras de Alburquerque en la Extremadura, y enderezando su camino hacia Plasencia, puso en esta ciudad sus reales. Aquí, persuadido por los partidarios de doña Juana, celebró esponsales con esta. No se pudo efectuar el matrimonio en razón a que se esperaban del Pontífice bulas que los dispensasen del estrecho parentesco que les unía. Después de desposados, alzáronse por reyes de Castilla y tremolaron los estandartes reales a su nombre, ceremonia que, aunque en apariencia, dio color de justicia a su causa y no fue poca parte a aumentar los bríos y la confianza de sus partidarios y ejército.
Dada la señal por uno y otro bando, la guerra se hizo común a todo el reino. Villena, con los lugares que le estaban sujetos, pasó, por persuasiones del conde de Paredes y a condición de ser incorporada a la corona, al servicio de don Fernando. Este que apenas juntaba quinientos caballos al dar principio las hostilidades, merced a los inteligentes esfuerzos de doña Isabel y a su actividad, marchaba ya en compañía de una hueste numerosa compuesta de diez mil jinetes y treinta mil infantes. Con este ejército corrió a socorrer el castillo de Toro, que aún se tenía en su nombre después que Juan de Ulloa entregó la ciudad a los portugueses. No obstante su diligencia, le fue imposible conseguir su objeto. El castillo de Toro, como asimismo la ciudad de Zamora, cayeron en poder del de Portugal, que acampó sus gentes a las inmediaciones de estos puntos. En esta ocasión, el aragonés envió al campo contrario por medio de su rey de armas un cartel de desafío, retando a los portugueses a ponerlo todo en el trance de una batalla. Su antagonista, conociendo cuan imprudente sería este paso de su parte, excusó la pelea y para que no se creyese que la rehúsa era efecto de cobardía, se ofreció a hacer campo de persona a persona con el rey. Esto no pasó de palabras, visto lo cual por don Fernando y conociendo que de entretener sus gentes en aquel lugar no sacaba provecho alguno y sí grandes perjuicios por la falta de dinero que le aquejaba, tornó la vuelta a Medina del Campo. En esta villa juntó cortes, en las que después de haber expuesto la necesidad de socorros en que las circunstancias especiales de la guerra le ponían, consiguió que los tres brazos del reino le concediesen prestada y en calidad de pronta y completa devolución la mitad del oro y la plata de las iglesias. Reforzado con esta ayuda partió nuevamente a poner con sus armas cerco sobre el castillo de Burgos, fortaleza importante que se tenía por sus enemigos. Sabida esta determinación por el de Portugal, marchó en persona a socorrer a los suyos; mas después de haber ocupado el castillo de Baltanás y preso al conde de Benavente, pareciéndole que no podía presentar la batalla a don Fernando, excusó su encuentro abandonando la idea de dar socorro al castillo de Burgos. Más adelante esta fortaleza cayó en manos del de Aragón, rindiéndose a nombre de la reina doña Isabel que a este efecto acudió desde Valladolid donde se encontraba. Mientras, su esposo, que había sido llamado secretamente por Francisco de Valdés, alcaide de las torres de Zamora, ocupó la ciudad y la redujo nuevamente a su obediencia.
Ocupada ya la ciudad de Zamora, puso don Fernando estrecho cerco a su castillo, que aún se tenía por los portugueses. En este punto, el príncipe don Juan, que estaba al frente del gobierno de Portugal en ausencia del rey su padre, avisado de lo que en Castilla pasaba y conociendo que los suyos, faltos del socorro prometido por los grandes, venían de cada vez a peor, hizo nuevas levas y juntas de gentes allegando al mismo tiempo recursos para ponerlos en pie de guerra. Reunió, pues, hasta dos mil caballos y ocho mil peones, con los cuales pasó el puente de Ledesma y vino por sus jornadas a Toro. En este lugar encontró a su padre con tres a cuatro mil jinetes y veinte mil infantes, los que tenía repartidos por los pueblos comarcanos, ocupando las posiciones más ventajosas y conforme con los planes que para esta guerra había concebido. Animados con este refuerzo los portugueses, decidiéronse a venir en ayuda del castillo de Zamora, al que de día en día le era más imposible defenderse. El de Aragón, sin cejar en su propósito de allanar la fortaleza que tenía cercada, redobló sus esfuerzos para conseguirlo e hizo llamamiento de los suyos por si su contrario le ponía en el trance de aceptar una batalla. No fue inútil su diligencia, pues el de Portugal ordenó su hueste y vino a situarse, con ánimos sin duda de dar auxilio al castillo, al pie de los muros de la ciudad en que tenía su asiento y reales don Fernando. Este excusó la pelea y se mantuvo detrás de sus baluartes esperando la ocasión propicia de acometer al enemigo. No tardó en presentarse la coyuntura que esperaba, pues su rival, creyendo de malas consecuencias para sus gentes la inacción en que se hallaban y con el objeto de enderezar por otro punto sus excursiones, un día, antes de amanecer, recogió sus bagajes, levantó sus tiendas y cortando el puente que daba paso desde la ciudad a su campo, comenzó a retirarse con el mayor orden hacia Toro, lugar fuerte y de toda su confianza.
El de Aragón, visto el movimiento de la hueste enemiga, mandó componer a fuerza de brazos el puente destruido, y saliendo con los suyos de la ciudad, emprendió la marcha en su seguimiento. Álvaro de Mendoza, con trescientos jinetes a ligera, se adelantó entonces a todo correr hasta picarles la retaguardia. Su plan era molestarlos y entretenerlos de este modo hasta que el grueso de las gentes de Castilla pudiesen darles alcance. Merced a esta oportuna maniobra y a la lentitud con que por ir en litera marchaba el de Portugal, tuvo espacio don Fernando de ponérsele a tiro de ballesta como a la distancia de legua y media de Toro y a tiempo en que se veían forzados a descomponerse para entrar por una puente estrecha que en aquel sitio divide el camino. El día estaba para concluir y el sol comenzaba a ocultarse tras las colinas cercanas, cuando los dos ejércitos detuvieron su marcha y siguiendo las órdenes de sus capitanes se aprestaron a la lucha. Los jinetes de Álvaro de Mendoza fueron los primeros que dada la señal de acometida cerraron con el enemigo. El príncipe de Portugal, don Juan, que se había colocado en la vanguardia con ochocientos jinetes y algunos arcabuceros, recibió la carga de Mendoza a pie firme, desbaratándole sus gentes y poniéndolas en huida. Entonces se hizo general la pelea. La noche comenzaba a cerrar de cada vez más oscura y la vocería de uno y otro bando se acrecentaba al par que la furia del combate. Los dos reyes marchaban cada cual en el centro de sus filas. Hacia este punto se encarnizó más la refriega. La noche entró; las sombras se tendieron sobre la llanura y todavía la batalla se mantenía en peso sin acabarse de decidir por los unos o por los otros. Ya no se combatía, dicen los historiadores, como en batalla y siguiendo las órdenes de los jefes, no; los gritos de los combatientes, el choque de sus armas y el agudo clamor de las trompetas ahogaban las voces de mando de los capitanes, y hombre a hombre, cuerpo a cuerpo, cada peleaba entre las sombras y la confusión con el que encontraba a su alcance o le oponía resistencia.
Por último cejaron los portugueses poniéndose en desalentada fuga. Las tinieblas se opusieron a que los castellanos los siguieran y desbarataran más por completo. En orden solo se retiraron los que seguían al príncipe don Juan. Este, pasado el primer encuentro de la batalla, se había mantenido a la mira del suceso en una altura próxima al teatro del combate.
Conocido el éxito de su tentativa, don Fernando se volvió a Zamora, no pareciéndole prudente seguir al enemigo que se refugió en Toro.
Doña Isabel recibió la fausta noticia de la victoria en Tordesillas, punto al que se había trasladado para dar más pronta ayuda a su esposo, si por acaso la suerte de las armas les hubiese sido adversa. En la misma hora en que llegó el mensajero, dicen las crónicas, descalza y seguida de su servidumbre se dirigió al convento de San Pablo a dar gracias a Dios por la importante victoria que le había concedido, ratificándose en la promesa de erigir un suntuoso templo en memoria de tan señalado favor.
Efectivamente el éxito de esta jornada sobrepujó a las esperanzas que acerca de sus resultados se habían concebido. El desaliento se apoderó tanto de las gentes del de Portugal como de los parciales y adictos de la Beltraneja. El castillo de Zamora se rindió a los vencedores. Atienza y otros puntos importantes ocupados por los portugueses se recobraron del mismo modo y finalmente, llenos de confusión y vergüenza los pretensos reyes de Castilla, desamparados de sus gentes y de aquellos que les habían prometido su ayuda, tornaron a Portugal perdida toda clase de esperanzas.
Esta última determinación de Alfonso V fue la señal de su completa ruina. Los castillos y lugares que aún estaban a su nombre comenzaron a rendirse unos tras otros y la ciudad de Toro, último baluarte de los suyos, fue tomada por sorpresa bajo la conducta de doña Isabel que con este fin vino de Segovia, a donde para sosegar a sus habitantes se había trasladado.
Ya posesionada de esta postrer fortaleza de su enemigo, la reina marchó a Valladolid con intentos de juntarse a su esposo. Las circunstancias lo dispusieron de otra conformidad y en Ocaña fue donde, reuniéndose al rey don Fernando, emprendieron juntos el camino de Toledo.
Llegados que fueron los reyes a esta imperial ciudad, dieron orden y traza para que se edificase, en cumplimiento del voto de doña Isabel, un suntuoso convento de franciscos, que bajo la advocación de San Juan de los Reyes fuese eterno padrón de su gratitud y piedad.
Para este fin compráronse y se mandaron derribar en el terreno que hoy ocupa el convento unas casas pertenecientes a Alonso Álvarez de Toledo, contador mayor que fue del rey don Enrique IV.
Asegúrase por algunos que los Reyes Católicos habían destinado desde luego este edificio a colegiata. Así lo expresa don Francisco de Pisa en su descripción de la imperial ciudad con las palabras siguientes: “Su designio era que fuese iglesia colegial donde hubiese canónigos y sepultarse allí; y por haberlo resistido la iglesia catedral de Toledo mudaron de parecer”.
Nosotros nos inclinamos a creer que desde un principio se pensó en edificar un convento de la orden de franciscanos. En apoyo de la opinión del ya citado Pisa, solo quedan sus palabras y algunas desacordes noticias que tradicionalmente hemos oído repetir en el mismo Toledo. Un plano que aún se conserva de este templo, en el que se ve ya dibujado el escudo de la orden, y este mismo emblema repetido en la entreojiva que da paso al claustro desde el crucero de la iglesia, corroboran nuestra creencia de una manera más fundada.
Ignórase a quien es debida la traza y dirección de este magnífico templo, como asimismo el año en que, dándose por concluido, comenzó a ser habitado por los frailes de la orden a que se destinaba. En cuanto a lo primero, atribúyese unánimemente el plano del edificio a maese Rodrigo y Pedro Gumiel, porque en aquella sazón se hallaban en Toledo dirigiendo algunas obras notables de la catedral. De lo segundo solo resulta de algunos pasajes de las crónicas de la ciudad imperial que, por los años de 1476 al 1477, los frailes franciscanos habitaban ya el convento. De aquí se colige que en esta fecha estaría a punto de rematarse, si no estaba perfectamente acabado.
Terminada que fue la obra de este suntuoso edificio, recuerdo de su victoria, los Reyes Católicos lo dotaron de una biblioteca formada de escogidos volúmenes. Entre estos, se dice, había códices y manuscritos de un inestimable valor así por su antigüedad y riqueza como por los curiosos datos históricos y científicos que hoy ofrecerían al estudio de nuestros literatos y arqueólogos. Más adelante cuando, terminadas las discordias interiores del reino, estos mismos príncipes volvieron sus infatigables arenas contra el último resto de los dominadores árabes, y Ronda, Málaga y Granada en fin, vieron ondear sobre sus muros la enseña de la cruz, añadieron a esta su fundación una nueva joya histórica. Los grillos y cadenas que en un gran número se habían quitado a los cristianos cautivos en las mazmorras de las ciudades conquistadas, fueron mandados suspender por los piadosos príncipes en la parte exterior de sus muros.
La belleza del estilo arquitectónico de su iglesia y claustro principal y la tradición histórica de su fundación habían ya hecho célebre el convento de que nos ocupamos, cuando le cupo una nueva gloria. El célebre cuanto digno de su fama fray Francisco Jiménez de Cisneros tomó el hábito en él, y andado algún tiempo, cuando perseguido por la rigidez de sus doctrinas y costumbres buscó en la soledad un refugio contra las injusticias de los hombres, halló en este mismo claustro un asilo de paz inexpugnable.
Hasta esta época todo fue parte a aumentar la importancia y el renombre de San Juan de los Reyes; los hombres y los sucesos parece contribuían unidos a esta obra de exaltación. Los mismos sucesos y los mismos hombres a partir de este punto volvieron contra él las destructoras armas de la ignorancia y la barbarie.
En el siglo xvi, después de quedar perfectamente terminados su claustro principal y su iglesia, añadiéronle un segundo patio al edificio. Patio dañoso a la armónica regularidad del convento y de un estilo muy diferente al de la totalidad de la obra.
En el xviii, al lado del evangelio y junto al arco que sirve hoy de ingreso a la iglesia, se levantó arrimada a la parte exterior del muro la capilla de la venerable Orden Tercera. La portada de gusto churriguero de esta capilla contrasta malísimamente con los calados antepechos y las ligeras aristas del exterior de la gran nave a que la han adherido.
En el año de 1808 las tropas francesas ocuparon a San Juan de los Reyes, utilizándole para cuartel y depósito de prisioneros, y cuando les fue preciso abandonarle por efecto de sus operaciones, lo saquearon e incendiaron al par que algunos otros edificios notables de Toledo.
En este desastre fue devorado por las llamas todo el patio últimamente construido y un ala del claustro principal. En la parte superior de esta se hallaba la biblioteca o archivo de que dejamos hecha mención, el cual pereció por completo, desapareciendo con él los preciosos códices de los Reyes Católicos y cuantos detalles y noticias históricas pudieran conservarse acerca de la fundación, traza y anales del tan renombrado templo.
Pasados algunos años y cuando los frailes de la orden volvieron a ocuparle, reedificose una parte de él y se pensó en levantar de nuevo, con los restos que aún quedaban de ella, el ala del claustro principal destruida por las llamas. No se llevó a cabo esta medida por haberse nuevamente extinguido la comunidad religiosa que la concibió.
Los preciosos fragmentos de esa obra maravillosa del arte que aún hoy son la admiración del inteligente que los contempla, quedaron confundidos entre los escombros y las abandonadas ruinas.
La guerra civil estalló entonces y nuevamente este venerable edificio sirvió para custodiar ora víveres y pertrechos militares, ora reclutas y prisiones.
El deterioro que sufrió en esta época solo puede compararse al que le ocasionaron algún tiempo después destinándole, aunque temporalmente, a establecimiento correccional.
Pero la profanación no había llegado aún a su colmo, aún le quedaba que sufrir un nuevo insulto de la ignorancia. Los grillos y cadenas que los Católicos Reyes suspendieron con mano victoriosa a sus muros fueron últimamente arrancados en su mayor parte para forjar con ellos inútiles barreras para un paseo de la ciudad.
Posteriormente se ha reconocido por todos el error de las medidas anteriores. Se ha destinado la iglesia de San Juan de los Reyes a parroquia. La comisión de monumentos artísticos, con el celo que la distingue, ha dispuesto la creación de un museo provincial en el resto del edificio y ya que por falta de recursos no ha levantado el ala destruida, ha puesto al abrigo de la intemperie y las aguas pluviales sus preciosos restos.
III. [DESCRIPCIÓN ARTÍSTICA DE ESTE TEMPLO]
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Interior de San Juan de los Reyes. Original aquí |
Trazado ya el cuadro histórico de los acontecimientos que fueron causa del voto de la católica Isabel, al cumplimiento del cual debe su fundación el convento de San Juan de los Reyes, tócanos ahora hacer su descripción artística, empresa que, aunque superior a nuestras fuerzas y casi imposible de encerrar dentro del círculo estrecho de la palabra, trataremos de llevar a cabo con la exactitud y sencillez posible. Con este fin y siguiendo el ejemplo del artista que, antes de revestir el edificio con los numerosos y complicados detalles que lo engalanan, dibuja su planta y eleva sobre ella con descarnadas líneas el esqueleto, nosotros vamos a levantar primeramente, desnuda de sus arcos ornamentales y sus hornacinas, de sus balaustradas y sus cornisamentos, los muros de la fábrica que intentamos dar a conocer y que más tarde y parte por parte comenzaremos a revestir de sus adornos.
La índole especial de la caprichosa arquitectura a que pertenece este templo hace no solo útil, sino necesaria, esta subdivisión en la parte descriptiva. Siendo así que cada uno de los detalles de su conjunto es otro conjunto que, al aislarlo de la masa general, revela al análisis inteligente nuevos y propios detalles que a su vez se siguen reproduciendo en sí mismos bajo formas diversas hasta un punto increíble, nada nos parece más sencillo que admirar el efecto del todo para descomponerle luego y estudiar una por una las partes que lo componen.
Apuntadas estas ligeras observaciones, entraremos de lleno en el asunto que nos ocupa.
El convento de San Juan de los Reyes está situado hacia la parte más occidental de Toledo, próximo a la puerta del Cambrón y sobre una pequeña altura desde la que se domina el río, la puerta de San Martín y el puente del mismo nombre. Su iglesia consta de una sola y espaciosa nave que, atravesada en la parte superior por el crucero, presenta en su planta la forma de una cruz latina. El ábside o cabecera de esta cruz es polígono y está cubierto por una bóveda que divide en cascos los nervios que la cruzan. Estos nervios, que se unen en su recaída, descansan sobre cuatro esbeltos pilares, y el espacio que cierran los lienzos o entrepaños que flanquean estos pilares constituye la capilla mayor. Inmediata a esta se halla la intersección de la cruz o punto en que la nave del crucero atraviesa a la principal. Aquí y sobre los cuatro ángulos que forman las líneas que dibujan las naves al encontrarse, se levanta una torre octógona cuyos ocho muros, que están perforados para dar paso a la luz, sostienen una bóveda nerviosa y descansan sobre cuatro arcos torales e igual número de pechinas. Las alas del crucero que se prolongan a derecha e izquierda de la capilla mayor o ábside y forman los brazos de la cruz latina están cubiertas cada cual por una bóveda. Los arranques de esta bóveda descansan, dos sobre los pilares del arco toral que sirve de ingreso al ala, y los otros dos sobre los que flanquean la extremidad de la misma.
La gran nave, que constituye el cuerpo de la iglesia, está dividida por haces de columnas agrupadas en cuatro compartimentos de iguales dimensiones. De los capiteles de estos haces se elevan los arranques de la bóveda que la cubre y que está compartida del mismo modo. Los lienzos de muros comprendidos entre los pilares están perforados en la parte inferior por arcos que sirven de ingreso a las alas de las capillas paralelas a la nave y en la superior por ventanas ajimeces. Bajo el último compartimento de la bóveda se encuentra el coro sostenido por un arco rebajado que a la altura del ápice o extremidad superior de los peaños se lanza del uno al otro muro lateral en los que estriba. Tanto a la nave como a la cabecera de esta y a las alas del crucero las divide en dos zonas una cornisa que corre por toda la fábrica a la altura del coro. La arquitectura general del templo pertenece al estilo ojival terciario, esto es, a una de las últimas épocas del gusto llamado gótico; su ornamentación, por lo tanto, es rica en variados y prolijos detalles que, dada ya la idea de la planta y esqueleto del edificio, pasaremos a describir.
ÁBSIDE
Como dejamos dicho, forman el ábside cinco lienzos de muro, en cuyos ángulos hay cuatro pilares empotrados que, al par que los torales, correspondientes a la intersección de la cruz, sustentan la bóveda que lo cubre. Esta se halla cruzada en diferentes direcciones por nervios que la comparten en seis cascos principales y de los que cada uno contiene tres secundarios y aquellos se componen de ocho columnillas agrupadas por entre medio de las cuales corren verticalmente franjas de hojas de cardo, revueltas y picadas con el movimiento y la delicadeza que caracterizan a todos los detalles de este suntuoso edificio. En el entrepaño del testero, las franjas de la cornisa que se extienden por toda la iglesia y la dividen en dos zonas, formando lambeles sobrepuesto el uno al otro, y de los cuales el superior sirve de apoyo al arco ornamental que dibuja en la entreojiva una franja contenida entre filetes. A derecha e izquierda de este arco y paralelas a los lados verticales del lambel sobrepuesto se extiende hasta tocar los pilares flanqueantes una serie de arquitos florenzados que completan la ornamentación del testero. Los dos paños, que se unen a este por sus extremidades, se adornan en la zona superior con un ajimez ornamental. Los otros dos que forman los frentes de la cabecera y se apoyan con uno de sus extremos en los pilares torales, están perforados por ventanas ajimeces de un solo parteluz. La archivolta del arco ojival de estas ventanas es una franja incluida entre filetes, y las jambas, numerosos grupos de aristas o columnillas de bases y capiteles corridos, entre las que se revuelven delicados atauriques. De la misma forma es el parteluz que recibe las recaídas de los arcos cobijados, los que se enriquecen con exquisitas labores de crestería ondeante y cairelada que voltean caprichosamente en su tímpano y entre ojivas.
Debajo de cada uno de estos ajimeces que hemos descrito y en la zona inferior del muro, hay una hornacina de arco carpanel, el cual recae sobre columnillas empotradas. Cobija a este arco un conopio florenzado, compuesto de franjas y molduras con una serie de pomas y frondas desenvueltas, de entre las que se levanta en el ápice un tope rematando en grumo. La hornacina, que contiene una imagen de bulto redondo, tallada y estofada con bastante inteligencia, forma al rehundirse tres caras interiores sobre las que estriba una bovedilla que comparten sus nervios en igual número de cascos. El muro o cara interior del testero está dividido en su mitad por una moldura que corre horizontalmente y sobre la que se ven tres arquitos ornamentales cobijados por un conopio. Tanto este como los arquitos que en él se incluyen están adornados de caprichosa tracería, la que también enriquece el entrearco de las caras laterales. Completan la ornamentación de este nicho dos agujas flanqueantes y divididas en dos zonas. La primera se compone de un haz de columnillas agrupadas, a las que coronan gabletes sobrepuestos, y la segunda de dos arquitos incluidos uno en otro y rematados por gablete con frondas y grumo. Las bases de las columnillas de estas agujas, que son sueltas y forman un acodillado, descansan sobre dos repisas que constan de molduras y florones de hojas picadas.
La hornacina está sobre una ancha franja horizontal que forma un cuadrado con las líneas verticales de los pilares divisorios. Incluidos en este cuadro hay dos arcos gemelos ornamentales, con adornos de tracerías y paneles, los que tocan con su ápice a la parte inferior de la franja antedicha. En el tímpano de estos arcos dos ángeles de alto relieve y vestidos de largas túnicas tienen en sus manos los yugos y flechas, distintivo de los Reyes Católicos. Con estos hacen juego otros dos que, sosteniendo los mismos emblemas, existen en las enjutas o ángulos que trazan en el muro los arcos al incluirse entre los pilares y la franja.
PILARES Y ARCOS TORALES
Los cuatro arcos torales que sostienen la torre colocada sobre la intersección del crucero y sirven de ingreso al ábside, a las alas y a la nave principal, voltean sobre otros tantos pilares que de ellos toman el nombre. Estos pilares, formados de columnillas agrupadas por entre las que corren en línea vertical molduras y franjas, concluyen en un gran capitel principal, llamado así por ser el que todo lo corona y bajo el que se cobijan los capiteletes sueltos de cada una de las columnas que al reunirse forman un solo fuste. Como al tercio de su altura divide y abraza a los dos de estos pilares más próximos a la capilla mayor la cornisa que rodea el templo y se compone de una inscripción entre dos franjas. Esta cornisa que como dejamos dicho comparte el pilar en dos zonas, lo divide asimismo en dos series de columnillas, una superior y otra inferior. La superior arranca de la gran base del pilar y sube a sostener sobre sus capiteles la primera franja que lo atraviesa, y la inferior, que apoya sus pequeñas bases en la segunda, soporta sobre sus remates el capitel general o corona y complemento del todo.El capitel general tiene en su unión con el fuste dos series de bovedillas apiñadas sobre las que corren dos molduras, pometada la una y con tiras de florones la otra. Sobre estas molduras hay una hilera de cabezas de tamaño poco mayor que natural. Estas cabezas, que corresponden a individuos de ambos sexos y están interpoladas con follajes o frondas desenvueltas, son dignas de estudio, más que por su mérito que es bastante poco, por lo bien que caracterizan sus tocados, sus cabelleras y hasta sus facciones el siglo a que pertenecen. Sobre el espacio en que se hallan incluidas las cabezas termina el capitel con una ancha franja entre dos molduras, a la que adorna una delicada crestería cimera cuyas puntas acaban en florones. El todo de este remate que sigue las mismas ondulaciones del pilar parece una gigantesca corona de piedra de la que las franjas son el aro y la crestería los picos.
De estos capiteles se levantan los arranques de los arcos torales por cuyas archivoltas y caras interiores voltean con él, entre filetes y molduras, tiras de florones y franjas correspondientes a las que adornan los pilares. En los ángulos que forman los tímpanos de estos arcos hay cuatro pechinas en forma de conchas, las que por su cara interior están llenas de complicada y elegante tracería con limbos cairelados. Cobijan estas conchas unas columnas o pilaritos sostenidos por repisas y rematando en cabezas de ángeles alados. Por cima de las pechinas y del ápice de los arcos corre una imposta franjada sobre la que se eleva la torre.
TORRE Y BÓVEDA DE LA INTERSECCIÓN DEL CRUCERO
Los muros de esta torre que es octógona descansan sobre la imposta de que acabamos de hacer mención y están perforados por ajimeces de un parteluz en cuya entreojiva la crestería entreverada que la llena dibuja un rosetón. Las jambas de estos ajimeces son grupos de columnillas con capiteles corridos y la cara cóncava o intradós de la ojiva franjas y molduras. En los ocho ángulos que forman al unirse los lienzos de la torre hay otras tantas ménsolas, debajo de cada una de las cuales se ve una figura sentada. Estas ménsolas reciben en su recaída los nervios que cruzan en todos sentidos por la bóveda de la torre, compartiéndola en ocho cascos principales y un sinnúmero de secundarios que combinándose entre sí trazan una estrella.
TRIBUNAS DE LOS PILARES TORALES
Estas tribunas, cuya magnificencia ha llegado a hacerse proverbial entre los inteligentes y admiradores de la arquitectura, están colocadas como a la mitad de la altura de los pilares que sostienen el arco toral de la nave mayor y se dividen en tres zonas. La primera se compone del antepecho y molduras que lo rodean; la segunda, de las ménsolas que la sostienen; y la última, de una prolongación de la ménsola o repisa aguda con que se apunta por la parte inferior. La baranda o antepecho de ambas tribunas consta de cinco lados, los que se adornan con crestería entreverada ondeante sobre la que corre una franja de palmas trenzadas, incluida en filetes y protegida por molduras. Otras dos franjas, separadas por un caveto, de tiras de cuadrifolios la una y de hojas de cardo la otra, corren horizontales por debajo de la tracería del pretil. Este se halla sostenido por dos ménsolas, cada una de tres caras. La mitad superior de las ménsolas la compone un picoteado entre filetes y una magnífica franja de setas entre molduras. La inferior tiene en cada uno de sus frentes un recuadro formado por tracería en el que, debajo de un medio punto y de una corona, se ven ya la Y o la F, iniciales de los nombres de los Reyes Católicos. Las ménsolas o repisas se prolongan haciéndose cada vez más agudas, y siempre formando tres caras. A cada una de estas las enriquecen tres arquitos de diferentes formas, adornados con tracería e incluidos unos en otros, que se apoyan en tres agujas flanqueantes, compuestas de pilarcitos polígonos con gabletes y chapiteles de frondas. Entre estas agujas, sostenidas por repisas y cobijadas por umbelas, hay tres estatuas. El cuerpecito con que remata y se completa la ménsola de la tribuna se apunta por su parte inferior con tracería flabelar o en forma de abanico, la que dibuja dos arcos ornamentales florenzados dentro de una moldura con un contario.
ALAS DEL CRUCERO
Los brazos de la cruz que forma la planta de la iglesia, a los que se da el nombre de alas del crucero, guardan entre sí la misma armonía que todas las partes de este magnífico edificio. Las componen tres lienzos de muro, de los que dos forman los frentes y el restante la extremidad. Estos lienzos están compartidos en dos zonas por la gran cornisa de que dejamos hecha mención, y tienen en los ángulos que trazan al unirse, dos pilares que con los torales correspondientes a su ingreso sostienen la bóveda que cobija el ala y reciben en sus capiteles los nervios que la dividen en cascos. Estos pilares, que hacen juego con los torales, rematan también con bovedillas apiñadas, cabezas interpoladas entre follaje, franjas y crestería cimera semejante a una corona.
Anchas fajas de molduras que bajan verticales hasta el pavimento desde la gran cornisa que corre por el muro, dividen la zona inferior de la extremidad del ala en cinco compartimentos iguales. Estos compartimentos a su vez están cortados en dos partes por una franja incluida entre molduras que los atraviesa en línea horizontal. Al llegar al punto en que se cruzan las fajas verticales con las franjas es de advertir que las molduras en que esta se incluye, pasa una por encima con ella, mientras la otra se esconde para volver a aparecer en el espacio intermediante. Debajo de esta franja hay arquitos ornamentales, enriquecidos con crestería cairelada que contienen en sus tímpanos ángeles de bajo relieve, desnudos y en posturas caprichosas. En la parte superior de las dos en que se divide la zona que describimos y colocados en el centro de los entrepaños, hay escudos con las armas de Castilla y Aragón, contraacuarteladas con las de Aragón y Sicilia. Cada uno de estos escudos tiene encima una gran corona de exquisita labor y está soportado por un águila colosal que le sirve de tenante. Las labores de las coronas son a cual más delicadas y originales. En sus aros se ven franjas de hojas revueltas, tiras de floroncillos y cuadrifolias, lacerías y contarios. Los florones de las puntas son ya de hojas de rosas, frondas desenvueltas o manojos de azucenas en los que el cincel del artífice ha llevado la prolijidad y el gusto hasta un extremo que apenas se puede concebir y que es imposible expresar con palabras. A los lados de este escudo hay un yugo y un haz de flechas, y a los pies dos leones humillados. Cobija todo esto un arco florenzado que se halla sobre el águila, se adorna con un pometado y frondas desenvueltas, termina en tope y grumo y se apoya en dos agujas que flanquean el espacio que ocupa el blasón.
Estas agujas, divididas en tres cuerpos y que se engalanan con serie de arquitos ornamentales enriquecidos de tracería, pometados, crestería cimera, agujas secundarias con chapiteles y grumos, follajes y estatuitas por corona, sirven de marquesina o doselete a igual número de estatuas de bulto redondo que descansan sobre elegantes repisas adheridas a las fajas de molduras que comparten el muro en dirección vertical. En las estatuas, que son de tamaño natural y representan ángeles cubiertos de largas túnicas, santos y reyes, es de notar el adelanto hecho por la estatuaria en el siglo a que pertenecen. Sin haber perdido nada de la tranquila severidad de las figuras primitivas de su estilo, en las de San Juan de los Reyes no se ven esas fisonomías toscas y hasta grotescas, esos paños plegados con amaneramiento y hasta con pesadez que las caracterizan; por el contrario, su dibujo es valiente y el pliegue de sus ropajes, delicado y airoso.
En los entrepaños comprendidos entre las agujas y por cima del conopio florenzado que cobija el blasón hay cuatro arquitos ornamentales, adornados con tracería y paneles, sobre los que corre una gran moldura con tiras de florones que completa la ornamentación de la zona inferior de la extremidad del ala. En el centro de la superior se abre una ventana ajimez de un solo parteluz, con un rosetón de crestería en la entreojiva. Su archivolta se enriquece con tiras de cuadrifolios y franjas, y sus jambas, que constan de igual ornamentación, tienen una imagen sobre repisa cubierta por un doselete. A los lados de este ajimez hay un grupo de tres estatuitas cobijadas por una marquesina principal y dos laterales de menor tamaño. Sostienen a estas figuras tres repisas corridas, cuyo conjunto y el de los doseletes forman una sola hornacina o nicho caprichoso. Los frentes del ala contienen arcos ornamentales gemelos, cuajados de lujosa tracería que corresponde a la riqueza de ornamentación y detalles de la extremidad.
PUERTA DE LA EXTREMIDAD MERIDIONAL DEL CRUCERO
Esta puerta, colocada en la extremidad del ala del lado de la epístola y que hoy da paso al claustro principal contiguo a la iglesia, habiendo servido antes de ingreso a la sacristía, está formada por un arco carpanel muy rebajado o chato. Su archivolta es una franja de hojas revueltas entre molduras que se incluye en un recuadro. Este, que también se compone de molduras, solo deja ver dos de sus extremos, los cuales aparecen por detrás de la curva de la parte superior del arco con la que forman dos pequeñas enjutas. Sobre este arco se levanta otro, ojival, formado por líneas rectas y porciones de círculo, las cuales forman ángulos al encontrarse y dibujan una ojiva ornamental caprichosa, embellecida por dos anchas franjas entre filetes y molduras. De estas franjas, la interior se eleva con el arco desde el arranque hasta el ápice, y la exterior baja desde este punto por las jambas hasta el pavimento. Sobre la moldura que contiene a esta última corre un frondario de hojas desenvueltas y trepantes sobre las que se recuestan dos niños de bajo relieve, desnudos. En el tímpano, o espacio que media entre el arco rebajado y el ojival sobrepuesto, se ve el emblema o distintivo de la religión de frailes franciscanos. Este es un escudo con las cinco llagas de su fundador, el seráfico padre san Francisco de Asís, rodeado por su cordón con nudos, y al que sirven de tenantes dos ángeles mancebos esculpidos en bajo relieve y arrodillados y cubiertos con una larga túnica de pliegues flotantes y airosos.
CUERPO DE LA IGLESIA
Como expresamos más arriba, la bóveda que cubre la nave o cuerpo de la iglesia es nerviosa y está dividida en cinco compartimentos. Los nervios que cruzan a estos, subdividiéndolos en cuatro cascos principales y una multitud de secundarios, se apoyan en su recaída en pilares que a su vez comparten los muros laterales en espacios equivalentes a los de la bóveda. Estos espacios, o lienzos de muro, están divididos en dos zonas por una gran cornisa coronada de crestería cimera y en la que entre dos franjas se lee la siguiente inscripción castellana que corre por toda la nave principal:
ESTE MONESTERIO E IGLESIA MANDARON HACER LOS MUY ESCLARECIDOS PRÍNCIPES E SEÑORES DON HERNANDO Y DOÑA ISABEL, REY Y REINA DE CASTILLA E LEÓN, DE ARAGÓN, DE CECILIA; LOS CUALES SEÑORES POR SU BIENAVENTURADO MATRIMONIO JUNTARON LOS DICHOS REINOS; EL DICHO SEÑOR, REY Y SEÑOR NATURAL DE LOS REINOS DE ARAGÓN Y CECILIA, Y SEYENDO LA DICHA SEÑORA, REINA Y SEÑORA NATURAL DE LOS REINOS DE CASTILLA Y LEON; EL CUAL FUNDARON A GLORIA DE NUESTRO SEÑOR Y DE LA BIENAVENTURADA MADRE SUYA NUESTRA SEÑORA LA VIRGEN MARÍA, Y POR ESPECIAL DEVOCIÓN QUE TUVIERON.
En la zona inferior de los lienzos de muro están los arcos peaños que sirven de ingreso a las capillas. Estos son ojivales, se adornan con franjas de exquisita y variada labor, al par de las que corren paralelas anchas molduras y filetes y recaen sobre hacecitos de columnillas con basas y capiteles sueltos. En la zona superior se abre una ventana ajimez de un solo parteluz, en cuya entreojiva la crestería ondeante y cairelada que la adorna dibuja un rosetón calado. Los pilares que sostienen la bóveda y comparten los muros están compuestos de columnas agrupadas cuyos capiteles se reúnen bajo otro general que los cobija, y cuyas basas cuadriláteras forman un acodillado y cargan sobre otra basa grande y redonda que les sirve de sostén. Como a la mitad de la elevación de estos pilares, dos de las columnillas que lo componen, saliendo del caveto o moldura cóncava por donde suben, se doblegan y reúnen en forma de ojiva con tope, sobre el cual descansa una repisa. Estas repisas, embellecidas con molduras y un florón de hojas picadas que las contiene, sustentan imágenes de santos de bulto redondo y casi de tamaño natural. Cobijan a estas estatuas marquesinas, cuajadas de lujosa tracería, arquitos ornamentales, agujas cuadriláteras coronadas por gabletes y chapiteles, frondarios, grumos, molduras y franjas de exquisita labor.
Sobre la segunda capilla del lado de la epístola y descansando su pretil sobre la cornisa con inscripción que rodea el templo hay una tribuna cuyo antepecho es de crestería ondeante encerrada entre franjas y molduras. Según nos informaron, aquella tribuna contuvo un magnífico órgano tallado y dorado que pereció en el incendio ocurrido en esta iglesia.
CORO
Según dejamos expresado al trazar la planta de la iglesia, el coro se encuentra bajo el último de los cuatro compartimentos en que se divide la bóveda que cubre la nave mayor. Lo sostiene un arco y bóveda rebajados cuyos arranques se apoyan en los muros laterales. La primitiva balaustrada o pretil de este coro ha desaparecido completamente. Sustitúyela en la actualidad una baranda de madera pintada. Consérvase, sin embargo, en esta parte del coro algunos restos de su lujo ornamental por los que puede inducirse cuál sería su riqueza y hermosura antes de ser destruido. En el centro del pretil y sostenida por una elegante repisa colocada sobre la extremidad superior del arco rebajado, hay una estatua arrodillada de tamaño poco menos que natural. Esta estatua representa un heraldo vestido de su armadura. La repisa que lo sustenta consta de dos partes que se enriquecen con molduras y franjas caprichosa y delicadamente entalladas, en las que se enroscan entre filetes hojas de cardo. En los extremos del pretil o ángulos formados por el coro, al unirse a las paredes laterales de la iglesia, se observan dos repisas que sirvieron sin duda de sostén a dos tribunillas cuyos antepechos han desaparecido con el antepecho general del que formarían las extremidades o tal vez no serían más que una prolongación. Estas repisas están compartidas en siete zonas.
La primera de la parte superior es un liso entre dos filetes que contiene algunas palabras de una inscripción en letras góticas.
La segunda, una franja de hojas.
La tercera, dos series de bovedillas apiñadas. En la primera de ellas, las cuatro bovedillas de que consta son conopiales y en sus arcos se incluyen otros florenzados. Las de la serie inferior son lancetales y adornadas por una moldura sencilla que voltea con sus arcos. El uso en el estilo ojival de las bovedillas apiñadas, uno de los adornos característicos del arte mahometano, solo puede estudiarse en Toledo, y muy particularmente en San Juan de los Reyes. Este templo, merced a su profusa ornamentación, ofrece muestra de todas las particularidades que distinguen el gusto a que pertenece su arquitectura.
La cuarta zona es una ancha y lujosa franja de hojas sobrepuestas.
La quinta contiene en una el yugo y en la otra el haz de flechas. Este distintivo, que también se repite, como lo demuestran nuestras anteriores descripciones, en varios puntos del templo, se encuentran en este enlazados con hojas de trébol y flores de anchos pétalos entre los que corre una cinta. Esta zona se ensancha por su parte superior en la que se distinguen los adornos expresados. La inferior, que consta de dos caras y forma un ángulo saliente, está completamente lisa.
La sexta zona tiene primero una moldura lisa y redonda, luego una franja entre filetes, después un ligero angrelado, y por último un liso.
La sétima, o remate de la repisa, se compone de molduras que acaban apuntándose al ángulo del muro.
En el coro hay una sillería de madera pintada y un pequeño órgano, ambas cosas humildes hasta el extremo y desprovistas de toda clase de mérito que pudiera hacer necesario el describirlas. Nos han asegurado que en otra época contuvo una sillería perteneciente al estilo ojival, tallada en alerce, la que fue destruida por la misma causa y al mismo tiempo que el órgano de que hablamos al diseñar la nave.
CAPILLAS Y ALTARES
Siete son las capillas que corren paralelas a la gran nave del templo y cuyos arcos peaños compuestos de franjas y haces de columnillas hemos descrito anteriormente. La primera del lado del evangelio, comenzando a contarlas desde el crucero, está dedicada a la Virgen de la Cabeza. El altar de esta Señora está colocado en la hornacina de un sepulcro y en el lugar que antes ocuparía la urna. Este sepulcro perteneció a don Pedro de Ayala, obispo de Canarias y deán de la iglesia de Toledo, cuya estatua yacente, de tamaño natural y perfectamente esculpida en mármol, se ve aún entre los escombros y fragmentos del claustro de que más adelante nos pasaremos a ocupar. El arco sepulcral que forma la hornacina al rehundirse en el muro consta de un cuerpo de arquitectura del Renacimiento de gusto plateresco y se adorna con cuatro pilastras vaciadas llenas de bajos relieves y ornatos pertenecientes a este estilo.
En el lienzo oriental de esta capilla puede observarse una pequeña puerta arqueada que, perforando todo el espesor del muro y por detrás del pilar toral correspondiente a este ángulo, comunica con una de las alas del crucero. El altar, los santos y las pinturas de esta capilla, no ofrecen al estudio nada de particular ni digno de mencionarse. En el segundo lienzo de los varios en que está compartido este mismo lado de los muros laterales de la nave, se halla la puerta principal que sirve de ingreso al templo. Esta por su parte interior no presenta nada notable o necesario de ser descrito.
En el testero de la segunda capilla se ve un retablo moderno con una Concepción sin importancia alguna considerada bajo el punto de vista artístico. Hay también algunos cuadros comprendidos en el mismo caso que los de la capilla anterior.
La tercera y última capilla de esta ala se encuentra en el último compartimento del cuerpo de la iglesia. Se ingresa en ella por debajo del arco rebajado que en este lugar sustenta el coro, punto en que se halla su arco peaño o de entrada. En los cascos en que se subdivide su bóveda se observan aún algunas pinturas al fresco bastante maltratadas y de escaso valor. El altar que contiene carece completamente de gusto y mérito. Por los muros corre la siguiente inscripción:
ESTA CAPILLA ES DE FRANCISCO RUIZ URBAN DE LA BARRA, FAMILIAR DEL SANTO OFICIO Y JURADO DE TOLEDO, NATURAL DE LA VILLA DE LUMBRERAS, ALCALDE DE LOS HIJOS-DALGO DEL REAL VALLE DE MENA, AÑO DE 1639, Y DE DOÑA ISABEL DE VILLAROEL, SU MUGER, DE SUS HEREDEROS, 1650.
La primera del ala de capillas del lado de la epístola se conoce bajo la advocación de san Antonio y contiene un sencillo retablo moderno y algunos cuadros menos que regulares.
En la segunda, dedicada a san José, hay otro arco sepulcral de estilo ojival, perteneciente a la última época y de bastante ligereza y gusto, aunque sencillo. Ignoramos a quién pertenecería este sepulcro cubierto hoy por un retablo corintio, al que adornan columnas estriadas y pinturas que ocupan los espacios de su intercolumnio y zócalo.
En el altar de la tercera se nota un Cristo de menos que mediana escultura llamado de la Fe, del que la capilla toma su nombre.
La cuarta y última de este lado contiene dos retablos y algunas imágenes traídas allí de otras iglesias y que carecen de mérito que las haga acreedoras de especial mención.
El altar mayor de la iglesia de San Juan de los Reyes, como los de sus capillas, no ofrece campo alguno a la observación y al estudio en su parte arquitectónica. Compónese de un tabernáculo de estilo del Renacimiento que forma una cúpula sostenida por columnas y colocada sobre una gradería. A los lados de esta, dos ángeles de tamaño casi natural sostienen dos lámparas. En el centro de la cabecera del templo o paño principal del ábside se ve un lienzo de gran tamaño que representa a san Martín en el acto en que, deteniendo su caballo a la vista de un mendigo, divide con él la capa que le cubre. Al lado de la epístola, arrimado a una de las ochavas laterales del ábside y debajo de un dosel de terciopelo, hay un crucifijo de marfil de bastante mérito. Este, que tendrá próximamente tres palmos de altura, nos dijeron fue traído de Roma por el cardenal Lorenzana. Ignoramos hasta qué punto sea cierta esta noticia.
En la mesa del altar y colocada sobre una peana se admira también una buena imagen de san Francisco, copia exacta y notable de la que se guarda en la sacristía mayor de la iglesia catedral.
En los frentes de las alas del crucero inmediatos al ábside se encuentran dos pequeños retablos de madera dorados en cuyo centro y entrepaños hay algunas figuras de medio relieve.
PÚLPITOS Y OTRAS PARTICULARIDADES DE LA IGLESIA
Los púlpitos de San Juan de los Reyes son dos. Uno de ellos, moderno y de una estructura pesada y formado de jaspes de color oscuro, está arrimado al pilar toral del lado del evangelio, sobre el cual vuela la magnífica tribuna que hemos descrito, con la que hace una malísima armonía. El otro se halla colocado en el pilar que divide la primera de la segunda capilla del lado de la epístola. Su forma es octógona y lo sostiene una columna árabe. Sus ochavas o caras exteriores se adornan con tracerías, nichos y arcos ornamentales pertenecientes al gusto transitivo. Llámase así al estilo que sirvió de punto de intersección entre el ojival que se adulteraba y el renacido que comenzaba a formarse y a invadirlo todo. En el centro de las ochavas se ven también santos de la orden de san Francisco hechos en relieve. Los que sustentaban las repisitas colocadas en los ángulos han desaparecido tal vez al mismo tiempo en que fueron maltratados gran parte de los adornos que enriquecen este púlpito, al que también le falta la escalera.
La inscripción que corre por entre las franjas de la gran cornisa que rodea el ábside y las alas del crucero, correspondiendo a la de la nave mayor, es latina, está borrada en algunos puntos y comienza así:
CHRISTIANISSIMI PRINCIPES ATQUE PRAECLARAE CELSITUDINIS FERDINANDUS ET ELISABETH INMORTALIS MEMORIAE HISPANIARUM ET TUTAE ILLIQUE CECILLAE ET JERUSALEM CONSTRUXERUNT, ETC.
Por último, las dimensiones de la iglesia son ciento noventa y cinco pies de longitud por cuarenta y tres de latitud, suponiendo que se excluyen las capillas. Estas tienen en cada lado quince pies de extensión. La longitud del crucero es de sesenta y nueve, y el ancho de todo el cuerpo incluyendo las alas, setenta y tres.
EXTERIOR DEL TEMPLO
Descrita ya la ornamentación interior de la iglesia de San Juan de los Reyes con la exactitud y prolijidad que nos ha sido posible dentro del círculo que de antemano nos habíamos trazado, pasaremos a dar a conocer a nuestros lectores la del exterior. Presenta este una forma cuadrilátera, al norte de la cual está la portada principal, al oriente el ábside o cabecera de la iglesia, al mediodía el claustro y al occidente la imafronte o fachada de los pies de la nave.
La parte exterior del ábside está dividida en dos zonas y compartida en entrepaños correspondientes a los del interior. Flanquean a estos entrepaños seis pilares o estribos compuestos de haces de columnas agrupadas con bases y capiteles sueltos en la zona baja. Como a la mitad de la altura de estos pilares, y descansando sobre una moldura volada bajo la que se reúnen los capiteles de la primera serie de columnillas, hay en cada una tres estatuas de piedra. Estas estatuas de tamaño natural, que representan heraldos con sus mazas al hombro, tienen esculpidas en el pecho y en la parte anterior de la sobreveste las armas de Castilla, León, Aragón y Sicilia, blasón de los Reyes Católicos, y están cobijadas por una marquesina con frondarios y grumo. Sobre esta marquesina se levantan otras series de columnitas con gabletes sobrepuestos y coronados de frondas subientes hasta rematar en un airoso pináculo asimismo enriquecido de hojas agrupadas y terminado por un tope con grumo. Los lienzos de muro comprendidos entre los estribos se adornan en la zona baja con una serie de arcos ornamentales que engalana una ligera tracería, y en la alta con otra serie de arcos, ornamentales también, de los cuales cada uno cobija a otros dos de menores dimensiones o ventanas ajimeces con elegante tracería en la entreojiva, franjas con filetes en la archivolta y columnillas en las jambas. El todo está coronado por un antepecho de tracería perforada, contenida entre molduras, la cual da una ligereza grande al edificio.
El exterior de las alas del crucero también está dividido en dos zonas. La inferior ostenta una serie de arcos ornamentales sostenidos en esbeltas pilastritas que descansan en una moldura lisa por debajo de la cual salen como soportándola un número de canecillos igual al de las basas cuadriláteras de las pilastras. Esta moldura, cuyo último filete resalta ligeramente sobre la superficie del muro, se va rehundiendo en él hasta formar un hueco en cada uno de los entrearcos o espacios intermediantes.
La zona superior tiene en su centro una ventana ajimez cuya ornamentación consta de una ancha franja de hojas revueltas, incluida entre molduras, que le sirve de archivolta; otra que corre por el intradós o cara interior del arco, conteniendo al llegar a las jambas del ajimez dos estatuas sostenidas sobre delicadas repisitas y cubiertas de doseletes; dos haces de columnitas que sostienen las recaídas de dos arquitos angrelados, y por último, crestería entreverada que en la entreojiva dibuja un rosetón calado, en cuyas perforaciones existen aún algunos restos de los vidrios de colores que en algún tiempo deberían cubrir el vano de la ventana. A los lados de estas, una rica moldura traza en el muro dos recuadros, en cada uno de los cuales se incluyen dos arcos ornamentales, en los que a su vez se incluyen igual número de arquitos más pequeños. Unos y otros se adornan por su parte inferior con resaltos de ligera tracería. Corona esta parte del templo una cornisa atalusada sin franjas ni filetes, sobre la que se eleva un antepecho perforado. Este, que es en todo semejante al que remata el ábside, se apoya con sus extremos en dos pináculos flanqueantes enriquecidos con haces de columnillas, gabletes sobrepuestos y grumos por conclusión.
La torre de la intersección del crucero se la ve levantarse sobre el ábside. Flanquean sus ocho lienzos, cuatro de los cuales están perforados por otras tantas ventanas que dan luz al interior de la iglesia, ocho estribos divididos en zonas profusamente adornadas con series de arquitos que rematan en gabletes coronados de hojas trepantes y pináculos con cuatro listones de frondas que suben por sus ángulos hasta terminar en un tope con grumo. El delicadísimo antepecho con que concluye esta torre, a través de cuyos calados pasa la luz, termina con gallardos adornos de crestería cimera, asimismo tan prolijamente labrados que parece imposible puedan resistir a las injurias de las estaciones y a la mano destructora de los siglos.
Partiendo desde el arranque de la torre, se prolongan los muros de la nave compartidos por estribos correspondientes a los pilares del interior del templo. En el espacio intermedio de estos estribos se ven las ventanas ajimeces de un solo parteluz que iluminan la iglesia. El muro correspondiente al respaldo de las alas de capillas sale a formar una sola superficie con el de las alas del crucero a cuyo nivel se hallan, y se corona con una cornisa de molduras y crestería cimera.
Por el lado del evangelio está unida al exterior de la nave desde la imafronte hasta la segunda capilla, la de la venerable Orden Tercera, cuya portada, perteneciente al gusto churrigueresco, contrasta de una manera chocante con la gentileza y armónica disposición de la fábrica a que con tan poco acierto como gusto la han adherido. La planta de esta capilla es cuadrada, y ni en su interior ni en su portada ofrece cosa alguna que la haga digna de mencionarse. En el compartimento inmediato a la capilla de la Orden Tercera se encuentra la portada que da ingreso al edificio. Esta consta de un arco semicircular compuesto de molduras. Sobre la superior suben frondas desenvueltas que se reúnen a los extremos de un conopio colocado sobre el ápice de la archivolta. Entre las que corren por el intradós o cara interior del arco, hay varias tiras de floroncillos dentro de una hilera de casetones de forma cuadrangular. En las jambas, sustentadas por repisas y cubiertas de doseletes, hay dos imágenes. Flanquean a esta puerta cuatro pilares en forma de columnas sueltas cuyos fustes están divididos por una ancha abrazadera franjada y labrados por estrías verticales. Las basas de estas columnas son cuadradas, y los capiteles polígonos con tambor estriado y ábaco de molduras. Sobre estos capiteles hay plantadas igual número de agujitas cuyas bases tienen la misma forma y lados que el ábaco que las sustenta y por cuyos ángulos suben frondas que se reúnen y rematan en un grumo. En los espacios que quedan entre columna y columna, se ven una sobre otra dos estatuas de bulto redondo. El doselete que cubre a la inferior se prolonga, y ensanchándose de una manera caprichosa, sirve de repisa a la superior. Esta última está cobijada por una lujosa marquesina, compuesta de arquitos ornamentales, agujitas y paneles que terminan con frondas ligeramente desenvueltas. Sobre el ápice del arco semicircular de la puerta, escondiéndose por detrás del conopio con que esta se adorna y a la altura de los capiteles flanqueantes, corre un cornisamento de arquitrave y cornisa formados por molduras y friso prolijamente labrado. En las enjutas que dibuja la archivolta de la puerta al incluirse entre este y los pilares se ven esculpidos en bajo relieve el yugo y flechas. Sobre la parte alta del cornisamento se elevan dos conopios florenzados incluidos el uno en el otro y enriquecidos con adornos que recuerdan las tracerías y frondas con que estos suelen engalanarse, pero cuyas formas han perdido ya parte de su gracia y pureza. En el centro del conopio incluido hay un nicho que contiene una imagen del Salvador, y sobre su ápice un tope en el cual descansa un águila soportando un escudo con las armas de Castilla, León, Aragón y Sicilia. El remate del conopio incluyente se compone de una cruz que aparece por detrás de la cabeza del águila y completa la ornamentación de esta portada, a cuyos lados se levantan dos de los estribos que comparten los muros. Estos estribos, cuya última zona está cuajada de adornos, haces de columnillas, gabletes y frondarios, sostienen sobre unas ménsolas y como a la mitad de su altura dos reyes de armas de tamaño poco mayor que natural.
Trazó el plano de esta portada Alfonso de Cobarrubias, célebre arquitecto, a cuyo cargo estuvo encomendada una gran parte del alcázar de Toledo; mas no habiéndose puesto mano a la obra de ella hasta el año de 1610, cuando ya había fallecido el autor, créese que el diseño debió sufrir grandes modificaciones. En efecto, nótase en el conjunto de esta parte del edificio una extraña mezcla del estilo ojival y de algunos bien caracterizados rasgos del renacido que empezaba a sucederle. Los casetones del intradós o cara interior del arco de la puerta, las columnas pareadas que lo flanquean, las cuales después de quitarles las agujas que sobre sus capiteles se han plantado parecen pertenecer al gusto plateresco, las mismas estatuas que bajo los doseletes sostienen las repisas de los intercolumnios, son objetos dignos de estudio para el que desee seguir una a una la obra de transformación que en esta época sufrió la arquitectura española.
La imafronte o fachada de los pies de la iglesia guarda el mismo orden de ornamentación que la parte exterior de las alas del crucero. Como ellas consta de series de arcos ornamentales y de una ventana ajimez de un solo parteluz con archivolta franjada y crestería ondeante que dibuja un rosetón en el entrearco.
CLAUSTRO
Descrita ya con la exactitud que nos ha sido posible la iglesia del convento de San Juan de los Reyes y examinados uno por uno los ornatos que avaloran esta fábrica, una de las más completas y peregrinas que en su género existen, réstanos dar una idea de su claustro.
Este se halla situado contiguo a la iglesia; su planta es cuadrada y rodea un patio de la misma figura cuyo diámetro es de setenta y cinco pies. Constaba de veinticuatro bóvedas cuyos arranques sostenían cuarenta y ocho pilares, pero de las cuatro alas de que se compone solo se conservan en buen estado las de oriente, norte y occidente, hallándose casi destruida por completo la del mediodía. Vense aún, sin embargo, en esta restos de los pilares y ajimeces con que se adornaba. Cada una de las alas consta de una bóveda nerviosa cuyos arranques descansan sobre pilares esbeltísimos. De estos pilares, unos están empotrados en los muros que dibujan el perímetro del claustro y los que le corresponden enfrente y cierran la luna forman machones con los estribos a que están unidos por su parte posterior. En los espacios intermediantes de estos machones hay cinco grandes ventanas ajimeces de un solo parteluz que inundan de claridad las alas, por los muros de las cuales y a la altura de los arranques de las bóvedas corre una ancha cornisa.
Trazada la planta y disposición del claustro, pasaremos a dar a conocer detenidamente los prolijos y maravillosos detalles que lo embellecen. La regularidad que guardan entre sí todas las partes de que se forma, facilita hasta cierto punto su descripción, pues dada a conocer la ornamentación de uno de sus pilares o ajimeces, esta se hace extensiva a todos los demás de su clase.
BÓVEDAS
Como anteriormente queda expresado, cubre a cada una de las alas una bóveda que dividen en cinco compartimentos cuadrados los nervios que la cruzan. Estos nervios, que son bastante gruesos y se componen de dos series de molduras lisas y redondas, arrancan de los capiteles de los pilares y subdividen cada uno de los compartimentos por donde corren en direcciones encontradas, en nueve cascos, dibujando en su centro un recuadro en forma de rombo.
PILARES
Estos son casi completamente iguales entre sí. Pueden dividirse en dos zonas, una baja que comprende la base hasta el punto en que vuela la repisa, y otra alta en que se incluye esta hasta tocar el capitel general o punto de donde arrancan los nervios. La zona inferior del pilar presenta tres caras, cuyos ornatos se corresponden con la mayor exactitud; tres molduras redondas y lisas que corren por sus ángulos en línea vertical dibujan en la parte alta un arco ornamental del valor de medio círculo dentro del cual una delicada tracería cairelada y sobrepuesta traza dos arquitos angrelados incluidos el uno en el otro.
Como a las dos terceras partes de la altura de cada uno de estos lados, se enriquece el espacio liso intermediante entre las molduras mencionadas con un ajimez también ornamental lleno de prolijos y delicadísimos adornos del género a que pertenece. Este ajimez consta de un arco conopial con frondas desenvueltas que termina en una macoya de hojas ligerísimas relevadas con mucha valentía y dispuestas en forma de triángulo, de dos arquitos gemelos cobijados por el conopio y crestería ondeante que en su entreojiva forma un rosetón con varias perforaciones. Las recaídas de estos arquitos se apoyan, dos en el capitel de un parteluz o columnita aislada, y las otras dos, reunidas con las del conopio incluyente, en varios capiteles sueltos compuestos de molduras, los cuales coronan unas columnitas agrupadas. Estas columnitas bajan en línea vertical hasta encontrar la base redonda y general del pilar, la cual sustenta sus pequeñas bases cuadriláteras. En este punto dos anchas molduras e igual número de filetes sueltos cortan en dirección horizontal la parte interior de las entrejambas del ajimez, y rehundiéndose progresivamente, forman con el parteluz, por detrás del cual se esconden, recuadros escalonados.
Corónase el todo de este pedestal con una cornisita volada compuesta de una ancha franja de grandes hojas picadas incluida entre dos lujosas molduras y crestería cimera perforada formando picos. Saliendo del interior de esta corona de crestería, aparece un cuerpo liso que también consta de tres caras y tiene la figura de un talus, el cual sostiene una especie de pretil adornado por molduras y grupos de setas u hojas redondas, con el que termina la zona baja del pilar cuyo total tiene alguna semejanza con un candelabro. La zona superior se compone en primer lugar de un haz de columnas agrupadas a las que corona un capitel corrido y ondulante adornado de hojas revueltas que cubren su cubo. Adherida como a la mitad del fuste de estas columnas, cuyos remates inferiores se ocultan detrás del pedestal anteriormente descrito, vuela una elegante repisa cuya mitad superior la forma un tablero polígono que descansa sobre cogollos de hojas dispuestos en la misma figura que él, mientras la inferior, cuya forma es esférica y está asimismo enriquecida con follajes relevados, se apunta por abajo al pilar con un remate de molduras.
Sobre la repisa que acabamos de mencionar descansa una figura de piedra de bulto redondo. Cubre a esta figura un doselete umbela, flanqueado por cuatro agujitas cuadriláteras, con gabletes erizados de frondas y rematando en grumo, que se engalana con tres arcos florenzados cuyas recaídas se unen al remate inferior de las agujas, se divide en dos zonas con igual número de series de arquitos ornamentales con tiras de pometados y se corona por último con un lujoso remate de crestería cimera perforada. Este doselete, que completa la ornamentación del pilar, está adherido a la parte superior del fuste de las columnas agrupadas, los capiteles reunidos de las cuales aparecen por cima de su diadema de crestería.
En los cuatro ángulos que trazan las alas de ventanas ajimeces, los machones o pilares son más gruesos y tienen cada uno dos figuras más con sus correspondientes umbelas y repisas. De estas, las primeras son enteramente iguales a las ya descritas, y las segundas son cuadriláteras y se adornan con una franja entre molduras redondas y follaje revuelto, apuntándose al muro con un remate de molduras.
VENTANAS AJIMECES
Ocupan el espacio que media entre los machones que rodean la luna del claustro grandes ventanas ajimeces que dan luz a su interior al mismo tiempo que prestan ligereza y elegancia al todo de la fábrica. Estas ventanas constan en primer término de una grande ojiva cuyo vano es casi de la misma anchura que el lienzo en que está abierta. Una ancha franja de hojas picadas y revueltas con el mayor gusto y gallardía corre por su archivolta, en tanto que otra de las mismas dimensiones y cualidades voltea por el intradós del arco, que contribuyen a embellecer con los caprichosos enlaces de sus tallos y sus frutos. Cobijados por la ojiva principal o incluyente y trazados por una tira de cuadrifolios, se ven en su centro dos arquitos angrelados que se engalanan con tracería sobrepuesta y cuyas recaídas unidas sostiene un parteluz. Este es cuadrado y se adorna con cuatro tiras de cuadrifolios e igual número de columnillas sueltas las cuales, colocadas en sus ángulos, sostienen sobre sus pequeños capiteles el capitel franjado y general del parteluz. Las recaídas separadas de estos arquitos, como asimismo las de la ojiva cobijante, se apoyan sobre haces de columnillas agrupadas que, empotrándose en los machones adheridos a la parte posterior de los pilares, forman las jambas del ajimez. La entreojiva de este se halla completamente cuajada de caprichosos dibujos trazados por tiras de cuadrifolios y crestería entreverada ondeante por entre cuyas perforaciones penetra la luz.
PORTADAS
Tres dignas de llamar la atención pueden observarse en este claustro. La primera, colocada en el último entrepaño del ala del occidente, corresponde en un todo a la de la extremidad del crucero de la iglesia con la que comunica y que ya conocen nuestros lectores. En su entreojiva se ve el busto de la Verónica de medio relieve sosteniendo entre sus manos el sagrado lienzo con el rostro de Nuestro Señor Jesucristo. La segunda, abierta en el espacio del muro más inmediato a este último y ya en el ala del norte, está formada por dos arcos incluidos el uno en el otro, los cuales se dibujan en el muro por medio de franjas cuyas recaídas sostienen haces de columnillas agrupadas. En el entrearco de esta hay también de relieve un crucifijo con la Virgen y san Juan a sus pies. La tercera, que daba paso al claustro moderno, también se adorna con franjas y grupos de columnillas.
La cornisa que corre alrededor del claustro contiene una inscripción en letras góticas destruida en varios puntos y contenida entre dos lujosas franjas que dice así:
ESTA CLAUSTRA ALTA Y BAJA, IGLESIA, Y TODO ESTE MONASTERIO FUE EDIFICADO POR MANDADO DE LOS CATÓLICOS Y MUY ESCELENTES REYES D. FERNANDO Y DOÑA ISABEL, REYES DE CASTILLA, ARAGÓN Y JERUSALÉN, DESDE LOS PRIMEROS FUNDAMENTOS, A HONRA Y GLORIA DEL REY DEL CIELO, Y DE SU GLORIOSA MADRE Y DE LOS BIENAVENTURADOS SAN JUAN EVANGELISTA Y DEL SACRATÍSIMO SAN FRANCISCO SUS DEVOTOS INTERCESORES; Y DENTRO DE LA EDIFICACIÓN DE ESTA CASA, GANARON EL REINO DE GRANADA Y DESTRUYERON LA HEREGÍA Y LANZARON TODOS LOS INFIELES, GANARON TODOS LOS REINOS DE... Y DE INDIAS, Y REFORMARON LAS IGLESIAS Y LAS RELIGIONES DE FRAILES Y MONJAS QUE EN TODO SU REINO TENÍA NECESIDAD DE REFORMACION: Y DESPUÉS DE TAN GRANDES Y ESCELENTES OBRAS, EL REY DE LOS REYES JESUCRISTO LLAMÓ DEL NAUFRAGIO DE ESTA PERECRINACIÓN A LA DICHA SEÑORA REINA, PARA DARLE GALARDÓN Y PREMIO DE TAN ESCLARECIDOS SERVICIOS COMO VIVIENDO EN ESTA VIDA LE HIZO, Y FALLECIÓ EN MEDINA DEL CAMPO VESTIDA DEL HÁBITO DE SAN FRANCISCO A XXV DE NOVIEMBRE DE MDIV AÑOS.
Así en las figuras adheridas a los pilares, las que representan santos, reyes, ángeles, vírgenes o guerreros, como en las franjas que voltean con las ojivas, es digno del estudio de los inteligentes la manera franca y desembarazada con que se han ejecutado, el rico tesoro de imaginación y de gusto invertido por sus autores para variar hasta el infinito, ya la clase de hojas y frutos con los fantásticos caprichos que las terminan, ya la expresión y carácter de las imágenes con los prolijos y lujosos doseletes que las resguardan. El resto del edificio o parte destinado en otra época a habitación de los frailes y hoy a museo provincial, no ofrece nada digno de llamar la atención si se exceptúan la escalera que da paso al claustro superior, trazada por Alfonso Cobarrubias y perteneciente al gusto del Renacimiento; el lugar que ocupó la celda del célebre cardenal Cisneros, notable por la tradición histórica que a él se halla unida, y una cruz adornada con follajes, colocada en una hornacina socabada en el muro sobre el vano de la puerta del convento, a cuyos pies se ven dos buenas estatuas casi de tamaño natural, de las que una representa a la Virgen María y la otra al apóstol san Juan, el discípulo predilecto del Salvador.
Del claustro moderno, contiguo al de que nos acabamos de ocupar, solo quedan algunas ruinas por las que se puede colegir pertenecía al gusto del Renacimiento, el más en boga en la época a que se debe su ejecución.
IV o [REFLEXIONES SOBRE SUS RUINAS]
Silenciosas ruinas de un prodigio del arte, restos imponentes de una generación olvidada, sombríos muros del santuario del Señor, heme aquí entre vosotros. Salud, compañeros de la meditación y la melancolía, salud. Yo soy el poeta. El poeta, que no trae ni los pergaminos del historiador, ni el compás del arquitecto; que ignora aun el tecnicismo del uno, y apenas sí merced a las tradiciones que guarda en sus cantares puede seguir al otro por entre las enmarañadas sendas de su abrumadora sabiduría. El poeta, que no viene a reducir vuestra majestad a líneas ni vuestros recuerdos a números, sino a pediros un rayo de inspiración y un instante de calma. Bañad mi frente en vuestra sombra apacible, prestadme una rama de vuestros sauces para colgar mi laúd, haced que la melancolía que sueña en vuestro seno me envuelva entre sus alas transparentes, que yo al partir os pagaré esta hospitalidad con una lágrima y un canto.
Al fin mi planta huella vuestro misterioso recinto, la imaginación vaga absorta de una en otra maravilla, y no pudiendo abarcar cuantas hieren mis ojos, se ofusca, se anonada y rinde un tributo de estupor a tanta grandeza. Al personificar la sensación que me causáis, me parece ver en vosotros un monje cuya capucha derribada a la espalda deja contemplar sus sienes ceñidas con el casco de un guerrero, mientras que por debajo de su hábito religioso se descubre la brillante malla que le defiende y el acicate de oro que hace volar el bridón en la pelea. De tal modo se hallan reunidas aun en los menores detalles que os embellecen la idea mística y caballeresca, tan completamente se ha fundido en un solo pensamiento, marcial y santo a la vez, el espíritu religioso y conquistador de vuestros fundadores.
Sí; vosotros debéis tener un origen noble. Entre el tumulto de una pelea terrible, cuando el sol que se esconde lanza sus últimos rayos sobre la nube de polvo que se levanta de la llanura, abrillantando con chispas de roja luz las espadas y los cascos que llamean en su seno como los relámpagos de una tempestad; cuando el choque de las armas y el bufido de los corceles se confunden con la ronca vocería de las haces y el lamento de los moribundos, en ese instante solemne en que las sombras bajan a grandes pasos de las montañas para envolver los valles en sus oscuros pliegues, y el éxito de la lucha vacila aún debiendo decidir de la victoria un esfuerzo último y desesperado, en ese instante debisteis nacer vosotros, hijos de la fe de un guerrero o de la oración de una santa.
¿Pero qué imaginación concibió vuestra majestuosa mole y, levantándola sobre tan robustos cimientos, escribió en sus sillares la epopeya de su siglo? Se ignora. Mas yo te veo ardiente enamorado del arte; te veo a la luz de la triste lámpara, compañera de tus vigilias, trazar sobre el pergamino una y otra figura geométrica. En vano para realizar lo que concibe tu mente, acudes a las reglas de los maestros; en vano, porque la inspiración no ha extendido aún sus alas sobre tu cabeza; por eso, apartando lejos de ti el compás y la escuadra, te arrojas sobre tu lecho, presa de la desesperación y el insomnio.
El vendaval silba al estrellarse contra las agujas de los campanarios y estremece los vidrios de tu ventana; la lluvia cae en turbiones y Toledo duerme. Tú no, un mar de lava arde en tu fantasía y entre las hirvientes crestas de sus olas se agitan y confunden las partes del todo que buscas. Tú las sigues con la mirada inquieta, las ves unirse, deshacerse, tornarse a encontrar y desencajarse de nuevo, formando cien y cien combinaciones de cada vez más extravagantes y locas, hasta que al fin prorrumpes en un grito, un grito de alegría sin nombre, el grito de ¡tierra! de Colón.
Otra vez la lámpara está encendida, encorvado sobre la mesa, tu mano dibuja con seguridad un edificio: es San Juan de los Reyes que el genio acaba de sacar de la nada.
En tanto la luz chisporrotea, la lluvia cae en turbiones, el vendaval que silba en los campanarios azota los vidrios de tu ventana y Toledo duerme.
Me parece que miro materializarse la idea viéndoos comenzar a crecer y levantaros.
Sí; ya oigo las alegres cántigas de los trabajadores y el sonoro golpear del martillo sobre el cincel; a mis oídos llegan las voces de los sobrestantes, el crujir de las maderas, el áspero chirrido de los tornos y la animada confusión de la muchedumbre que se afana en la erección del nuevo monumento. De todos los puntos de la Península son llamados los maestros de obras más famosos, los aparejadores más inteligentes y los tallistas más hábiles. Ya los contemplo rivalizar en prontitud y ciencia, agotando a porfía sus fecundas imaginaciones. Aquí el granito toma las formas de un encaje tan leve como el del rostrillo de un[a] dama; allí el de un corcel fantástico, cuya idea inspiró tal vez uno de los nocturnos cuentos del hogar. Ángeles, reyes, vírgenes, águilas, escudos, guirnaldas de hojas, grupos de flores son ya las toscas piedras que anima con solo tocarlas el genio.
Mas en mi imaginación los años se condensan, y pasando como una ráfaga de humo, con un nuevo día veo al fin aparecer el edificio, doradas sus agujas por la luz que centellea en sus vidrios de colores, arrullado por la melancólica música del Tajo que corre a sus plantas, envuelto en la ligera bruma de la aurora y en las olas de perfumes y armonías de la naturaleza, que se estremece de júbilo al recibir el primer beso del sol.
El cielo bendice el reinado que se inaugura con esta ofrenda de piedad, y Boabdil, al tornar sus ojos hacia el que fue el último baluarte de su trono, ve enclavada sobre la torre bermeja la cruz de Mendoza, en tanto que vosotros, llenos de orgullo, os engalanáis con festones de hierro, despojos de aquel triunfo, quizá por vuestra mediación concedido a la primera Isabel de Castilla. Los años y la barbarie de los hombres han borrado de vuestra faz hasta los vestigios que hablaban de esos días de pompa y de júbilo. Solo un poder existe capaz de devolveros por un instante vuestro perdido esplendor y hermosura: el poder de la exaltada mente del poeta. Sí; yo puedo reanimaros, yo veo cubrirse los rotos ajimeces de vidrios de colores, los entrearcos de tapices, las aras de imágenes; de lámparas de oro las bóvedas, de trofeos de guerra las capillas y de tisú, pendones y escudos las tribunas. Yo siento vibrar el aire con las aclamaciones de la muchedumbre, el canto de los religiosos y el clamor de las trompas; yo miro descender de sus nichos como para celebrar otra vez su triunfo esa muda generación de reyes, obispos, guerreros, pajes y heraldos, cuyas sordas y huecas pisadas parece que retumban en mi oído, cuyos rostros inmóviles veo animarse con el rayo de luz y de vida que les presta mi imaginación.
Pasan esos días de júbilo que saludaron vuestra infancia, esos días de exaltación para el pueblo castellano a quien los Reyes Católicos dieron cien victorias y Colón un mundo; la religión busca en vuestro seno un asilo de paz a donde las pasiones y el tumulto de la vida vienen a morir con un suspiro como la ola en una playa desierta. Al fulgor de la naciente luna y sentado al pie de los sauces de vuestro claustro silencioso, me parece aún divisar a Cisneros. Es la estación en que las amarillentas hojas de los árboles se desprenden unas tras otras al frío soplo de la brisa de la noche que gime entre sus ya casi desnudas ramas. El breviario está abierto sobre las rodillas del joven novicio, su mirada se halla fija en el libro santo, pero no lee. Las sombras le sorprendieron abismado en un éxtasis profundo; su espíritu, libre de los lazos terrenales, vaga por ese mundo invisible que a su antojo crea y transforma la fantasía. ¿Qué pensamientos hervirán en su mente? Tal vez resuenan en su oído los últimos rumores del mundo que acaba de abandonar, acaso ocupa su alma el recuerdo de una mujer querida. Las hojas secas, arremolinadas a sus pies, crujen al soplo helado del viento como cruje la falda de seda de una hermosa. Un estremecimiento nervioso saca de su éxtasis al solitario soñador que revuelve en torno suyo la pupila, quizás buscando la sombra fugaz que ha creído ver deslizarse ante sus ojos; pero en aquel instante un canto triste y solemne llega a su oído y ve cruzar entre las penumbras de los pilares, silenciosos y como una procesión de fantasmas, dos hileras de monjes cuyas frentes esconde la capucha y en cuyas manos las hachas encendidas despiden una lúgubre claridad. Son los religiosos que conducen a su postrer morada a uno de sus hermanos. La sombría idea de la muerte ahuyenta el último desvarío de su irresoluta voluntad, su postrer recuerdo se desvanece con la lágrima que rueda por su mejilla y la voz de la religión triunfa al fin en su alma.
Envueltos en el olvido y la oscuridad pasáis luego a través de una y otra generación hasta que las legiones extranjeras profanan vuestros umbrales. Bajo las santificadas bóvedas, que solo habían recibido la nube del incienso o las preces de los religiosos, retumban el sonoro golpear del ferrado casco de los corceles, el ronco son de los atambores y el metálico choque de las armas. Temblando los ecos repiten los libres cantares de los campamentos y el nocturno grito de alarma de los vigías. Aquí, al pie de tu altar, arde una hoguera alimentada con los tallados fragmentos de tus aras y tu coro rotos en mil astillas; allí, apoyándose en sus lanzas y mal envueltos en sus capotes de guerra, duermen los unos, en tanto que más allá los otros forman un círculo en que con ojos chispeantes de avaricia siguen al oro que rueda sujeto a los caprichos de la fortuna, mientras las espumosas copas pasan de mano en mano entre las carcajadas, los juramentos y las blasfemias.
¡Mudas estatuas que me rodeáis! ¡Guerreros que dormís inmóviles en vuestros nichos de piedra, vosotros debisteis temblar de indignación aquel día y llevar vuestras heladas manos a las espadas de granito que penden aún de vuestros cinturones!
Pero aún no se ha consumado la obra de exterminio; todavía al abandonaros, para facilitar su fuga y disipar las sombras, se sirven del fúnebre resplandor de una gigante fogata encendida con lo que de vosotros resta. La tea que arrojan en tu seno prende al fin, el vendaval azota la naciente llama y el incendio con sus mil lenguas de fuego se levanta agitando su cabellera de chispas sobre el fondo oscuro de la noche. Un mar de lava y humo corre por las extensas galerías y sus hirvientes olas vienen a estrellarse rugiendo contra los macizos pilares que se estremecen a su empuje. Ved las llamaradas azules y amarillas enroscarse silbando a lo largo de las columnas como una serpiente que las estrecha entre sus abrasadores anillos. Oíd el gemido ahogado del maderamen que se enciende, cruje y salta, y el sordo y prolongado trueno de los muros que se calcinan, se grietean y derrumban, unirse al tumultuoso clamoreo de los que inútilmente se afanan en detener los progresos de la destrucción. Un claustro ha perecido y el fuego abre una brecha a través del cual asalta el otro. Ved las prolongadas sombras de los santos y de los machones proyectarse sobre los lienzos de las alas, temblar, crecer y desvanecerse para aparecer de nuevo. Mirad esas filas de imágenes cuyos pies lamen las lenguas de la llama, permanecer impasibles como los precitos que contempló el Dante en su visión, inmóviles en la ribera del mar candente. Pero..., ¡atrás!, ¡atrás!, la gran bóveda que cubre el ala del mediodía vacila, exhala un ¡ay! terrible y cae al suelo arrastrando con ella el cuerpo que sostiene. Mil y mil volúmenes ruedan entre las llamas y los humeantes escombros; códices preciados, antiguos pergaminos, tesoros de la ciencia, la historia y las artes, que la sabiduría reunió con diligencia exquisita, todo perece, todo se consume. ¡Atrás!, ¡atrás!, los ojos se ciegan, una nube de cenizas calientes y de espeso humo cubre como un velo funeral este cuadro espantoso. Dejad que en su seno la obra de la destrucción se corone.
El alto silencio del abandono vive ahora en vuestros muros, entre cuyos sillares crece la yedra que da sombra al nido de la golondrina, hecho de leves plumas, sobre el dosel de las estatuas. La brisa del crepúsculo murmura un cantar misterioso en las frondas de vuestros sauces y una tinta azulada y melancólica baña en tenue vaguedad el interior de vuestro templo. El poeta os ama porque vosotros habéis sufrido y en su alma vibra siempre una cuerda simpática al dolor; os admira porque sois nobles y en su laúd hay siempre un cantar que contesta al eco de la gloria; os venera porque sois santos y su rodilla y su frente están siempre prontas a doblarse en el umbral del cielo.
Mas la noche baja, las aves nocturnas comienzan a revolotear en torno a los agudos chapiteles de vuestras agujas, y las azules campanillas que se enredan por entre los rotos machones de vuestro claustro cierran sus húmedos cálices. Quedad con Dios, muros sombríos que me disteis hospitalidad; yo os abandono, y acaso para siempre; pero vuestra imagen vivirá eterna en mi memoria. No temáis que yo la profane, confundiendo vuestra impresión con las impuras y vanas impresiones de la tierra, no; yo os guardaré en mi alma y en un lugar escondido y misterioso, en donde oculto como un tesoro los recuerdos santos de mi vida.
Fin de San Juan de los Reyes
APÉNDICE A LA HISTORIA DE SAN JUAN DE LOS REYES
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Retrato de Juan Guas. Original aquí |
Al terminar esta reseña histórica de los templos de Toledo, debemos rectificar una equivocación en que incurrimos, no en el texto de la obra, sino en una de las láminas que lo ilustran.
La admiración y entusiasmo que constantemente ha excitado la obra arquitectónica del convento de San Juan de los Reyes, produjeron en todas las personas amantes de las bellas artes el natural deseo de saber el nombre del artista a quien se debiera ese inmortal monumento. Unos lo atribuían a maese Rodrigo, célebre arquitecto de aquellos tiempos, y otros a Pedro Gumiel; pero nadie encontraba datos positivos para fundar su aserto, y no es extraño, porque ninguno había dado con la verdad. Recientemente el laboriosísimo e inteligente rebuscador de antigüedades de Toledo, señor don Sixto Ramón Parro, en un rincón, si así puede decirse, de la parroquia de San Justo y Pastor, encontró una inscripción gótica, en que se consigna que «el honrado Juan Guas, maestro mayor de la Santa Iglesia de Toledo, e maestro minor de las obras del rey don Fernando e de la reyna doña Isabel fizo a Sant Juan de los Reyes». Este importante descubrimiento desvaneció completamente toda duda y puso en claro de una manera auténtica cuál era el verdadero autor de aquel monumento.
De hoy más, el nombre de Juan Guas correrá unido con el de San Juan de los Reyes, y su memoria será imperecedera, como la fama de la obra inmortal que con tanta inteligencia y buen gusto supo dirigir. Por esto nosotros, ganosos de dar a conocer a aquel hombre célebre, nos apresuramos a dar su retrato, que nuestros artistas y literatos habían creído encontrar en uno de los tableros del altar de dicha parroquia de San Justo y Pastor, que es donde se halló la inscripción a que antes nos hemos referido. En efecto, se ve allí un caballero arrodillado ante una imagen de la Virgen, en actitud humilde y como haciéndola alguna oferta; y como la inscripción es la dedicatoria de aquella capilla, presumiose que aquella figura, que evidentemente es un retrato, representaba el de nuestro célebre arquitecto de San Juan de los Reyes. Tal es el origen del retrato que, como de Juan Guas, publicamos primeramente.
Este error en que incurrieron simultáneamente las muchas personas entendidas que, excitadas por el ruido que metió nuestra publicación en los círculos artísticos y literarios de Madrid, acudieron presurosos a Toledo a cerciorarse del descubrimiento, este error, repetimos, habría subsistido por largo tiempo, si una feliz casualidad no hubiese venido muy oportunamente a destruirlo. Una devota cofradía quiso colocar en la capilla donde se encuentra la inscripción de que hemos hablado un san Antonio, que es su patrón; y como la estatua del santo era mayor que la hornacina existente en el altar, hubo necesidad de derribarla. Y al realizar esta obra, que era sobrepuesta, se encontraron unas pinturas muy antiguas, que el sacristán de la iglesia tuvo la inspiración de querer examinar, para lo cual las hizo limpiar con cuidado. Entonces fue cuando se vio en aquel cuadro descollar la noble figura de nuestro inmortal arquitecto. El señor Parro, los representantes de la Comisión de Monumentos Artísticos de Madrid, los artistas y literatos de nuestra empresa y muchos otros que fueron a Toledo a examinar aquel cuadro, todos se convencieron de que era el verdadero retrato de Juan Guas el que allí había.
Compréndese fácilmente el afán con que lo hicimos copiar, con el doble objeto de enmendar la equivocación involuntariamente cometida, y de dar a conocer, según nuestro primitivo propósito, al nunca bastantemente ponderado arquitecto que dirigió la maravillosa obra de San Juan de los Reyes.
Texto extraído de Historia de los templos de España, de la Biblioteca Virtual de Andalucía