I. [MIRADA RETROSPECTIVA A LOS DIVERSOS PERÍODOS DE GRANDEZA Y DECADENCIA DE ESTOS INSTITUTOS]
Antes de comenzar a ocupamos en los detalles de la parte histórica y artística de cada uno de los monasterios y conventos que existen o han existido en Toledo, parécenos oportuno indicar, siquiera sea brevemente, los diversos períodos de grandeza o decadencia por que han pasado esta clase de fundaciones, desde la época lejana a que se remonta la primera, de que bajo el nombre de monasterio Agaliense nos ha conservado memoria la tradición, hasta las que en nuestros días se conocen.
No nos detendremos en consideraciones generales acerca de la inmensa importancia de las órdenes religiosas, ni enumeraremos tampoco los eminentes servicios de que en diversos siglos les han sido deudoras las ciencias y las artes. La índole de nuestras tareas, consagradas únicamente a la descripción arqueológica de los edificios religiosos y al estudio de su historia particular, nos impide este trabajo, al que con gusto consagraríamos algunas de sus páginas. Hay, por otra parte, obras especiales en que son seguidas paso a paso las diversas fases de su nacimiento y desarrollo; y ya el espíritu público, desdeñando preocupaciones pasajeras y odios exagerados, ha hecho justicia a esas corporaciones que tan saludable influencia ejercieron en épocas remotas en las costumbres y en la vida política y religiosa de los pueblos; esas corporaciones que, cuando en medio del trastorno de una sociedad desquiciada y entre el estruendo y el polvo de las batallas amenazaba extinguirse para siempre la luz de la civilización, supieron conservar con cuidadoso esmero los preciosos restos del saber antiguo y trasmitírnoslos a través de siglos de ignorancia y de barbarie. Esas corporaciones que, por último, cuando pasada esta triste época volvieron las artes a adquirir nuevo y más brillante esplendor, fueron a veces sus únicos, siempre sus más ardientes y decididos protectores. La existencia de las comunidades religiosas en la sociedad actual y en medio al nuevo orden de ideas que ha traído el trascurso de los tiempos, y el influjo saludable o pernicioso que estuvieran llamadas a ejercer, podrán ser para algunos objeto de dudas y debates; pero la benéfica influencia que han ejercido en las costumbres, y el poderoso apoyo que han prestado a las artes y a las ciencias, no puede ser negado por quien de buena fe y desnudo de preocupaciones estudie la historia de la humanidad.
No han sido ciertamente las comunidades religiosas de Toledo, que son ahora el objeto especial de nuestro trabajo, las que menos varones insignes han albergado en su seno ni tomado menos parte en las tareas en pro de la ilustración. El primero y más famoso de los tres monasterios de que tenemos noticia que existieran en la época de la dominación goda, el monasterio Agaliense, contó en el número de sus abades a san Ildefonso, san Eladio, Justo, Eugenio, Adelfio y otros varones esclarecidos por su piedad y por su ciencia, que de allí salían para ocupar las más altas dignidades de la Iglesia y cuya elocuente voz resonaba con tanta majestad en los célebres concilios toledanos.
Destruida en las orillas del Guadalete por las hordas victoriosas de los árabes la dominación de la raza goda, y hechos señores aquellos de Toledo como de casi toda la Península, se infiere lógicamente que debieron concluir las comunidades religiosas; pero apenas reconquistada la ciudad por el rey don Alfonso VI, fue erigido por este un monasterio bajo la advocación de san Servando y san Germano, al que siguieron algunas otras fundaciones de la misma clase, las cuales, al mismo tiempo que ponen de manifiesto los sentimientos religiosos que entonces predominaban, son una prueba patente de que su existencia se consideraba como una necesidad social.
Es verdad que don Alfonso X, cuando más tarde ocupó el trono de Castilla, siguiendo acaso algún plan político o merced a inspiraciones extrañas, puso más de una dificultad a la erección de nuevos conventos, prohibiendo muy en particular que se levantaran casas con este destino dentro de la ciudad. No obstante, aun a despecho de estas órdenes que confirmaron otros reyes, exceptuando, por supuesto, como lo había hecho don Alfonso, los que ya existían a quienes estaba reconocido el derecho de fabricar en sus propiedades, el espíritu religioso de aquellos siglos rompió las débiles barreras que oponían a sus aspiraciones unas leyes tan en abierta contradicción con sus creencias y sus costumbres, y creciendo al mismo par que la fe el entusiasmo en favor de estas fundaciones, llegó Toledo en poco tiempo a contar en su seno dieciséis conventos de religiosos y treinta y dos de monjas, número aún más extraordinario si se atiende a su escasa población.
Una circunstancia especial daba mayor impulso a este progresivo aumento de las comunidades. Continuaban los árabes posesionados de gran parte de la Península; seguía, por consecuencia, la gloriosa y empeñada lucha que había de terminar al pie de las murallas de Granada; y los caballeros toledanos, que tornaban a su hogares después de haber dado nuevo esplendor a sus nombres con alguna conquista, y sus familias, que les veían volver después de tantos peligros, no encontraban, siguiendo la idea dominante de la época, medio mejor de manifestar a Dios su agradecimiento por los beneficios recibidos, que la fundación de una de estas casas, de donde la expresión de esta gratitud se debía elevar eternamente.
En vano el cardenal don Pedro González de Mendoza tornó a prohibir el que se edificase ni fundase monasterio alguno; esta prohibición solo produjo su efecto durante la vida del prelado, siguiendo después con el mismo entusiasmo las fundaciones, que se hacían entonces, en su mayor parte, en los palacios y casas principales. Así, en el palacio antiguo de los reyes godos, se fundó el monasterio de San Agustín; en el de doña Guiomar de Meneses, el de San Pedro Mártir; en la casa de los caballeros Pantojas, el de San Juan de la Penitencia; en la de la ricafembra doña Leonor Urraca, después reina de Aragón, el de Santa Ana; en la de don Hernando de la Cerda, el del Carmen; y en la de los condes de Orgaz, el de jesuitas.
Como se ve por esta ligera reseña, no se remontan a épocas muy lejanas los monasterios y conventos que aún existen en Toledo; circunstancia que los priva del alto interés histórico que presentan las iglesias parroquiales. Pero considerados bajo otro aspecto, son sin duda alguna mucho más notables sus suntuosos templos, llenos de riquezas de arte, aun a pesar de los trastornos que sucedieron a la época de la supresión de las comunidades, y que diseminaron muchas de aquellas en los museos o las hicieron caer en manos de especuladores.
MONASTERIOS
MONASTERIO AGALIENSE
Esta casa de religión, célebre en los anales de la Iglesia española por más de un concepto glorioso, fue fundada bajo la advocación de san Julián por el rey Atanagildo en el año de 554. Su templo, del que no quedan noticias ni vestigio alguno, debió pertenecer al género de arquitectura especial empleado por los godos españoles, y del que ya hemos dado una idea al ocupamos de la basílica de Santa Leocadia.
Es tradición constante la que asegura estuvo situada a la orilla del Tajo, hacia la parte del norte de la ciudad y próxima a sus muros. Acerca del punto preciso se han aventurado opiniones muy encontradas, sin otro apoyo para sostenerlas que conjeturas más o menos verosímiles. Por no creer de grande importancia este detalle, que nunca podríamos dar con exactitud, nos limitaremos a exponer la opinión más razonable en nuestro juicio, la cual se debe al diligente escritor señor Parro, que tantas veces hemos tenido ocasión de nombrar en el discurso de esta historia, y se encuentra concebida en estos términos.
«Existe una escritura en pergamino de fines del siglo XII, o lo más de principios del XIII, en que un caballero ascendente de los actuales señores de Cabañas, junto a Yepes, de apellido Pantoja, hace donación al rector de un hospital que hubo antiguamente en las casas de su mayorazgo (y que en tiempo de don Alfonso viii se convirtieron en conventos de trinitarios calzados de esta ciudad), entre otras fincas que allí menciona, de unos batanes (que todos conocemos hoy con el título del Ángel y con efecto han pertenecido a dicha comunidad hasta su última exclaustración) y de la tierra que los precede, situados (así lo dice el documento) en el valle Agalen a la Solanilla. Ahora bien, la semejanza, o mejor dicho, la identidad de nombre, pues Agalense o Agaliense (como se llamaba el monasterio) procede de Agalen, que era como decían al sitio en que estaba situado; la reunión de circunstancias de estar precisamente a la orilla del Tajo, muy próximo a la ciudad y casi al norte de ella, algo inclinado al poniente en que todos los escritores convienen; y la existencia de algunas ruinas que todavía se registran en aquellas inmediaciones, si bien hay memoria no muy remota de que una extraordinaria crecida del río se llevó grandes restos de fábrica que por allí había, no dejan de presentar un indicio bastante fuerte a favor de la opinión de que pudo ser el monasterio hacia el Ángel.»
He aquí lo que con más fundamento ha podido colegirse acerca del sitio en que estuvo colocado el monasterio, siendo aún más sensible que esta falta de detalles, puramente de localidad, y a los que nosotros damos un interés secundario, la que igualmente se experimenta de datos históricos capaces de ofrecer una idea exacta de la influencia política y religiosa que ejerció en su época, y de los medios de que dispuso para alcanzar un grado de importancia y de gloria tan justa como inmarcesible.
Basta, no obstante, para formar un juicio, aunque incompleto, de esta casa de religión, perteneciente a la Orden de san Benito, y uno de los más célebres santuarios de la virtud y la sabiduría de aquella edad remota; basta, repetimos, fijar un instante la atención en el catálogo de sus abades, varones todos famosos por la pureza de sus doctrinas, la constancia de su fe y la profundidad, relativa a su siglo, en el estudio de las ciencias y las letras, que tanto contribuyeron al desarrollo de la civilización gótica, civilización que ellos sacaron de entre las sombras del error y de la barbarie en que aún se hallaban sumidos otros países; civilización que puso, en fin, a la Iglesia y al Estado, en cuyos destinos tan directamente influían con la saludable acción de sus consejos y el firme apoyo de su autoridad, a la cabeza de los más poderosos.
Rigieron, pues, este monasterio, según que de antiguos escritos se colige y en las suscripciones de los concilios toledanos se confirma, diez abades que se sucedieron en el orden siguiente:
- Eufemio, que fue luego arzobispo de Toledo en tiempo de Leovigildo que le persiguió.
- Exuperio, que también ocupó la silla toledana durante el reinado de Recaredo.
- Adelfio, que asimismo alcanzó la dignidad de arzobispo de esta ciudad durante el de Recaredo y Liuva.
- Aurasio, en quien concurrieron las mismas circunstancias en los de Witerico y Gundemaro.
- San Eladio, también arzobispo de Toledo bajo la dominación de Sisebuto.
- Justo, que ocupó semejante puesto durante el reinado de Sisenando.
- Richila, abad en tiempo de Chintila.
- Deodato, que puso el hábito a san Ildefonso.
- San Ildefonso, arzobispo de Toledo.
- Avila o Annila, que firmó como abad del monasterio de San Julián Agaliense los actos del undécimo concilio toledano, y que debió existir cuando reinaba Wamba.
No faltan escritores que a este catálogo de los abades, de cuyos nombres queda noticia, añaden el de Argerico.
La irrupción de los árabes que puso término a la marcha de la civilización goda, destruyó sus edificios en gran parte y borró hasta las huellas de su paso, ha envuelto entre las nieblas de su primera época de ignorancia y fanatismo el recuerdo histórico de este monasterio, del que solo se puede averiguar la suerte por conjeturas más o menos aproximadas, siguiendo el curso de las cuales, es de creer que como casi todos los de la Península, o fue demolido por los conquistadores o aprovechado para otros usos ajenos al destino que se le dio al fundarle.
SAN COSME Y SAN DAMIÁN
Si escasas han sido las noticias que hemos dado acerca del anterior monasterio, más lo son aún las que con relación a este podemos suministrar. La absoluta falta de datos acerca de su fundación, regla, templo y abades que lo gobernaron, pueden señalarse como causa suficiente a que algunos escritores confundan el de San Cosme y San Damián con el monasterio Agaliense, creyéndolos uno solo.
Que fueron dos fundaciones distintas, con sus prelados o abades propios, Io testifica sin embargo el acta del concilio toledano undécimo. Como dejamos dicho, suscribió en ella Avila o Annila, abad de San Julián Agaliense, y a continuación un Galindo, abad que se titula de San Cosme y San Damián.
Este dato es bastante precioso para la historia del monasterio, pero por desgracia el único que se posee.
SAN FÉLIX
En la orilla del río Tajo opuesta a la ciudad, sobre el cerro que se conoce por de Saelices, nombre corrompido de Félix o Felices, y en el mismo sitio en que hoy se ve la armita de la Virgen del Valle, el rey Witerico, a instancias del piadoso arzobispo de Toledo Aurasio, fundó un monasterio que ignoramos a qué regla estaba sujeto, pero que según noticias puso bajo la advocación de san Félix, mártir de Gerona.
En su templo fue enterrado por disposición de Julián, arzobispo de Toledo, y su grande amigo Gudila, diácono que con el título de arcediano de Santa María de la Sede Real firmó también el undécimo concilio toledano.
Nada más se sabe acerca de este monasterio que debió desaparecer a par de los anteriores, cuando las huestes de Muza se hicieron dueñas de la corte de los godos.
Después de la Reconquista hubo en este mismo lugar una ermita dedicada a san Pedro y a san Félix, en recuerdo de la tradición que aseguraba estuvo allí colocado el monasterio de este nombre, y la cual se conocía por San Pedro de Saelices. También se habla, aunque sin fundamento suficiente, de algunas otras casas de religión erigidas en la misma época en que lo fueron las que dejamos mencionadas. Cuéntase en este número una con el título de san Silvano y otra bajo la advocación de san Pedro. Deber nuestro es advertir que su existencia no se halla confirmada con datos dignos de entera fe.
SAN SERVANDO Y GERMANO
No bien se hubo asegurado el invicto rey don Alfonso VI en la posesión de la ciudad de Toledo, cuando comenzó a atender, según en otra parte de esta historia dejamos dicho, a las más urgentes necesidades religiosas de sus habitantes, creando un cabildo catedral, levantando iglesias parroquiales y, por último, erigiendo monasterios, tanto de varones como de mujeres, en los cuales el saber y la virtud encontrasen un refugio contra las continuas turbulencias de aquel siglo guerrero y tumultuoso.
El de San Servando y Germano, objeto de esta noticia histórica, es una prueba patente de la piadosa solicitud del monarca a quien se debe su fundación. Tuvo efecto esta en los primeros años de la Reconquista y se levantó el edificio frontero a la ciudad, hacia la parte de oriente de ella, y en la cumbre del empinado cerro que se encuentra pasado el puente de Alcántara; lugar fuerte que domina el río y la entrada a la población por aquel lado y en el cual tuvieron los moros un castillo que costó mucha sangre expugnar por ser la llave del puente y por lo tanto uno de los puntos más inaccesibles.
Terminada la fábrica y movido, en parte por los consejos del arzobispo don Bernardo, abad del monasterio de Sahagún, en parte por el grato recuerdo que aún conservaba de la época en que, antes de heredar el trono, había llevado la cogulla en aquella célebre casa de religión, impenetrable asilo contra las persecuciones de su hermano, determinó el rey traer monjes del mismo Sahagún que, con un buen número de franceses del de San Víctor de Marsella, formaron la base de la nueva comunidad.
Entregósele el monasterio a esta, que profesaba la regla de san Benito, la cual lo puso bajo la protección de los santos Germano y Servando en memoria, según varios autores, de que algunos años antes y en el mismo día que la Iglesia celebra esos santos, don Alfonso había salvado milagrosamente su vida en una sangrienta batalla que tuvo con los moros cerca de Badajoz.
En el archivo de la catedral primada se conserva la carta de donación extendida en los idus 13 de febrero de 1095 y firmada por el rey, su esposa y algunos nobles, prelados y monjes, entre los cuales se encuentra el prior de San Servando, cuyo nombre fue Juan.
La fábrica del monasterio, de la que aún quedan vestigios y que, según tradición, más parecía fortaleza que casa de religiosos, se construyó arrimada al castillo que hoy se conoce por San Cervantes, nombre corrompido de Servando, el cual también hubo de repararse en esta época.
Ninguna de estas medidas previsoras pudieron, sin embargo, asegurar la tranquilidad de sus moradores que, por encontrarse en el punto más avanzado y fronterizo a las tierras que aún poseían los árabes, sufrían de continuo tenaces acometidas de su ejército, que al cabo logró incendiarlo.
Tuvo lugar este suceso que obligó a la comunidad a reconstruirlo, el año de 1099, pero en el inmediato de 1110 volvieron los moros a sitiarle con tanto empeño que hubieran sucumbido sus defensores a no haberles los de la ciudad prestado valerosa ayuda.
Esta última acometida, de la que milagrosamente escaparon los monjes, los determinó en fin a solicitar permiso del rey para abandonar el monasterio, lo cual hicieron no sin que antes pasara su dotación a la de la mitra.
Llamados a Castilla por don Alfonso viii los caballeros de la orden militar y religiosa del Temple algunos años después de haber tenido lugar el abandono de este punto importante para la defensa de la ciudad, encargoles el rey su cuidado con el de otras fortalezas del reino.
Merced a esta acertada resolución, pasaron los caballeros a ocupar el edificio donde fundaron la primera casa de su orden que tuvieron en Castilla, y donde es fama se mantuvieron prestando eminentes servicios en su defensa contra los moros hasta el año 1312, época en que se extinguió esta poderosa comunidad a consecuencia de la sangrienta catástrofe que en Francia puso fin en un patíbulo a la vida de sus jefes y hermanos.
No terminaremos estas líneas sin decir algunas palabras acerca de las casas hospederías que tuvieron los habitadores de este monasterio dentro de los muros de la población.
La primera, perteneciente a los monjes benedictinos, estuvo, según la más autorizada opinión, en la ermita de Santa María de Alficén, iglesia de que con otras propiedades hizo donativo a la comunidad el rey don Alfonso VI.
La otra, propiedad de los caballeros del Temple, en donde ahora se encuentra la parroquia de San Miguel el Alto, en cuyo claustro y campanas se notan aún las señales que lo atestiguan y de las que ya hemos hablado en su lugar correspondiente.
Aun cuando la anterior es la noticia más autorizada, no faltan escritores que aseguran haberse hallado esta casa hospedería de los caballeros templarios en la plazuela de Santiago, donde antes estuvo la capilla de San Juan de los Caballeros.
SANTA MARÍA DE LA SISLA
Este monasterio, cuya iglesia fue derribada poco después de la supresión de las órdenes religiosas, quedando reducida su fábrica a una casa de labor de propiedad particular, fue el segundo de su orden que se estableció en España.
Tuvo lugar su fundación en el último tercio del siglo XIV, llevándola a cabo, en unión de fray Pedro Fernández de Guadalajara, camarero que había sido del rey don Pedro y uno de los primeros que comenzaron a extender por España la orden monacal de san Jerónimo, don Alonso Pecha, obispo de Jaén, y un canónigo de la catedral de Toledo, llamado Fernández Yáñez. Comenzó esta por la erección de una pequeña casa y ermita que con el título de san Jerónimo levantó el primero en el lugar que todavía se conoce por Corral-Rubio y en la que hubo de establecerse con otros religiosos que abrazaron su regla y género de vida.
No habían trascurrido muchos años cuando el aumento de la comunidad hizo necesaria la edificación de un monasterio de más proporciones, y entonces fue cuando los citados don Alonso y don Fernando se unieron al fundador para subvenir, a par de algunos otros fieles, a los gastos de la obra.
Escogiose, como el más a propósito para levantar la nueva fábrica, un sitio que se halla al mediodía de Toledo, como a la distancia de media legua de sus muros, y en el que estuvo en otro tiempo la ermita de la Anunciación de Nuestra Señora, llamada de la Sisla, por lo que le dieron este nombre. La iglesia pertenecía al género ojival y era de gentil disposición y desahogadas proporciones. Los patios, claustros, celdas y demás partes del edificio, correspondían en amplitud y decoro al templo, y las rentas de que más adelante gozó su comunidad le proporcionaron medios suficientes para enriquecer sus altares con retablos, lienzos y esculturas, que por desgracia han desaparecido, casi en su totalidad, pero que según datos merecían el aprecio de las personas entendidas. El emperador Carlos V, que siempre que se hallaba en Toledo solía frecuentar esta casa de religión, parece que después de haber abdicado tuvo el pensamiento de retirarse a ella antes de decidirse por la de Yuste, y cuando su hijo don Felipe determinó erigir el célebre monasterio de San Lorenzo, también se acordó de este sitio, al que sin embargo hubo de preferir el del Escorial, donde se encuentra.
Las pinturas que se guardaban en la iglesia pasaron al tiempo de la exclaustración a formar parte del Museo Nacional de Madrid, y en esta misma época se trasladó a la de religiosos jerónimos de San Pablo el cuchillo que aseguran las tradiciones pertenecía al emperador Nerón y con el cual fue degollado san Pablo, según lo indica la leyenda que se halla en su hoja, y que dice así:
Neronis Caesaris mucro quo Paulus truncatus capite fuit.
Regaló a la comunidad esta reliquia el cardenal don Gil de Albornoz, que la había enviado de Roma con otras muchas de que hizo presente a la catedral de Toledo.
MONTE SION
Al poniente de la ciudad y como a unos tres cuartos de legua de ella, pasado el puente de San Martín, y en la falda de los cerros que por esta parte limitan el horizonte, encuéntranse aún los ruinosos muros de este edificio que, como el de que anteriormente nos ocupamos, ha pasado a manos de particulares después de la exclaustración de sus dueños.
Fray Martín de Vargas, célebre por su elocuencia y confesor del sumo pontífice Martino v, ayudado de algunos religiosos que vinieron con él del monasterio de la Piedra y del canónigo y dignidad de tesorero del cabildo toledano don Alonso Martínez, fue el que echó sus cimientos, señalando como lugar el más a propósito para las oraciones y la paz de sus habitantes el cerro que se conocía por de Monte Sion, del cual debió tomar el nombre la ermita que, dedicada a la Virgen y con este título, se encontraba en su cumbre desde tiempos bastante remotos.
Comenzose, pues, la obra, para la que el piadoso don Alonso Martínez facilitó la cantidad de 600 florines en 1427, dándose por terminada algunos años después, no sin que a los gastos de su completa terminación ocurriesen algunos otros fieles de esta ciudad, entre los que se encontraba Alonso Álvarez de Toledo, contador mayor del rey don Juan II.
La iglesia de este monasterio, cabeza en Castilla de los de la Orden de san Bernardo cuya regla profesaba, pertenecía al gusto ojival, entonces casi de exclusivo uso en los edificios religiosos; y según las noticias que nos quedan tanto del templo como del resto de la suntuosa fábrica a que este estuvo adherido, abundaba en ricas muestras del buen gusto de nuestros antepasados, así en lienzos, esculturas y altares, como en ornamentación arquitectónica.
También se conservaba en ella el cuerpo de san Raimundo, abad de Fítero y fundador de la Orden de caballería de Calatrava, el cual falleció en la villa de Ciruelos en el siglo XII, de donde en el XV lo trasladaron a Monte Sion.
Estuvo en este lugar hasta que últimamente, cuando sus riquezas desaparecieron, las pinturas pasaron a formar parte de las galerías nacionales y sus retablos a adornar los muros de otras iglesias, fue conducido a la catedral de Toledo, entre cuyas reliquias se halla.
Réstanos advertir, antes de dar término al presente capítulo, que este monasterio el cual, como dijimos más atrás, era cabeza de los de su religión en Castilla, gozaba de este privilegio y de otros muchos, entre los que debe recordarse como el más señalado el de sustituir su abad al general de la orden en caso de fallecimiento, y convocar a capítulo para la nueva elección, por haber sido su comunidad la primera de esta regla que se reformó en este reino, siguiéndola luego las de otras casas establecidas en Castilla, León, Galicia y Asturias.
CONVENTOS
TRINITARIOS CALZADOS
Durante el reinado de don Alfonso VIII, cierto religioso llamado fray Elías, con la liberal ayuda de un caballero del linaje de los Pantojas que al efecto le cedió sus casas, trasformó en convento de trinitarios calzados para la redención de cautivos un hospital a cuyo frente se encontraba, y que estuvo situado en el mismo sitio en que este se ve hoy.
Del edificio primitivo ninguna noticia queda. Es de suponer que perteneció al género ojival. El que hoy existe al que, como advertimos al tratar de las parroquias muzárabes, se trasladó la de San Marcos después de la exclaustración de sus moradores, se debe a los primeros años del siglo XVII.
El género de su arquitectura es grecorromano; la forma de su planta, la de una cruz latina, y las tres naves de que consta, por la sencillez de su ornamentación y la amplitud de sus proporciones, le prestan un aire de grandeza y majestad notable. En la capilla mayor, espaciosa y clara merced a la luz que penetra a través de los vidrios de la soberbia cúpula que cubre el crucero, se ve un retablo de moderna construcción, severo, elegante, y debido a Juan Manuel Manzano que llevó a término su obra en 1789. Es de madera; imita mármoles con ornatos de bronce, y consta de cuatro columnas, sobre las que descansa el entablamento que sostiene el ático, roto en su centro para dejar lugar a un frontón con un bajorrelieve que corona el todo. Representa el bajorrelieve una alegoría alusiva a la redención de los cautivos, y el gran lienzo que ocupa el intercolumnio del retablo y es obra de don Antonio Esteve, las tres personas de la Santísima Trinidad.
Algunos otros cuadros originales debidos a Pareja, Pizarro y López, y de los cuales habla Ponz en su Viaje artístico, no existen ya en este templo en el que, sin embargo, se conservan dos, dignos de estima, que representan los apóstoles san Pedro y san Juan Bautista. Los restantes son tan medianos que creemos inútil hacer de ellos particular mención.
Las capillas de la iglesia tampoco ofrecen ningún interés histórico o artístico, por lo que nos ocuparemos para terminar de su portada. Esta es de bastante buen gusto; consta de cuatro esbeltas columnas que sostienen un cornisamento dórico, y se remata con un ático en cuyo nicho central se ve un grupo de mediana escultura, figurando un ángel con dos cautivos a sus pies. Flanquean esta hornacina dos estatuas, una de san Juan de Mata y otra de san Félix de Valois, fundadores de la Orden de la Trinidad.
Sin ser de un gran mérito estas dos esculturas que algunos atribuyen al escultor Pereira, valen mucho más que la del grupo del centro de que acabamos de hacer mención.
AGUSTINOS CALZADOS
Don Alfonso X, el mismo que como dejamos apuntado en la breve introducción que precede a estas noticias históricas, mandó que no se construyesen casas de religión dentro de la ciudad, fundó este convento fuera de sus muros y en el sitio llamado de la Solanilla, dedicándolo al protomártir san Esteban.
Andado algún tiempo, como quiera que este punto fuese bastante enfermo por la proximidad al río y ya no se hallase con fuerza la ley que prohibía a estos edificios el enclavarse en la ciudad, solicitaron los religiosos su traslación a un sitio más sano y cómodo que en el que se encontraban.
El conde de Orgaz, don Gonzalo Ruiz de Toledo, de quien al ocupamos de la parroquia de Santo Tomé hemos tenido ocasión de hablar largamente, solicitó a este efecto de la reina doña María, gobernadora de los reinos por la menor edad de su hijo, le cediese las casas reales que existieron hacia la parte del poniente de esta ciudad entre la puerta del Cambrón y el puente de San Martín. Es tradición constante que estos edificios fueron en la época goda palacio del infeliz don Rodrigo, y en la sarracena, durante la cual se llevaron en ellos a cabo grandes obras, alcázar de los reyes moros.
Hecha la apetecida donación mediante escritura otorgada en Valladolid el año de 1311, el mismo don Gonzalo habilitó a sus expensas la fábrica, mandando hacer en ella las reparaciones consiguientes al diverso uso a que se había destinado. Al año siguiente la comunidad de padres agustinos se trasladó a su nuevo local en el que han permanecido hasta la postrera de las exclaustraciones.
De la iglesia de este convento que se reedificó por completo en época muy posterior, solo sabemos que perteneció al gusto grecorromano y contuvo algunos lienzos y retablos notables por su mérito artístico, una capilla suntuosa dedicada al titular san Esteban por el condestable don Rui López Dávalos, y algunos sepulcros de los que nos ocuparemos al tratar de la iglesia de San Pedro Mártir donde se hallan.
De todas estas obras del arte, como del monumento de tan alto interés histórico que las guardaba, solo contempla hoy el viajero un montón de ruinas y escombros que le señalan el sitio donde sucesivamente se alzaron el palacio del rey godo, el alcázar del dominador árabe y por último el templo del Altísimo.
Las guerras y los trastornos políticos por que ha pasado nuestro país en el siglo presente, han llevado a cabo esta obra de destrucción, lamentable bajo todos los puntos de vista que se la considere.
LA MERCED
Corría el año de 1260, cuando un venerable religioso conocido entonces por el nombre de fray Pedro de Valencia y venerado después con el de san Pedro Pascual fundó este convento, el primero de su orden que hubo en España.
Perteneció su comunidad a la regla de mercedarios calzados, y desde luego ocupó el mismo edificio del que aún se encuentran restos en el lugar donde en siglos anteriores se alzaban unas casas pertenecientes al ayuntamiento de la ciudad y una pequeña ermita.
En 1380 el arzobispo don Pedro Tenorio reparó y ensanchó notablemente la iglesia, conociéndose desde entonces bajo la advocación de santa Catalina, llevándose a efecto en época más cercana algunas otras reparaciones de menos consideración.
Desde que se extinguieron las corporaciones religiosas se cerró al culto este templo hasta que por último, después de haberlo demolido, se ha aprovechado la parte de fábrica que sirviera de habitación a los frailes para hacer un establecimiento penal, destino con que en la actualidad existe.
Las riquezas artísticas que contuvo, como igualmente sus lienzos que algunos autores mencionan con encomio, desaparecieron parte durante la guerra de la Independencia que tan sensibles trastornos causó en los edificios más notables de Toledo, parte en la última exclaustración.
Por este tiempo se condujo al Museo Provincial la preciosa estatua de santa Catalina que estuvo antes en la hornacina principal de la puerta de entrada del templo.
SAN PEDRO MÁRTIR
Este convento se edificó en los primeros años del siglo XV en el mismo lugar que ocuparon las casas de doña Guiomar de Meneses, mujer de Alonso Tenorio de Silva, adelantado de Cazorla. Pertenecía a la orden de predicadores o dominicos, la cual fue traída a Toledo por el santo rey don Fernando III, a cuyas expensas levantaron los frailes en 1230 el cuarto convento de la religión de santo Domingo que se conoció en España.
Permaneció la comunidad en este edificio, que se encontraba fuera de los muros de la ciudad y estuvo dedicado a san Pablo, cerca de dos siglos, pasando luego a tomar posesión del de San Pedro Mártir que, andando el tiempo, reedificaron y engrandecieron sus moradores con toda la magnificencia y el gusto propio de una de las más ricas e ilustradas corporaciones religiosas de su época.
Llevose a cabo una de las más importantes modificaciones a fines del siglo XVI, fecha a que pertenece la iglesia casi en su totalidad y gran parte de sus magníficos y anchurosos patios y galerías interiores.
Mantúvose en este estado de esplendor hasta que fueron suprimidas las comunidades religiosas, época en que desaparecieron algunos de sus mejores retablos y lienzos, de los cuales los unos se trasladaron a otras iglesias y los otros se llevaron al Museo Nacional de Madrid. El templo de este edificio, que desde la exclaustración de sus moradores hasta el año de 1846 sirvió a su vez de museo provincial, volvió a ser abierto al culto cuando los cuadros que guardaba se llevaron al convento de San Juan de los Reyes, y vinieron a ocupar este local los establecimientos de beneficencia que hoy se encuentran en él, que son la Casa de Maternidad e Inclusa, el Asilo de Mendicidad y el Hospital de Santiago.
Pertenece a la arquitectura grecorromana y consta de una espaciosa nave principal y dos colaterales. En la cabecera de la principal se encuentra el crucero y la capilla mayor, y en esta un retablo de maderas doradas bastante suntuoso y no falto de mérito. Lástima grande es que hayan desaparecido de los compartimentos en que se dividen sus cuerpos inferiores los cuatro grandes lienzos debidos al dominicano fray Juan Bautista Maíno, discípulo que fue del Greco y uno de los que más han contribuido a ilustrar los gloriosos anales de esta orden por medio del arte. Estos cuadros, que se encuentran hoy en el Museo de la Trinidad de Madrid y se distinguen por sus buenas dotes de composición y colorido, representan el Nacimiento del Salvador, la Adoración de los Reyes, la Resurrección y la Venida del Espíritu Santo. No obstante la falta de estos apreciables lienzos sustituidos por otros menos que medianos en los que se ven algunos santos de esta religión, todavía se encuentran en este retablo algunas esculturas y bajorrelieves que lo mismo que la traza y disposición de los cuerpos arquitectónicos de que se componen, Io hacen acreedor a la estima de los inteligentes.
Tampoco deben pasarse en silencio los tres que fueron traídos a este templo de la iglesia del hospital de Santiago.
De estos retablos, dos se hallan en las alas del crucero y representan los lienzos que lo adornan a san Ambrosio y san Agustín, y en el restante que está en la capillita colocada a la cabecera de la nave del evangelio se ve el martirio del santo patrón de España.
En la capilla que hace juego con esta en la nave de la epístola se venera una imagen de la Virgen del Rosario, de algún mérito artístico, aunque colocada en un retablo churrigueresco de muy poco gusto.
Separa el crucero del cuerpo de la iglesia una magnífica verja de hierro perfectamente trabajada y de ornamentación plateresca que consiste en delicados frisos cuajados de adornos esculpidos con gran maestría, candelabros, floreros, medallones y estatuas, y un crucifijo que se levanta en el centro y remata la obra.
Colgado en esta parte del templo se ve un estandarte azul que ostenta un escudo en el que se figura a santa Elena sosteniendo el signo de la Redención, y en cuyos extremos hay cuatro cruces de Jerusalén bordadas. Este estandarte o pendón es el mismo que usaba el gran cardenal de España don Pedro González de Mendoza, y fue traído a esta de la iglesia del hospital de Santa Cruz, cuando se trasladaron los niños expósitos.
El coro, que es alto y se encuentra bajo la última bóveda de la nave principal, contiene una sillería de excelentes maderas, trazada con gusto y apreciable por la pureza de estilo y gallardía de la disposición. Se divide en alta y baja, y en particular las cincuenta y cinco sillas de la primera, de las que cada una contiene en el respaldo una figura de relieve, merecen el aprecio de las personas de gusto. En igual caso se encuentra el facistol, obra del mismo inteligente y desconocido artista.
Rodean los muros, de donde arranca la bóveda que sostiene el coro, un gran número de imágenes de santos de la orden, tallados en madera y de algún mérito. Pero ni estos ni la Gloria pintada al fresco, debida al renombrado padre Maíno, pueden gozarse por faltar la luz en donde se encuentran.
La sacristía corresponde en sus proporciones y su estilo arquitectónico al del suntuoso templo de que forma parte, encontrándose a su izquierda una capillita dedicada a santa Inés, obra perteneciente al género ojival y sin duda resto de la primitiva fábrica. Encuéntranse en ella algunas sepulturas de personas notables, entre ellas la de don Alonso Carrillo de Toledo y su hijo don Álvaro Carrillo de Guzmán, que falleció el año de 1303.
También da paso la misma sacristía a una pieza ochavada, en la que existiendo la comunidad se guardaron muchas y preciosas reliquias, alhajas, vasos sagrados y ornamentos que han desaparecido al par que algunos lienzos, retablos y objetos de arte.
Pero si merced al sensible trastorno que en este siglo han experimentado la mayor parte de los templos de esta ciudad carece el de que nos ocupamos de las maravillosas obras con que en otra edad lo enriquecieron a porfía sus moradores, en cambio se encuentra hoy reunido bajo sus bóvedas un verdadero tesoro en monumentos sepulcrales, pertenecientes a casi todos los gustos y las épocas más florecientes de la arquitectura y la estatuaria.
Estos monumentos, célebres los unos por los personajes cuyos despojos guardan, como el del príncipe de los poetas españoles, Garcilaso de la Vega, y los otros por la tradición que les presta la poesía del misterio, entre los que puede contarse el de La malograda, son acreedores a un especial estudio que ocuparía muchas páginas, y aun cuando de grande interés, no cabe en el cuadro que nos hemos propuesto trazar en esta historia.
No concluiremos, sin embargo, la monografía de este convento sin hacer una descripción, aunque ligera, de los monumentos fúnebres que lo enriquecen.
En la capilla mayor, a los lados del retablo principal y abiertos en los muros que la constituyen, se ven dos arcos de piedra sostenidos en sus correspondientes pilastras, ocupados por dos urnas elegantes, aunque sencillas, con dos pequeños obeliscos o pirámides sobre las cubiertas. Pertenecen estos sepulcros, en el fondo del entrearco de los cuales se ven unos ángeles rodeados de ornamentación pintados al fresco por el mencionado padre Maíno, a los condes de Cifuentes.
En las cabeceras de la nave del crucero se hallan otros dos monumentos sepulcrales trasladados a esta, hace pocos años, de la iglesia del Carmen Calzado. Se labró el del lado del evangelio para el primer conde de Fuensalida, don Pedro López de Ayala, aposentador mayor de don Juan II y alcalde mayor de Toledo, que instituyó el mayorazgo de Fuensalida y Huesca y murió en 1444, y su esposa, doña Elvira de Castañeda; el del costado de la epístola contuvo los restos del cuarto conde de este título, biznieto del anterior, el cual tenía su mismo nombre, fue comendador de Castilla, mayordomo de Felipe II y falleció el año de 1599. Como a su antepasado, le acompañó en el túmulo mortuorio su esposa, doña Catalina de Cárdena.
Los sepulcros, que son completamente iguales, se hicieron a principios del siglo XVII por mandato de este último. Constan de un arco de mármoles de color, rehundido en el muro, y en el centro o entrearco de los cuales se ven las armas de los condes, cuyas estatuas de tamaño natural, arrodilladas así como las de sus esposas delante de un reclinatorio, y de mármol de Carrara riquísimo, son una obra notable por todos conceptos. Ignórase quién fuera su autor pero nosotros nos inclinamos a creer pertenecen a algún famoso maestro florentino, pues los rasgos de esta célebre escuela de escultura se advierten a primera vista, así en el pliegue de las ropas como en el carácter de las cabezas, dignas de estudio, muy en particular las de las dos damas.
En la capilla en que dijimos se hallaba uno de los retablos traídos del hospital de Santiago y que está dedicada a este santo apóstol, existen asimismo otros dos sepulcros. De estos el uno, que solo se compone de una hornacina que contiene una estatua arrodillada de mediana ejecución, estuvo en este lugar desde muy antiguo y descansa en él, según de la leyenda que conserva se viene en conocimiento, don Pedro Soto Cameno, fiscal del Santo Oficio y prior de Santillana, el cual falleció el año 1583.
El otro, que se trajo cuando el retablo de la referida iglesia de Santiago, ocupa el centro de la capilla. Es del género ojival, y consta de una tumba exornada con medallones, en los que se ven escudos de armas, figuras de ángeles con ornamentos sacerdotales y caprichos fantásticos, como cabezas de mujer que rematan en orlas de hojas de trébol y figuras extrañas enlazadas con la ornamentación o sirviendo de tenantes a los blasones. Sustentan la caja del sepulcro unos cuantos leones de extravagante diseño, los cuales parecen devorar, sujetándolos con sus garras, miembros y cabezas de figuras humanas. Sobre la cama mortuoria, y apoyada la cabeza en dos almohadones prolijamente esculpidos, se ve una estatua yacente de mujer. Viste un capote ancho y muy plegado, con cuello alto y mangas abiertas, según la moda de su siglo. Tiene en la mano un devocionario y a sus pies se contempla un león. Toda esta obra es de piedra, pertenece al siglo XIII y revela la originalidad y el gusto de los escultores de aquella época, los cuales, aunque incorrectos en el dibujo, supieron dar a sus obras una tan elegante disposición que, unida a la riqueza de ornatos y caprichos que las engalanan, recompensa con usura la tosquedad y rudeza de los detalles.
Perteneció este sepulcro, que vulgarmente se conoce en Toledo por el de La malograda, a doña María de Orozco, célebre por su hermosura, la cual murió a los veintiún años de edad y muy poco después de haberse unido a don Lorenzo Suárez de Figueroa, maestre de Santiago, aunque no falta quien dice que se labró para doña Estefanía de Castro, hija del maestre de la misma orden don Pedro Fernández de Castro, y de su mujer, doña Sancha, amiga, según las crónicas, de don Alfonso VII el Emperador.
Por último, y para terminar la enumeración de los objetos que contiene esta capilla digna de especial y detenido estudio por parte de los aficionados a esta clase de recuerdos tan útiles para la historia del arte como para el conocimiento de las costumbres y estado de cultura de nuestros mayores, haremos mención de las antiguas lápidas mortuorias que, traídas de donde el sepulcro de La malograda, se ven embutidas en los muros laterales a este, las cuales contienen largos epitafios castellanos y latinos y sirvieron sin duda para señalar el sitio del antiguo hospital en que reposaban varios caballeros maestres o individuos notables por sus hazañas de la orden que lo patrocinó por tantos siglos.
En la expresada capilla de la Virgen del Rosario que, como dijimos, se encuentra en la nave de la epístola y hace juego con la que acabamos de describir, está el sepulcro de Garcilaso de la Vega y de su padre.
Este es extremadamente sencillo; compónese de un hueco en forma de arco rebajado abierto en la pared lateral de la izquierda del altar, en el cual, de tamaño natural, vestidos de todas armas, aunque sin capacete, y arrodillados, se contemplan las dos nobles figuras de los esforzados varones a quienes pertenece.
Ambas parecen obra de una misma mano, aunque la del célebre poeta está mucho mejor concluida, siendo de notar la valentía y buen gusto de algunas partes de las ropas y la noble y majestuosa expresión de la cabeza.
En la nave del evangelio, embutido en el muro y en el mismo sitio en que anteriormente hubo un retablo, se hallan otros dos sepulcros que conteniéndose dentro de un elegante cuerpo plateresco parecen formar uno solo; fue traído al tiempo de la exclaustración de la iglesia del ruinoso convento de agustinos calzados; y pertenece, según de la inscripción se colige, a don Diego de Mendoza, conde de Mélito, y a su mujer, doña Ana de la Cerda.
Los enterramientos de doña Guiomar de Meneses, en cuyas casas, como dejamos advertido, se labró este templo, don Lope de Gaitán, su esposa y su hija doña Juana, se ven entre otros varios de personas más o menos notables en la nave de la epístola.
El exterior de la iglesia, aunque bastante sencillo, no desdice de la suntuosidad de sus naves, capilla mayor y crucero.
Consta de una elegante fachada de piedra compuesta de dos altas columnas e igual número de pilastras corintias que sostienen el entablamento sobre el que se eleva el atrio. En el espacio intermediario de las columnas se abre el arco de ingreso, y en los que se encuentran entre éstos y las pilastras se ven dos buenas estatuas de mármol de tamaño poco menos que el natural, las cuales representan la Fe y la Caridad, y no sin fundamento atribuyen algunos inteligentes al célebre escultor Alonso Berruguete.
La que figura a san Pedro Mártir, titular de la fundación, y que está colocada en la hornacina central del ático, aunque no carece de mérito, no puede compararse con las que dejamos mencionadas, que son indisputablemente de lo bueno que en su género posee esta ciudad.
La parte del convento destinada a los religiosos es magnífica; consta de tres desahogados claustros sobrepuestos los unos a los otros y sostenidos en grandes arquerías que vuelan sobre un gran número de columnas, y en el patio se halla el brocal de un aljibe traído de la mezquita mayor a este lugar, según de la inscripción que, corriendo entre una faja de adorno árabe que lo rodea por la parte superior, se deduce.
Dice así esta leyenda, traducida al castellano por un entendido orientalista, y objeto en distintas épocas de curiosos estudios por parte de los arqueólogos:
En el nombre de Alá. Clemente y misericordioso mandó Abh- Dhafar Dzu-R-Riyaseteyu Abu Mohamanad, Ismael Ben-Abdo-R-Rahmau Ben Dze-N-Non (alargue dios sus días) labrar este aljibe en la mezquita aljama de Toleitola. Presérvela Alá esperando sus favores en la luna de giumada primera del año cuatrocientos veinte ytres (años de Cristo 1045.)
MÍNIMOS DE SAN FRANCISCO DE PAULA
Fray Marcial de Vicinis, provincial de esta orden, fundó el convento que nos ocupa en 1529. Para ello le cedió el ayuntamiento de esta ciudad, a instancias de doña Isabel, esposa del emperador Carlos v, una ermita que bajo la advocación de san Bartolomé se encontraba en la vega.
Diego de Vargas, secretario de Felipe II, levantó más tarde a sus expensas la fábrica que ha durado hasta nuestro siglo.
El convento y la iglesia pertenecían al gusto renacido; Covarrubias lo trazó y entendieron en su obra Hernán González de Lara, Nicolás de Vergara el Mozo y Martín López, que lo dio por terminado el año de 1591.
El retablo de la capilla mayor, en la que se encontraba el enterramiento de los condes de Mora, sucesores del secretario Vargas, reedificador del edificio, fue obra de Toribio González y era digno de aprecio.
También contaba esta iglesia, que durante la guerra de la Independencia quedó abandonada y en un lastimoso estado de ruina, algunos lienzos de mérito de Alejandro Loarte, Juan de Rivalta y otros autores menos conocidos.
Hace pocos años se mandó derribar completamente para aprovechar sus materiales.
FRANCISCANOS DESCALZOS
Estos religiosos, vulgarmente conocidos por Gilitos, o de san Gil, fundaron su primitiva casa de religión el año de 1557, junto al arroyo llamado entonces Regachuelo y posteriormente de la Rosa.
En el siglo XVII don Antonio de Córdoba, caballerizo de Felipe II, y su esposa, doña Policena, hicieron donación a los religiosos, a fin de que se construyeran un nuevo edificio, de unas casas que poseían dentro de la ciudad y hacia el mediodía de la población. Efectuáronlo así, y el año de 1610 se trasladó a él la comunidad, dedicándolo a san José.
La fábrica del convento es sólida y de regulares proporciones; pero nada ofrece al examen artístico de notable o susceptible de particular análisis. Contuvo algunos lienzos medianos y varios altares desprovistos de mérito. Actualmente el edificio se conserva destinado a cárcel pública.
CARMEN CALZADO
Ocupan las ruinas de este convento el mismo lugar en que se alzaba el célebre santuario de Santa María de Alficén. Entre algunas otras propiedades don Alfonso VI cedió este terreno a los monjes de San Servando, los cuales tuvieron en él una hospedería. Con los bienes de estos religiosos pasó más tarde a la mitra, y el prelado don Rodrigo Jiménez de Rada cedió a su vez la hospedería e iglesia a las monjas de Santo Domingo de Silos, que en el siglo XV pasaron a posesionarse de otro local, dejando éste a las comendadoras de Santiago, que también lo abandonaron a principios del XVI , trasladándose al monasterio de Santa Fe.
Próximamente por esta época, los carmelitas calzados que vinieron a fundar en Toledo, levantaron aquí el edificio conocido hoy bajo la advocación de Nuestra Señora del Carmen.
La iglesia, que sufrió varias restauraciones más o menos importantes, aunque ninguna tan radical que modificase completamente su género arquitectónico, pertenecía al grecorromano, y así como el convento a que se encontraba adherida, fue de sólida construcción y desahogadas proporciones.
Don Antonio de Ponz en el tomo primero de sus Viajes habla con grande encomio de algunos lienzos que poseyó esta comunidad, debidos a Antonio Arias, y de los sepulcros de los condes de Fuensalida, fundadores de la capilla mayor del templo en que se encontraban. De estos últimos ya nos hemos ocupado al reseñar la historia del convento de San Pedro Mártir, donde en la actualidad se ven; de los primeros ninguna noticia queda.
También estuvo establecida por bastante tiempo en este local la famosa cofradía de la Vera Cruz, de que asimismo hablamos al tratar de la parroquia de la Magdalena, a donde se trasladó, cuando a principios de este siglo y durante la desastrosa guerra de la Independencia se arruinó este convento.
Hoy solo restan de él algunos destrozados paredones que cercan el área del solar que ocupó, y aislada, musgosa y circuida de escombros, la elegante portada de piedra perteneciente al orden dórico que servía de ingreso a su iglesia.
La célebre imagen del Cristo de las Aguas se veneró aquí hasta que, llevada más tarde de la misma parroquia a que se trasladó la cofradía de la Vera Cruz, la colocaron en la capilla de su nombre.
SAN JUAN DE DIOS
Aunque esta fundación tuvo desde su principio el carácter de hospital con el que se ha conservado hasta nuestros días, nos ha parecido oportuno tratar de ella en el capítulo presente, atendiendo a que los individuos a cuyo cargo se encontró profesaban una orden religiosa.
Hecha esta ligera advertencia, pasemos al asunto.
En diecisiete de abril de 1567, doña Leonor de Guzmán, condesa de la Coruña, viuda de don Fernando Álvarez de Toledo, hizo bendecir una iglesia y hospital que años anteriores había comenzado a construir en sus propias casas y a su costa.
Púsole bajo la advocación del Corpus Christi, y lo destinó al cuidado y total restablecimiento de enfermos convalecientes.
En 1569, esto es, dos años después de haberlo establecido, lo cedió a los padres hospitalarios de San Juan de Dios, que con este motivo vinieron por primera vez a Toledo.
La fábrica de este edificio nunca tuvo nada de notable. A fines del siglo pasado la renovó casi por completo el arzobispo cardenal Lorenzana, pero tampoco puede señalarse en esta modificación radical cosa alguna acreedora a ser particularmente descrita. La iglesia es bastante pequeña y su ornamentación escasa. Ni posee ni sabemos que poseyera en tiempos de la extinguida comunidad pinturas, retablos u objeto artístico de algún mérito.
En el día está destinada al servicio del hospital militar, instalado desde hace poco en este edificio.
CARMELITAS DESCALZOS
Vinieron a Toledo los religiosos de esta regla por los años de 1584, estableciéndose provisionalmente en unas casas situadas en el lugar que entonces se conocía por el Torno de las Carretas. No fue larga la estancia de la comunidad en este sitio, pues pasados algunos años se trasladaron al convento que con este fin habían erigido detrás del castillo de San Servando o San Cervantes.
De esta fábrica no queda ninguna noticia, aunque se ven algunos restos de ella en la posesión que hoy lleva el título de Cigarral del Alcázar.
En 1640 volvieron a habitar dentro de la población, ocupando el edificio de que se trata en esta parte del artículo sobre los conventos, hasta la exclaustración de sus moradores.
La iglesia, a la que da ingreso una sencilla y elegante portada de orden dórico, consta de tres naves de regulares dimensiones, cortando a la principal el crucero, sobre el cual se eleva una airosa cúpula. Pertenece su arquitectura al género grecorromano y tiene un bonito coro.
En la capilla mayor se encuentra un retablo digno de aprecio traído a esta iglesia de San Bartolomé. Consta de tres cuerpos de arquitectura, de orden compuesto los dos superiores y jónico el inferior.
En los espacios de los intercolumnios y recuadros se ven hasta quince pinturas en lienzos de diferentes tamaños y ejecución desigual. De estos lienzos, unos pertenecen al retablo desde que se construyó y otros han sido colocados en él posteriormente. Aunque ninguno merece la calificación de obra maestra, son dignos, sin embargo, de fijar la atención de los inteligentes el Ecce-homo, que se halla al lado de la epístola y tiene la firma de Antonio Pizarro; la Degollación de san Juan Bautista, debida a Luis Tristán; y algún que otro santo, obra de fray Juan Bautista Maíno.
En los altares colaterales al mayor se notan otros dos retablos de gusto plateresco, cuajados de ornamentación propia de este género, y perfectamente tallada. El que se encuentra al lado del evangelio era propiedad del colegio de Santa Catalina; contiene una mediana pintura representando a esta gloriosa mártir, y se trajo no hace mucho a este lugar del edificio a que pertenecía. El otro se trasladó aquí de la misma iglesia que el mayor o del centro.
También puede verse en una de las naves colaterales y colocado sobre la mesa del altar de una reducida capilla, el retablo que tuvo en la suya el Colegio de Infantes, el cual también pertenece al género de los dos anteriores. En el intercolumnio central se ostenta un lienzo de regular ejecución, en que se observa a la Virgen protegiendo a un niño, que es el cardenal Silíceo, fundador del citado colegio, y al cual pertenecen los escudos de armas con que se coronan los cuerpos laterales de este delicado trabajo arquitectónico.
Los altares pertenecientes a la extinguida comunidad han desaparecido en su mayor parte; los que restan carecen de prendas que los recomienden a los ojos del artista, pudiéndose decir lo mismo de los lienzos que adornan los muros de la iglesia.
Ocupa actualmente la fábrica del convento, en la cual se han efectuado algunas reparaciones, el Seminario Conciliar creado en el año 1847 bajo la advocación del famoso arzobispo y patrón de la ciudad de Toledo san Ildefonso.
CAPUCHINOS
En el mismo lugar que ocupa este convento se encontró situada la cárcel pública durante la dominación romana, y en una cueva o bóveda que existía debajo de la iglesia, es tradición constante que estuvo encerrada la antigua patrona de Toledo, santa Leocadia, virgen y mártir. No hace mucho que aún podía verse en esta bóveda una piedra con la señal de la cruz grabada en ella, y una inscripción concebida en estos términos:
Hic orat Leocadia, diris onusta catenis, digitoque signat, hoc in lapide crucem.
En los años de su reinado, Sisebuto levantó en este sitio uno de los dos templos que en aquella época se erigieron a la gloriosa virgen toledana, del cual no nos queda la memoria de haber existido, pues desapareció por completo durante la invasión sarracena.
Dueños nuevamente los cristianos de la ciudad, don Alfonso X edificó el que se conocía a principios de este siglo, aunque notablemente modificado.
A poco de haberse erigido y por mandato del mismo rey, fueron trasladados a la cueva santificada por la tradición los despojos de los monarcas godos Recesvinto y Wamba. Sobre las losas de estos sepulcros, en las que se encontraban los escudos de armas de los antiguos reyes de Castilla, podía leerse las siguientes inscripciones:
En el de Wamba:
En tumulatus iacet inclitus rex Wamba; regnum contemdsit anno dclxxx mónachus obiit anno dclxxxiiiiiii a coenobio translatus in hunc locum ab Alphonso x. legionis castellae autem iv rege.
En el de Recesvinto:
Hic iacet tumulatus inclitus rex Recesvintus obiit anno dclxxii
En el año 1565 Felipe II mandó abrir estos sepulcros y se encontraron los cadáveres perfectamente conservados, muy en particular el de Wamba, que amortajado con el hábito monacal se veía envuelto en un manto de grana. Durante la guerra de la Independencia, las huestes del usurpador, sin duda con la esperanza de encontrar en su seno grandes riquezas, profanaron estas tumbas, rompieron sus losas funerarias y esparcieron los venerables restos de los famosos monarcas que por tantos siglos habían encontrado en ellas el reposo.
Recogidos cuidadosamente estos restos, cuando la comunidad de capuchinos volvió a ocupar el convento que en este lugar tenía, han sido, por último, depositados en una caja forrada de terciopelo con franjas de oro, que se guarda en la sacristía de la catedral.
Del paradero de una gran lápida que servía de ara en un altarito colocado en esta cueva y en Ia que, según las tradiciones aseguran, se firmaron las actas de los concilios toledanos, nada hemos podido averiguar, y no deja de ser muy sensible para las personas amantes de los recuerdos históricos el extravío de esta memoria de tan remotos siglos.
Apuntadas estas noticias sobre el lugar histórico y venerable en que se elevó el convento de capuchinos, vengamos ahora a su historia, que es bastante breve.
El arzobispo de Toledo cardenal Sandoval y Rojas dispuso la venida de los religiosos de esta orden a la ciudad cabeza de su diócesis en los primeros años del siglo XVII, estableciéndolos en una posesión contigua a la ermita del Ángel Custodio, situada extramuros, en el año de 1611.
No habitó la comunidad mucho tiempo este edificio, pues algunos años después, el cardenal arzobispo Sor Moscoso y Sandoval levantó a su costa y expresamente para ella un convento pegado a la antigua iglesia colegial de Santa Leocadia, la cual le sirvió de templo.
Esta iglesia, que como dejamos dicho fue erigida por don Alfonso X, sufriendo en diferentes épocas grandes restauraciones que variaron su fisonomía casi por completo, contuvo algunas pinturas de bastante mérito, de las cuales unas han desaparecido y otras han pasado a formar parte del Museo Nacional.
En cuanto al convento, presa de las llamas cuando ocurrió el incendio del alcázar, en vano los religiosos pretendieron restaurarle; la escasez de sus medios solo les permitió emprender una reedificación mezquina a que puso término la postrera exclaustración de sus habitadores.
En la actualidad solo se ven algunos restos de fábrica ruinosa en el lugar que ocupó la basílica, mientras que una parte del edificio, que le agregó el arzobispo Sandoval, se encuentra habilitada para cuartel de infantería.
TRINITARIOS DESCALZOS
El beato Juan Bautista de la Concepción, reformador de su orden y varón notable por su piedad y su ciencia, llegó a esta ciudad con otros dos religiosos en el año de 1612, estableciéndose en una casa situada en el arrabal que se conoce por las Covachuelas.
No había trascurrido mucho tiempo desde que se llevó a cabo esta fundación, cuando el ayuntamiento cedió a la comunidad varios terrenos de propios colindantes con el edificio que ocupaban, a fin de que se levantase el convento que se conservó hasta nuestros días, y a la erección del cual ocurrieron varias personas notables de la ciudad de Toledo.
La nueva fábrica que se elevó pertenecía al gusto renacido, y ni la iglesia, que era bastante reducida, ni la parte de edificio destinada para habitación de los frailes, tuvo nunca nada de notable por su magnitud, magnificencia o mérito.
Estaba dedicada a san Ildefonso.
Durante la guerra de la Independencia fue completamente destruida. Aunque al tornar los religiosos a ocuparle, se procuró reparar sus muros en lo posible, el abandono a que se entregó, después de exclaustrada su comunidad, precipitó su inminente ruina.
Hoy solo ofrece a los ojos del viajero un montón de escombros y despedazados paredones.
AGUSTINOS RECOLETOS
Esta es una de las más modernas fundaciones hechas en Toledo, pues se verificó en el último tercio del siglo xvii. Antes de establecerse en la ciudad, y en tanto que se levantaba el convento que más tarde habitaron, los religiosos estuvieron en una casa extramuros, y contigua a la ermita de la Virgen de la Rosa. Concluido el edificio y colocado bajo la advocación de la Purísima, pasó la comunidad a residir en él, donde se mantuvo hasta que fue exclaustrada. El templo, perteneciente al gusto grecorromano, aunque de reducidas proporciones y escasa ornamentación, no carecía de elegancia. En el nicho abierto sobre el arco de piedra de su portada estuvo una preciosa estatua de san Agustín, que hoy se encuentra en el claustro de San Juan de los Reyes y forma parte del Museo Provincial.
De los varios cuadros que adornaban sus muros y que cita Ponz con elogio, se han extraviado unos y se conservan otros en diferentes iglesias.
El convento se vendió como finca del Estado y pertenece a un particular.
IV. [CLÉRIGOS MENORES]
Antes de terminar la historia de los monasterios y conventos de frailes de esta ciudad, nos ocuparemos, siquiera sea brevemente y a fin de completar en lo posible nuestro trabajo, de algunas otras congregaciones religiosas que con parecido carácter existieron aquí y han desaparecido no hace mucho.
Encuéntranse en este caso la de los jesuitas y los clérigos menores.
Estos últimos, que solo tuvieron dentro de la población una hospedería en la que se albergaba cierto número de sacerdotes sujetos a las reglas de sus estatutos, levantaron a su costa y para su habitación un edificio fuera de los muros de Toledo.
Ni la pequeña capilla que para atender a sus necesidades espirituales le agregaron, ni la fábrica en general, tuvieron cosa alguna notable. Tampoco encontramos noticias acerca de los lienzos y retablos que adornarían la iglesia, la cual, declarada con el convento a que perteneció finca del Estado, fue enajenada en este concepto a un particular.
Sus ruinas aún pueden verse en la posesión de campo, conocida en memoria de sus antiguos dueños, con el título de Cigarral de los Menores.
En cuanto a los jesuitas, solo diremos que vinieron a fundar su primera casa de religión en Toledo por los años de 1557, estableciéndose a su llegada en el Colegio de Infantes, de donde pasaron al de San Bernardino para trasladarse después a una casa particular hasta que se terminó en 1569 su edificio propio, en el que definitivamente se instalaron.
Levantose la nueva fábrica en unas casas que en la época goda pertenecieron, según la más constante tradición, a los padres de san Ildefonso, por lo cual es fama que nació en ellas el santo, y después de la Reconquista a la familia de los Toledos, que es la misma de los Illanes, de quienes ya hemos tenido ocasión de hablar en el discurso de esta historia.
En el siglo xvii reedificaron con la mayor suntuosidad el templo y la casa profesa. Del primero, ya hemos tratado con bastante detenimiento al ocupamos de la parroquia de San Juan Bautista, que hoy se encuentra instalada en él; en cuanto a la segunda, ha sido destinada a diversos usos después de la expulsión de sus habitadores, acaecida en el reinado de Carlos iii.
Primeramente la ocupó el Tribunal de la Santa Inquisición, y por último se ha aprovechado, teniendo en cuenta su magnitud y solidez, para establecimiento del Gobierno y oficinas públicas de la capital.
Fin de los monasterios y conventos de varones