Enterramientos de Garcilaso de la Vega y de su padre en Toledo

Bécquer. Enterramientos de Garcilaso de la Vega y de su padre en Toledo. Revista La Ilustración de Madrid


En una de las iglesias de Toledo más llena de obras de arte y recuerdos históricos hay al extremo de la nave lateral de la derecha una capilla oscura y de reducidas proporciones, a la que da entrada un gran arco redondo y macizo de estilo greco-romano.

En el testero de la capilla se levanta el altar, en cuyo retablo, cargado de adornos de gusto dudoso, pero ricos, se descubre la imagen de la Virgen que le da nombre. La luz, que penetra por la cúpula del templo y se derrama suave y templada por su espacioso ámbito, llega allí cansada y confusa, y sus reflejos azules se mezclan con la claridad rosada de un transparente de color que ocupa el fondo del camarín de la Virgen, sobre el cual destaca por oscuro el contorno de la santa imagen. La primera vez que visité el convento a que pertenece esta iglesia, ni sabía su nombre ni mucho menos los tesoros de arte que encerraban sus muros. Cansado de dar vueltas al azar por las calles de Toledo, acerté a pasar por una plazuela tan excusada y sola, que la hierba crecía entre las piedras como en un prado. Vi a medio cerrar el postigo de un templo y entré en él, como entraba y salía por todos los que me iba encontrando en el camino.

El día estaba al caer, y en el interior reinaba el silencio más profundo, turbado solo por el ruido de los pasos de una especie de sacristán que iba y venía a lo largo de las naves, limpiando el polvo de los altares, arrastrando de acá para allá los bancos del coro, y atizando las lamparillas de un vía crucis.

Largo tiempo estuve examinando algunos sepulcros notables esparcidos en diferentes puntos de la iglesia, tratando de descifrar sus borrosas inscripciones a la escasa luz que penetraba por los vidrios de la cúpula. Creía encontrarme solo en aquel sitio, sin otro compañero que el diligente sacristán, que no se daba punto de reposo en la operación de su minuciosa limpieza más que para hacer una genuflexión delante de cada altar de los que iba sacudiendo.

No obstante, al cabo de algunos minutos me pareció oír hacia el más apartado ángulo del templo un murmullo levísimo; especie de confuso silabeo como de persona que reza en voz baja y solo deja percibir a distancia el silbo suave de las eses que pronuncia.

Yo he oído muchas veces (¿quién no lo ha oído alguna vez?) rezar a media voz a esas viejas devotas que, temblándoles la barbilla y arrebujadas en un manto de bayeta negra, turban el grave silencio del santuario con una especie de salmodia risible, mezcla confusa de palabras gangosas, silbos ásperos que se escapan por entre las desiertas encías, suspiros y gimoteos. Comprendí que alguien, una mujer acaso, rezaba envuelta entre las sombras del templo; pero lo comprendí recordando lo que había oído otras veces, como podría reconocer a una persona de la que solo hubiera visto antes la caricatura. En efecto, aquel rumor era en algo parecido; pero tenía notas y modulaciones de agua que corre, de seda que cruje, de alas que baten el aire.

Movido de la curiosidad, di algunos pasos en la dirección que lo percibía, y entré en la capilla. Entonces pude corroborar mi opinión de que, para ver a Toledo y sentirlo y sorprender esos cuadros que nos impresionan por su novedad o su belleza, vale más discurrir solo y sin rumbo fijo por sus calles, a lo que la casualidad ofrezca, que no recorrerlo a escape con un ignorante cicerone, especie de moscardón de las ruinas, que se os cuelga a la oreja zumbando sandeces.
El altar, de trazo grande y ornamentación fastuosa, bañado en la sombra del batiente del arco, dejaba ver en su centro un luminoso óvalo de claridad rosada, en el cual se dibujaba la imagen de la Virgen como esas figuras que destacan por oscuro sobre el fondo de oro de las tablas de los antiguos maestros alemanes. La luz del transparente venía a dar sobre el muro de la derecha, sobre una amplia hornacina, en cuyo hueco se contemplaban dos figuras colosales de guerreros completamente armados, que de rodillas y con las manos juntas en actitud de orar, tenían sus ojos sin pupila vueltos hacia la imagen.

Enterramientos de Garcilaso de la Vega y de su padre en Toledo

La diáfana claridad del tabernáculo y la fantástica blancura de las estatuas absorbían de tal modo la atención, que al principio, y como no cesaba el murmullo de palabras que me había llevado hasta aquel sitio, me hice un momento la ilusión de que se escapaba de los labios de piedra de aquellos inmóviles personajes. .
Poco a poco logré darme cuenta de lo que me rodeaba, y entonces vi a una mujer arrodillada al pie del sepulcro. Yo no he soñado esa mujer. Viva y sana anda por Toledo: hermosa, alta, severa, que parece una figura bajada del pedestal de un claustro gótico. La he visto después en muchas ocasiones, en las iglesias la mayor parte de ellas, en la calle algunas otras, y siempre me ha parecido extraordinaria, como conjunto maravilloso de líneas puras y correctas; pero nunca, cual entonces, pude sentir toda la inexplicable poesía que irradia y la hace aparecer encarnación humana del mundo de idealidad que vive en Toledo; flor pálida de las ruinas, que en medio de su juventud y belleza tiene algo de severo y triste, y se antoja un espíritu del pasado que viene al través de los siglos revistiendo diversas formas, y es como el alma inmortal de la ciudad muerta.

Yo tenía la noticia vaga de que en una de las iglesias de Toledo se hallaban los sepulcros del dulce poeta Garcilaso de la Vega y de su valeroso padre. ¿Dónde? No lo sabía. Esperaba encontrarlos en alguna de mis excursiones y conocerlos, bien por la inscripción, bien por el carácter de las figuras. La hornacina en cuyo hueco estaban arrodilladas las dos estatuas carecía de inscripción; en el muro no se encontraban tampoco. No obstante, la armónica y misteriosa relación de los objetos que componían el cuadro que se ofrecía a mis ojos me reveló que aquellos eran los sepulcros del guerrero y del poeta.

Involuntariamente me acordé de la vega granadina y del sol espléndido que iluminó el famoso combate de García Laso, el de la hazaña, cuando en presencia de los Reyes Católicos hizo morder el polvo al infiel que por el polvo arrastraba el santo nombre de María. «Este es -dije- aquel poeta en acción, que si no hizo versos, dio amplio asunto a la musa popular con su caballeresca empresa. El que ilustró su vida con una alta empresa, llevando por dama de su pensamiento a la Reina de los Ángeles ¿dónde podía dormir el sueño de la muerte, sino a la sombra de su altar, vestido de la armadura y vuelto aún hacia ella en muda y eterna oración? Y aquel otro, más alto y joven a cuyos pies murmura aún sus rezos una mujer hermosa, ese, proseguí pensando, ese es el que cantó el dulce lamentar de los pastores, tipo completo del siglo más brillante de nuestra historia. ¡Oh, qué hermoso sueño de oro su vida! Personificar en sí una época de poesías y combates, nacer grande y noble por la sangre heredada, añadir a los de sus mayores los propios merecimientos, cantar el amor y la belleza en nuevo estilo y metro, y como más tarde Cervantes, y Ercilla, y Lope, y Calderón, y tantos otros, ser soldado y poeta, manejar la espada y la pluma, ser la acción y la idea, y morir luchando para descansar envuelto en los jirones de su bandera y ceñido del laurel de la poesía a la sombra de la religión en el ángulo de un templo!

»¡La luz de la lámpara que alumbra la santa imagen tiembla hace siglos sobre tu noble frente de mármol y entre la sombra parece que aún chispea tu blanca y fantástica armadura! ¡Ni una letra, ni un signo que recuerde tu nombre! ¿Qué importa? ¡El curioso vulgar pasará indiferente junto a la tumba en que reposas; pero nunca faltará quien te adivine, nunca faltará alguna mujer hermosa que arrodillada en ese rincón, tan propio para la oración y el recogimiento, venga a rezar a tus pies, regalándote el oído con la música de sus dulces y fervorosas palabras!»...

En esto cerró la noche; la hermosa devota se levantó y se fue... andando sin duda ... a mí me pareció entonces que deslizándose sin tocar el pavimento de la iglesia, como una forma leve que empuja el aire. El sacristán, que había terminado su limpieza, comenzó a sonar el manojo de llaves, como diciéndome de modo indirecto que comenzaba a estorbar en el templo. Salí y me encaminé a la fonda. ¿Había visto, en efecto, el sepulcro de Garcilaso? ¿O era todo una historia forjada en mi mente sobre el tema de un sepulcro cualquiera? Tenía un medio de salir de dudas: consultar la Guía del forastero en Toledo. Pero temía equivocarme. Después de todo, yo no trataba de hacer un estudio serio de la población, ni de pertrecharme de datos eruditos. Tanto me importaba creer que lo había visto, como verlo.

No obstante, después de vacilar un rato, resolví salir de la duda. Abrí el librito y leí: «En el convento de San Pedro Mártir de Toledo y en la capilla de la cabecera de la nave lateral derecha, en que hay un altar churrigueresco con la imagen muy venerada en esta ciudad de la Virgen del Rosario, se hallan empotrados en el muro los sepulcros del poeta Garcilaso de la Vega y de su valiente padre, del mismo nombre, cuyas dos estatuas de mármol, armadas a la antigua y arrodilladas hacia el altar, no carecen de mérito».

Últimamente, los restos del ilustre soldado y poeta fueron conducidos en pública procesión a la iglesia de San Francisco el Grande, de Madrid, donde esperan en un rincón de la sacristía la resurrección de la carne y un monumento en el panteón nacional.


Gustavo Adolfo Bécquer
La Ilustración de Madrid, 27 de febrero, 1870



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