El estudio de las costumbres populares de un país ofrece siempre grande interés a las personas ilustradas. Ya se las mire bajo el punto de vista del arte, buscando en ellas lo mucho que tienen de pintoresco, ya se las considere como datos preciosos para construir el pasado, del cual guardan huellas tan visibles, nunca se encarecerá bastante la atención con que artistas, eruditos e historiadores deben detenerse a analizar las curiosas analogías que se hallan entre los tipos, los usos, los trajes y hasta las ideas de esas masas, que siguen de lejos y lentamente el movimiento de la civilización, con las de épocas apartadas cuyos detalles y rasgos característicos se suelen buscar inútilmente en crónicas y tradiciones.
Pero si siempre es de gran interés este género de estudio, nunca lo será tanto como en los momentos actuales, en que, espectadores de una radical transformación, solo así podremos recoger la última palabra de un modo de ser social que desaparece, del que solo quedan hoy rastros en los más apartados rincones de nuestras provincias, y del que apenas restará mañana un recuerdo confuso.
La irresistible corriente de las nuevas ideas nos empuja hacia la unidad en todo; los caprichosos ángulos de las antiguas ciudades vienen al suelo sacrificados a la línea recta, aspiración constante de las modernas poblaciones; los característicos trajes de ciertas provincias comienzan a parecer un disfraz fuera del oscuro rincón de la aldea; los usos tradicionales, las fiestas propias de cada localidad se nos antojan ridículas. Treinta años faltan al siglo XIX para concluir su carrera; por nuestra parte, creemos que en esos treinta años desaparecerá por completo lo poco que de este género existe y puede aún consignarse para transmitir su recuerdo a los que vendrán tras nosotros y tal vez culparán nuestra incuria.
No nos falta la fe en el porvenir; cuando juzgamos bajo el punto de vista del filósofo o del hombre político las profundas alteraciones que todo lo trastornan y cambian a nuestro alrededor, esperamos que en un término más o menos distante algo se levantará sobre tantas ruinas; pero séanos permitido guardar la memoria de un mundo que desaparece y que tan alto habla al espíritu del artista y del poeta; séanos permitido sacar de entre los escombros algunos de sus más preciosos fragmentos para conservarlos como un dato para la historia, como una curiosidad o una reliquia.
Reuniendo en las columnas de La Ilustración de Madrid cuanto nos sea posible allegar referente a monumentos, tipos, trajes y costumbres de nuestras provincias, creemos hacer algo de lo mucho que en este camino podría aún hacerse por nuestros artistas y escritores contemporáneos.
El tipo que ofrecemos hoy, y que nos ha inspirado estas líneas, viene a corroborar la opinión que dejamos consignada. Merced a los esfuerzos de la beneficencia oficial y a los reglamentos de policía urbana, las poblaciones importantes de nuestro país se han visto libre de la nube de pordioseros que en tiempos no muy remotos llenaban sus calles. El mendigo, cuya cabeza típica y pintorescos harapos inspiró a más de un artista fantásticas siluetas, se ha trasformado al contacto de la civilización en el vulgar acogido de San Bernardino, con su uniforme de bayeta oscura y su sombrero de hule. Al imponerles la chapa y la guitarra a los que aún permanecen, merced a no sabemos qué privilegio, a las puertas de las iglesias, los han despojado de la originalidad y multitud de atavíos, lesiones, actitudes y arengas en que desplegaban su inagotable fantasía. La mendicidad, que se arrastra siempre en derredor del fausto, ha sido en ciertas edades el rasgo característico de la sociedad española. Desde el lisiado que pedía limosna a Gil Blas con el trabuco, hasta el sopista que seguía una carrera y llegaba a veces a los más altos honores mendigando las sobras de los conventos, nuestro país ha ofrecido tipos de pordioseros, tan numerosos y extravagantes, que ni Callot ni Goya los hubieran soñado.
Aplaudimos a la Administración que hace esfuerzos por remediar este daño, poniéndonos en lo posible al nivel de los países de mayor cultura; pero, no obstante, nos gusta recoger las impresiones que guarda el artista de estos tipos tradicionales, y que hoy sólo en algunas provincias pueden estudiarse con toda su pintoresca originalidad. Tiene el arte no sabemos qué secreto encanto que todo lo que toca lo embellece. Entre cien modelos repugnantes y groseros, sabe, tomando un detalla de cada uno, formar un tipo que, sin ser falso, resulta hermoso. Mirado a través de este prisma, no hay asunto que no interese, ni figura que deje de ser simpática.
En algunas de nuestras antiguas ciudades castellanas, cuando la nieve cubre el piso de las revueltas calles y sopla el cierzo haciendo rechinar las mohosas veletas de las oscuras torres, ¿quién no ha visto inmóvil junto al timbrado arco de una vetusta casa solariega la figura de un pordiosero que tiende al fin la descarnada mano para llamar a la puerta, cuyos tableros desunidos, grandes clavos y colosales aldabas traen a la memoria las misteriosas puertas de esos palacios deshabitados llenos de encantos medrosos de que nos hablan en los cuentos?
La multitud pasa indiferente al lado de aquella escena: el artista se detiene, herido ante el contraste de tanta miseria junto a tanto esplendor; repara en la armonía de las líneas y en los efectos del color, se siente impresionado como ante un cuadro que pertenece a otra, época diferente, y ve una revelación de otro siglo y de otra manera de ser social en aquella tradición viva que entra a hablar a su alma por el conducto de los ojos.
Gustavo Adolfo Bécquer
La Ilustración de Madrid, 12 de enero de 1870