Una noche toledana


Del libro Tradiciones de Toledo, escrito por Eugenio de Olavarría y Huarte

Zona de Los cobertizos



Hay en el idioma castellano una frase que se usa muy comúnmente, sin que las noventa y nueve centésimas partes de los que la emplean sepan cuál fue su origen y cuál su significación en sus principios, ni puedan siquiera adivinar los recuerdos sangrientos que un tiempo evocaba en la memoria de los habitantes de Toledo. Esta frase es Una noche toledana.

Una noche toledana es, en lenguaje familiar, en el lenguaje sencillo y rico en imágenes del pueblo, una noche de perros; una noche infernal basada en el insomnio y la inquietud o en malas condiciones de existencia; una noche que ha de dejar en la memoria dolorosos recuerdos que más de una vez han de cubrir de nubes la imaginación y de lágrimas los ojos.

El origen de esta frase no puede ser más trágico y horrible; se remonta al principio del segundo siglo de la dominación de España por los árabes y mancha una de las páginas más tristes de la historia de Toledo.

I


En el año 805 de la Era cristiana (190 de la Hégira) gobernaba la antigua capital gótica un joven disipado y disoluto, de enfermiza apariencia y cuerpo consumido por los vicios y los placeres, llamado Jusuf-ben-Amrú, hijo de un célebre caudillo sarraceno, a cuyos méritos y servicios en la corte del rey Alhakem-ben-Hixem debía el gobierno de la ciudad.

Esto era lo único que podía alegar en su favor; esta era la única valla de respeto que servía de muro ante el cual se detenía la justa cólera del pueblo. A no haber sido el walí hijo de Amrú, más de una vez las quejas de todo el waliato hubieran llegado hasta el trono del califa, y los mismos nobles, que estaban escandalizados del espectáculo que daba uno de los suyos encargado del mando superior del territorio toledano, hubieran expuesto respetuosamente al trono el peligro que podía tener para la posesión de la ciudad el que se hallara un desatentado rapazuelo, que no escuchaba más voz que la de sus pasiones, al frente de una ciudad fuerte y poderosa, descontentadiza y dada de suyo a las revueltas por carácter y temperamento, dispuesta a levantar cualquier bandera enfrente de la legítima que debía tremolar, y que, además, encerraba doble número de cristianos que otra cualquiera, en razón a la importancia que tenía en el momento de la conquista.

Pero el recuerdo de Amrú no podía borrarse fácilmente de la memoria de los toledanos. No hacía muchos años aún, al principio del reinado de Alhakem, sus tíos Abdallah y Suleiman, que tanto habían dado que hacer a su hermano Hixem sobre la posesión e integridad del califato, habían levantado su estandarte rebelde ante el estandarte de su sobrino, arrastrando una porción de ciudades y provincias en su apoyo. Toledo había imitado su ejemplo, pronta siempre a seguir a cualquiera que la apartase del camino del deber y la lealtad, y al mando de Obcidah-ben-Amza, que a la sazón era wazir, se había sostenido durante largos años resistiéndose a reconocer la autoridad suprema de Alhakem, que fue por sí mismo a sitiarla, y tal vez hubiera visto nuevamente defraudados sus deseos y desprestigiada nuevamente su autoridad, si asuntos de importancia no le hubieran llamado a la España oriental en la frontera de los Pirineos, para donde partió, dejando ante los muros edificados por Wamba a su favorito Amrú, hombre tenido en mucho en la ciudad y de grandes conocimientos militares. 

Poco tardó este en ponerse en contacto con los principales jeques de la población que veían al pueblo cansado por una lucha tan larga, y previendo que en un día u otro tenían que sucumbir, temían la suerte que Alhakem reservaba a su tenaz rebeldía, y dando seguridades a los unos, haciendo promesas a los más ambiciosos, atemorizando a los más tímidos, atrayéndose a los de más buena fe que se habían rebelado por cumplir compromisos, contraídos hacia los turbulentos príncipes, consiguió al cabo de algún tiempo, que un día, cuando menos preparadas estaban las tropas sitiadoras —pues nadie en su campo sabía una palabra de sus negociaciones y secretos manejos—, el estandarte del califa flotase sobre los muros de Toledo, y una voz fuerte y estentórea clamase sobre las murallas, invocando con respeto el nombre de Alhakem y entregando el de sus rebeldes tíos a la execración de las edades por venir. La cabeza del gobernador Obcidah-ben-Amza, aparecía en las almenas de la Puerta de Visagras, azotada por el viento y escupida por una menuda lluvia, como prueba de fidelidad y de respeto que rendían a su nuevo señor. Entró el vencedor en Toledo, orgulloso y satisfecho de haber conseguido a tan poca costa una victoria tan completa y un resultado tan ventajoso para los intereses que representaba, pues así podía llevar sus tropas en auxilio de Alhakem, que andaba empeñado en nuevas luchas con sus tíos, y fiel a lo que había prometido, no llevó a cabo castigo alguno, contentándose con hacer pasar a los toledanos delante de la cabeza del traidor Obeidah, que con sus ojos vidriados por la muerte y sus facciones alteradas y contraídas, parecía exhortarles a permanecer siempre esclavos del juramento de fidelidad que debían a los califas de Córdoba. Pocos días después partió, habiendo conseguido que en pago a sus servicios nombrase Alhakem a su hijo Jusuf-ben-Amrú wazir de la ciudad, nombramiento que esta acogió sin desconfianza, creyendo hallar en el hijo algo de las virtudes de su padre.

Estos eran los recuerdos que siempre surgían en la memoria de los toledanos, cuando cansados del yugo opresor que Jusuf ciñera a su cuello, pensaban en romperlo por uno de esos esfuerzos vigorosos de los pueblos que en sus convulsiones revolucionarias tienen algo del torrente desbordado, cuyo empuje no puede nadie resistir, cuyo esfuerzo no puede nadie contener, y bien podía decirse, sin temor a que ninguno desmintiera la aserción, que solo a esta consideración debía Jusuf la impunidad y la aparente indiferencia con que Toledo sufría las más violentas exacciones, los más horribles abusos.

Porque Jusuf no tenía una sola cualidad que pudiese hacer tolerable el menor de sus defectos, que eran tantos como cobardes pensamientos caben en un cerebro degenerado, tantos como sentimientos impuros puede albergar un corazón pequeño y miserable. Cruel hasta el exceso, buscaba, cuando no lo tenía, un pretexto para mostrar su crueldad, y si ni aun así lo encontraba, se entretenía en inventarlo; libertino que nada respetaba en el mundo, para él no había consideración alguna que pudiera oponerse a su voluntad, desbocado corcel que corría libre y suelto por el camino de su perdición sin ver el abismo a que sin freno caminaba. Ingrato a los favores recibidos, trataba de olvidarlos enseguida porque se sentía rebajado por ellos, y, ¡ay del iluso que en un momento de apuro le diese algún atinado consejo o le hiciera alguna reflexión que le sacara del compromiso en que estuviera! En su mezquino corazón no podía olvidar nunca aquel momento en que alguien se había manifestado superior a él en talento o experiencia.

De un criterio exageradamente estrecho y reducido, no había adquirido durante su vida en la corte y al lado de su padre el conocimiento que este tenía de los hombres y las cosas; ese arte de disimular enteramente sus sentimientos y sus impresiones cubriendo unas y otras con un velo a través de cuyas gasas no se pudiera ver la urdimbre de su natural. Violento y soberbio, con la soberbia de los que nada valen, la sonrisa del desprecio vagaba incesantemente por sus labios y la convicción de su propio valer brillaba en chispas de orgullo en la mirada altiva de sus ojos. Como colocado sobre un pedestal que él mismo se forjara en los campos de su imaginación, miraba a todos con desdén, encontrándose superior en poder a los más poderosos, en nobleza a los más nobles, en saber a los más sabios.

Considerando al pueblo como un puñado de hombres para los cuales era una fortuna dejarse dirigir por él y que le debían inmensa gratitud por los cuidados que los caballeros de su clase se tomaban por su conservación, no se descuidaba en cobrar su parte de reconocimiento y le sacrificaba a sus caprichos. La mujer, en su concepto, no era más que un objeto de placer; no había venido al mundo más que a ser un incidente en la existencia de los poderosos, una flor que exhalaba su perfume para que los señores lo aspirasen arrojando sus hojas después de marchitarla sobre la mesa de la orgía. Dueño, como creía ser, de la vida y hacienda de sus gobernados, en quienes no hallaba ideas del honor dignas de tenerse en cuenta, diariamente circulaban por la ciudad sordos rumores, que siempre se confirmaban, de jóvenes seducidas y arrancadas de su hogar por los infames sicarios del miserable wazir. Y como necesitaba mucho oro para conseguir el logro de sus caprichos, pues padre cariñoso, no era capaz de sacrificar a ninguno de aquellos hijos de su perverso instinto en el altar de la conveniencia, enviaba al pueblo a trabajar a las murallas, le abrumaba a exacciones, poniendo siempre por pretexto el natural levantisco de los toledanos y su rebeldía hacia el gobierno de Alhakem, que en su concepto debía haber sido castigada con suplicios horribles por su padre, y bajo sus manos el sudor de aquellos infelices se convertía en brillantes monedas que caían en lluvia constante en sus arcas, semejantes a los toneles de las hijas de Dánae, porque nunca se veía satisfecho; nunca, ni un solo instante, daba pausa a su avaricia, porque también era avaro. De aquí que, cuando en medio de la noche oíanse hacia el viejo palacio de los godos las carcajadas que en el festín dejaban escapar el wazir y los que le rodeaban, volviesen los pobres la vista hacia el punto en que resonaban y acompañaran con sus maldiciones aquellos ecos alegres que barrenaban su corazón y sus oídos.

Jirones de honra, empapados en sus lágrimas, eran quizá el motivo que hacía estallar aquellas manifestaciones de alegría.

En esta situación vivían los toledanos el año 805 de la era cristiana (190 de la Hégira). Habían de pasar más de cuatro siglos, había de volver la ciudad al yugo de sus legítimos señores, los cristianos; habían de conmover los Laras el trono de Castilla durante la minoría de don Enrique I, para que el infierno abortase con don Fernando Gonzalo, señor de Yegros, un alcaide de iguales disposiciones para el mal que Jusuf-ben-Amrú, wazir de la antigua capital gótica por el califa Alhakem I.

II

Una noche de ese mismo año hallábanse reunidos una porción de caballeros mahometanos en una cámara alhajada lujosamente, y llena de mil preciosidades y objetos raros que acusaban en su poseedor una gran fortuna y un exquisito gusto. Los principales jeques de la población estaban allí; bien claro denunciaba su origen el aire naturalmente altivo que afectaban; la mirada de orgullo que chispeaba en sus ojos, y la esplendidez del elegante traje sarraceno que ocultaba en sus anchos pliegues la gallardía de las formas y la esbeltez de la figura.

Reinaba en el recinto una calma que parecía, por lo forzada y poco natural, anuncio seguro de tormenta. Pasaba largo tiempo sin que ninguno de los circunstantes, sumidos al parecer en pensamientos que llenaban de turbación su espíritu, rompiese el silencio para distraer la atención de los demás del punto a que se conservaba fuertemente adherida. Por fin, la voz poco extensa, pero enérgica y segura de un anciano, se dejó oír, y todos, como movidos por secreto impulso, dirigieron la vista hasta el asiento que aquel ocupaba, preparándose para no perder una sola palabra de las que iban a salir de sus labios.

—Creedlo —decía el viejo caballero, que parecía ejercer gran dominio sobre sus oyentes—. Cuando me he decidido a llamar a mi palacio a la nobleza toledana para exponerla la verdadera situación de la ciudad, y pedirla que delibere acerca de la conducta que debemos seguir en los acontecimientos que se preparan, o mejor dicho, que se precipitan, es, sin duda, porque, a mi juicio, la situación vale la pena de que nos ocupemos en ella. No perdamos de vista que los abusos en el gobierno tienen en Toledo más importancia que en otro punto cualquiera del país, por las muchas gentes extrañas que hay dentro de sus muros. Los cristianos son numerosos, y no pueden acostumbrarse a la idea de ver bajo la media luna del profeta, la sagrada ciudad en que se llevó a cabo su conversión del arrianismo, ciudad santificada por la estancia en su recinto, de sus reyes, donde duermen el sueño eterno todos esos seres quiméricos a que dan en su delirio nombre de ángeles y santos. Los judíos pueden ayudarles hoy de la misma manera que ayer nos ayudaron a nosotros, que poca confianza pueden inspirarnos los que desconocieron a su profeta, y le dieron una cruz ominosa como tribuna a sus predicaciones. Con estos elementos es preciso tener mucho cuidado; el mejor día, si disgustado el pueblo musulmán no separa la causa del wazir de la causa sagrada del califa, nosotros mismos podemos dar a nuestros enemigos las armas que han de clavar en nuestro pecho.

Un murmullo de asentimiento acogió estas palabras del anciano, que, así que se restableció el silencio, prosiguió con acento más enérgico cada vez:

—Ahí tenéis el porqué de mi llamamiento. Lo que tememos, ha de suceder naturalmente. Paréceme que ya vagan en el viento los elementos de la tempestad. El día que esos elementos se reúnan, cuando el torrente de la cólera popular se desborde y se oponga a nuestro paso en su marcha furiosa hacia el asiento del wazir, es preciso que nos encuentre dispuestos para resistirle, y con la fuerza necesaria para encauzarle y volverle a su primitivo lecho. Las consideraciones que debíamos a Amrú harto las hemos demostrado sufriendo, sin exhalar una queja, las exacciones de su hijo, y permitiendo, con la esperanza de que un día volviese en sí del vértigo que se ha apoderado de él, que cargase sobre el pueblo todo el peso de su maldad. Hora es ya de separar su causa de la nuestra. Si —como tememos— viene la conmoción y no es posible salvarle de ella, húndase, pues así lo ha querido el desatentado hijo de Amrú, pero saquemos a salvo, íntegra y en todo su esplendor y majestad, la sagrada persona del califa.

Todos asintieron a estas palabras.

—Os he expuesto —concluyó el anciano— la situación tal como yo la veo. Ahora pensad en ella, ayudémonos mutuamente en el consejo, trayendo a él cada cual las luces de su saber y su experiencia, y no nos separemos sin marcar lo que hayamos de hacer ese día, cuyos primeros rayos no pueden tardar mucho tiempo en aparecer, como un reflejo sangriento, a lo largo del horizonte.

Hubo una breve pausa. Todos los que escuchaban silenciosos las palabras del anciano, callaban como si de pronto vieran surgir en la sombra, delante de sus ojos, los fantasmas amenazadores del porvenir. Levantose de su asiento otro de los circunstantes, y exclamó dirigiéndose al anciano que acababa de hablar:

—Yo también tengo esos presentimientos, respetable Muley; yo también los tengo, y a no haber tomado tú la iniciativa para provocar esta reunión, yo lo hubiera hecho en interés propio, porque creo que son nuestros intereses los que tratamos de salvar en este momento. Conforme con cuanto acabas de exponer, creo que no debemos separarnos sin saber la línea de conducta que vamos a seguir en lo sucesivo. Cada día son mayores las quejas del pueblo; no puede ya con los tributos, no puede ya con el trabajo, y como la fiera a quien se va a buscar al centro de sus bosques y se la irrita sin cesar, se agita ya en espantosas sacudidas y ruge sordamente. El día que de un salto se ponga ante su enemigo, el día que ese sordo rugido alcance toda su intensidad, el loco mancebo que hoy excita su cólera reconocerá su locura y temblará sobre el asiento que tan indignamente ocupa. Y no es esto solo, aún hay más. Jusuf es imprudente, y si no tratamos de hacerle conocer que con los nobles no se juega como juega con el pueblo, nosotros mismos habremos de sufrir su tiranía.

Sordo rumor de indignación acogió estas palabras, y los ojos de los circunstantes despidieron llamaradas de furor. Durante algún tiempo vagaron los murmullos por la cámara, expresión de la cólera a duras penas contenida de los nobles sarracenos. Sentose el que acababa de hablar, y un joven, impetuoso y ardiente, mostrando en su faz el fuego del desierto, se levantó reclamando el silencio.

—Soy joven —dijo—, casi de la misma edad de Jusuf, y me he llamado su amigo, hasta que aturdido por sus crímenes le he retirado mi amistad. No le juzguéis loco; es un malvado. Piensa y prepara sus malas acciones como puede preparar sus beneficios un amigo de la humanidad. Desconfiemos de él. Dentro de poco tendrá conocimiento de nuestra reunión y del acuerdo que tomemos, y en cuanto lo sepa, se declarará nuestro enemigo y nos indispondrá con el califa.

—¿Y cómo ha de saberlo? —preguntó una voz con desdén.

—Creedme, lo sabrá, no importa cómo. Sus espías son numerosos, no nos hemos recatado al venir, y en este momento le hablan ya de nosotros. Creo, pues, que conviene obrar con energía, pero obrar pronto....

—Mal se acompasan la prudencia y la juventud; toda profundidad y calma la una, toda fuego la otra, y Said se deja arrebatar por sus pocos años —dijo Muley, el anciano que primero había tomado la palabra—. Nuestro deseo no es atacar al wazir, sino defendernos de sus ataques; no es ponernos enfrente de él, si no colocarnos al lado del pueblo, para moverle a compasión para que ceda en sus tiranías, y si llega algún día en que este salve la valla del respeto, proteger a Jusuf, con nuestra influencia, de los furores populares; en una palabra: servir al califa sin oponernos al wazir; defender al pueblo contra él y a él contra el pueblo. De ninguna manera debemos dar nosotros el ejemplo de la rebelión. Nuestra misión es de paz. La confianza de Alhakem le escuda y hace sagrada para todos su persona.

Abriose en este instante violentamente la puerta de la estancia, y apareció un esclavo, pálido y convulso, que dijo aproximándose:

—Señor, el wazir, al frente de sus guardias, llama imperiosamente a las puertas y amenaza echarlas abajo si no se le franquean enseguida.

Todos se levantaron instintivamente.

—¿Qué os decía yo? —preguntó fogosamente el joven Said llevando la mano al puño damasquinado de su alfanje.

—Calma, amigos míos, mucha calma —murmuraba entre tanto Muley, y dirigiéndose al esclavo.

—Abrid —le dijo—; la puerta de mi casa está abierta siempre para quien venga en nombre del califa.

—No hace falta, Muley; el wazir sabe abrirlas todas —gritó dentro de la estancia una voz dura que rebosaba la cólera y la indignación, y Jusuf, con las facciones trastornadas por el odio y seguido de sus guardias, tan feroces y tan malvados como él, apareció de pronto, exhalando un sordo grito de alegría al pasear sus miradas por los nobles, que en tanto le miraban con desdén. —Era verdad —continuó—; lo que me habían dicho; conspirabais contra mí, conspirabais contra el califa, pretendíais quizá declararos de nuevo independientes, y levantar contra mí esas cabezas que debéis a la clemencia de mi padre...

De todas partes salieron vivas protestas; Muley, siempre prudente, impuso el silencio a sus amigos.

—Lo que dices —dijo a su vez dirigiéndose al hijo de Amrú— no lo podrás hacer creer a nadie, porque ni tú mismo lo crees. A no haber sido por nosotros —y no es esto recordar servicios pasados que pierden su mérito en cuanto se recuerdan, sino responder a tus locas palabras—, tu padre hubiera permanecido ante los muros de Toledo, hasta que las privaciones le hubieran hecho levantar el sitio. Suleiman y Abdallah serían nuestros reyes y Obeidah nuestro wazir. En la cabeza del traidor que arrojamos a las plantas de tu padre escribimos con su sangre nuestra lealtad. Y por otra parte, ¿quién eres tú para juzgarnos? ¿Qué experiencia has adquirido en los placeres desordenados de la orgía para erigirte en juez de las acciones de los hombres? Te ves en la cumbre y sientes el vértigo, puesto que olvidas que, no méritos tuyos, sino victorias de tu padre, te elevaron a ese puesto.

—Y en él me sabré sostener aunque tenga que alfombrar de cuerpos de traidores su camino. Mi padre ganó la ciudad; yo sabré conservársela al califa.

—La pierdes, insensato, la pierdes con tus exacciones y tus vicios. Tu yugo pesa al pueblo, que ya no puede resistirlo, y nosotros tratamos de impedir que arrastres el poder de Alhakem en tu caída.

—Atizando al pueblo a la rebelión, incitándole a la pelea madurando aquí el plan de campaña mientras él afila sus armas en la sombra.

—¡Miserable! —gritó Said incapaz de contenerse más tiempo, y fue a lanzarse sobre Jusuf, que tan cobarde como perverso, se hizo atrás enseguida, y volviéndose a sus guardias.

—Ya lo veis —les dijo—; hacen armas contra mí, que soy su wazir, representante del califa. Prendedlos —añadió—, prendedlos, y vayan a esperar en los sombríos calabozos del Alcázar el castigo que merecen sus rebeldías.

Adelantáronse los soldados a cumplir la orden de Jusuf, y echaron mano a sus alfanjes los nobles sarracenos, dispuestos a defenderse, formando una masa compacta que oponía sus aceros a las picas de los guardias del wazir, tras los cuales se había refugiado este, exhortándoles con grandes gritos a que siguiesen adelante. Hubo un momento de vacilación. Los soldados dudaban ante aquel muro de cortantes hojas toledanas, en el que parecía estar escrita, con brillantes caracteres, la muerte de los primeros que se aproximasen. Pero el deber, haciéndolos olvidar el peligro, les obligó a dar un paso adelante.

Un momento más, y la sangre, en hervoroso torrente, hubiera corrido por la cámara; pero antes de que el grano de arena del reloj suspendido en el espacio hubiera llegado al suelo, oyose inmenso vocerío en el exterior y gritos de muerte llegaron a la estancia. En aquellos gritos que sonaban agudos y vibrantes en medio de la noche, distinguíanse sordas imprecaciones contra Jusuf, cuya cabeza reclamaban.

Los esclavos de Muley, desparramándose con la rapidez del rayo por las tortuosas calles de la ciudad, habían llamado gente en socorro de su señor, cuya existencia creían amenazada, juntamente con la de los nobles reunidos en su casa, y el pueblo, cansado ya de sufrir las tiranías de Jusuf; el pueblo, masa inflamable que solo esperaba una chispa para abrasar con sus llamas el alcázar de los wazires, había contestado a su llamamiento. Todas las clases de la ciudad, confundidas en revuelto montón, armadas con lo que hallaron más a mano, corrían como las olas de un mar alborotado hacia la casa de Muley, arrollando cuanto encontraban a su paso. La muchedumbre se agrandaba cada vez más; como el fuego auxiliado por el aire se propaga de una casa a otra, así se propagó la rebelión en un instante. Todos los vecinos dejaron el lecho en que dormían, descansando de los duros trabajos de aquel día, y preparándose para las penas del siguiente; todos ellos se echaron a la calle, y al grito unánime, y por miles de voces repetido, de «¡Muera el Wazir!» desparramáronse por callejones y avenidas en busca del insensato hijo de Amrú, llevando la alarma a las casas de los judíos que, siempre recelosos, y con motivo desgraciadamente, creyeron ver la hidra de la cólera popular, dirigiendo sobre ellos su cabeza amenazadora.

—¡Muera el Wazir! —gritaba desatentada la multitud, corriendo jadeante en dirección a la casa de Muley, donde sabía que se hallaba su enemigo; y a este grito, expresión verdadera de los sentimientos por tanto tiempo contenidos, y que ahora se desbordaban, roto de pronto su dique, las ventanas se abrían, y la curiosidad, armada de una luz, asomaba su cabeza por ellas, y la ciudad se iluminó como para una fiesta popular. Y los gritos sonaban más y más, formando una atmósfera que rápidamente se condensaba sobre la cabeza del wazir, atmósfera pesada, en la cual podían fácilmente distinguirse las trepidaciones de la tempestad.

Llegó por fin el pueblo a la estancia en que Muley y sus amigos se preparaban a rechazar con la fuerza el ataque de los sicarios de Jusuf. La escena había cambiado por completo; a la aproximación del pueblo los soldados habían huido sintiéndose débil obstáculo para el torrente que llegaba, y Jusuf, que no pudo seguirlos en su fuga, se humillaba ahora pálido de miedo, porque era también cobarde delante de los mismos ante quienes con tanta arrogancia apareciera hacía tan poco tiempo.

—Salvadme —les decía—; y si queréis darme una prueba de que no sois los promovedores del motín, salvad al representante del califa, al hijo de vuestro amigo Amrú.

—Te salvaremos; no temas —le respondió Muley—. Tu vida es sagrada para nosotros; has tenido la confianza de Alhakem y ella te escuda. Pero no creas que te salvamos para darte una prueba de nuestra lealtad. Estamos muy altos para descender hasta ti.

La multitud se aproximaba cada vez más.

—¡Salvadme! —repetía Jusuf.

—Repórtate, cobarde —le dijo impetuosamente Said—, acuérdate de que, aunque indigno, pertenecen a nuestra clase, y ante ese pueblo que tan duramente te increpa, ten siquiera valor para disimular tu cobardía.

Llegó el pueblo a la estancia y retrocedió ante el anciano Muley, que, levantándose de su asiento, vino al centro de la sala.

Jusuf, en un extremo de ella, cubierto por los nobles que le hicieron una barrera con su cuerpo, apenas se atrevía a respirar.

—¿Qué significa esto? ¿Por qué atropelláis así mi casa? —interrogó Muley con voz severa, dirigiéndose al que parecía jefe de la turba.

—Perdón, señor; han corrido rumores extraños por la ciudad; decíase que el wazir venía a prenderte, que no contento con herirnos a nosotros, dirigía sus dardos más arriba, y el pueblo en masa se ha lanzado a la calle para impedirlo.

—Os engañabais. El wazir no ha venido a mi casa en son de guerra.

—Todo lo sabemos, venerable Muley, y cuanto hagas por disuadirnos es inútil. Si no hubiéramos venido tan pronto no estarías ya aquí. Pero hemos llegado a tiempo, y vamos por fin a librarnos del tirano.

—¿Qué intentáis? Retiraos, volved a vuestras casas.

—Imposible. El pueblo pide su cabeza y la tendrá.

—¡Retiraos, os digo! Retiraos, o nos veréis al lado suyo para defenderle contra vuestro furor.

Los nobles, asintiendo a estas palabras, dieron un paso hacia el anciano.

Hubo una pausa. Fuera de la casa, rugía el pueblo esperando su víctima y dando a entender bien claramente que no se retiraría de allí sin conseguir lo que pedía. Entonces el anciano meditó, durante un momento, pasado el cual salió de la estancia y dirigiéndose al pueblo, dejando de hacerlo a su jefe, gritó con voz potente:

—Hijos, ¿tenéis confianza en mí?

—¡Sí! ¡Sí! —gritaron miles de voces.

—Pues bien, investido de vuestro poder haré justicia, y para hacerla, acudiré al califa en vuestro nombre. Desde ahora el wazir queda depuesto de su cargo; vuestras quejas llegarán hasta la corte de Alhakem, os lo prometo. Ahora, retiraos. No deis motivo a la cólera del descendiente del profeta.

Entusiastas aclamaciones acogieron estas palabras, y los grupos empezaron a dispersarse. Solamente quedaron en la estancia los nobles, compañeros de Muley, y Jusuf, de cuyo semblante, pálido todavía, apartaban la vista con desprecio. Cuando volvió el anciano…

—Ya habéis oído —dijo a sus amigos—, lo que he prometido al pueblo.

—Pero no lo cumplirás —se atrevió a decir Jusuf que, como todos los cobardes, cobraba bríos a medida que el peligro se alejaba.

—No me conoces, Jusuf. No he faltado en mi larga vida a ninguna de mis promesas.

—¿Y te atreverás a destituirme?

—Así lo quiere la salvación de Toledo. ¿Preferirías que hubiese arrojado al pueblo tu cabeza?

—Pero yo soy vuestro jefe.

—Tus vicios, tus excesos, te han quitado ese poder de que tanto abusabas, y con el cual te honró el califa. A él daremos parte de lo que ocurre. Tú, mientras tanto, esperarás su decisión en la alcazaba. Amigos míos —añadió dirigiéndose a los nobles—, disponeos para acompañarme a dejar a Jusuf en seguridad.

Trató el preso de resistir, pero el anciano le increpó duramente.

—¿Prefieres la justicia del pueblo? Si estás seguro de su fallo le llamaremos y él te juzgara. —Jusuf entonces bajó la cabeza.

Pocos momentos después el destituido wazir era llevado a la alcazaba, donde hoy está el Alcázar, acompañado de Muley y sus amigos seguidos de sus criados. El pueblo alumbraba su camino con teas encendidas, y no se oían por todas partes más que gritos de júbilo y gozosas exclamaciones de alegría.

Este fue el primer acto del sangriento drama que dos años después había de tener tan espantoso desenlace.

III

En camino para Pamplona se hallaba Alhakem al frente de numerosas huestes, con objeto de aplacar nuevos disturbios que otra vez habían venido a turbar la calma del califato, cuando en un alto que hizo para dar breve descanso a sus tropas tras una larga jornada, fue alcanzado por el mensajero que le enviaban los principales jeques del territorio toledano, dándole cuenta de lo que había acaecido en la ciudad. Representábanle con este motivo las torpezas de Jusuf y su falta absoluta de condiciones para el mando de una provincia tan dilatada y de tan numerosa población; y pintando con vivos colores la situación del pueblo durante el despótico mando del wazir, exponían a la consideración del califa los esfuerzos de todo género que habían tenido que hacer para oponerse, primero a la cólera de los gobernados en el primer momento de la rebelión, y para enfrenar más tarde la cólera del gobernador pasada la inminencia del peligro. Terminaban rogando a Alhakem que dispusiera lo conveniente a la situación posterior de Jusuf que continuaba preso en la alcazaba, y encareciéndole respetuosamente la necesidad de enviar cuanto antes a Toledo un wazir que borrase a fuerza de prudencia y habilidad los tristes recuerdos que la dominación tiránica de Jusuf dejaba en la memoria de sus gobernados.

Gran pesar causó a Alhakem la lectura de noticias tan inesperadas y opuestas a sus intereses: tantos motines, tantas rebeliones, empezaban a pesar como una losa de plomo sobre su corazón, y falto del sosiego que su espíritu necesitaba, no podía menos de recordar con amargura aquellos días en que, antes de subir al trono, vivía bajo el mando de su padre el sabio y prudente Hixem I; días de calma y paz para el califato, en que apaciguadas las ambiciosas pretensiones de los rebeldes Suleiman y Abdallah, todas las provincias reconocían y acataban la autoridad suprema del califa. Aquellos días habían pasado y otros más tristes les sucedieron. Desde que Alhakem subiera al trono, ardían las provincias por cuyas venas parecía correr el genio de la rebelión, y una tras otra, Mérida, Toledo, Huesca, Pamplona y otras muchas le negaban su obediencia. Cansábase ya de abatir cabezas rebeldes, de sofocar insurrecciones, de volver a su acuerdo ciudades y fortalezas; y ahora que marchaba de nuevo a Pamplona, ¡venía a sorprenderle en su camino la noticia de los disturbios de Toledo!... Exhaló un suspiro de pesar y rabia a la vez, y reponiéndose pronto, gracias a la costumbre que ya había adquirido de recibir noticias de aquel género, hizo llamar a Amrú, que merced a las muchas victorias que consiguiera contra los enemigos, había llegado a ser su favorito, y el cual acudió enseguida a su llamamiento. Recibiole Alhakem completamente repuesto de la mala impresión que el mensaje le causara, y dando al bravo caudillo los pliegos que acababan de llegar a su poder.

—Mira, —le dijo— lo que pasa en Toledo y a qué extremo ha llevado las cosas la inexperiencia del wazir. Hijo tuyo es, y como tal valiente y animoso, pero carece de tu prudencia en el consejo; le falta comprender que gobernar una ciudad, y una ciudad como Toledo, no es lucirse en un torneo ni distinguirse sobre un campo de batalla.

Pálido y mudo de cólera escucho Amrú las palabras pronunciadas por el califa con voz impaciente y dura; más tratando de disimular la ira profunda de que se hallaba poseído, leyó el pliego en que los nobles toledanos exponían las razones que les habían impulsado a obrar como lo habían hecho con Jusuf. Conforme iba leyendo, su frente se oscurecía más y más, y en su rostro, curtido por los años, pintábanse todos los sentimientos, abortos de la ira y la soberbia, que dormían en su corazón y eran de pronto despertados por la lectura del mensaje. Alhakem, absorto en sus pensamientos, no se apercibía de las variaciones que sufría el rostro de su favorito. Acabó este su lectura, e inclinándose respetuosamente ante Alhakem, le dijo con voz sombría:

—Señor, los hechos que se os denuncian son muy graves. Hay en ellos una rebelión organizada contra el único que en Toledo representa vuestra sagrada persona, y los nobles, lejos de sostenerle en su puesto como era su deber de fieles vasallos, han hecho causa común con el populacho y osado poner las manos atrevidas en la cabeza del wazir, a quien habíais colocado por cima de ellos. Estos sucesos, siempre graves, lo son más en esa ciudad tan dada a la rebeldía. Permitidme, en vista de esto, que os pregunte, señor, lo que pensáis hacer.

—Tu afecto a mí, y tal vez el cariño a tu hijo, te ciegan sin duda, buen Amrú, cuando te hacen hablar de esa manera. Yo no veo las cosas revestidas de tanta gravedad. Así, lo único que pienso hacer en este asunto, es trasladar a tu hijo y darle la alcaidía de Tudela, porque espero que el fracaso que ahora ha sufrido, le hará para lo sucesivo más cauto y prudente en la elección de medios que debe acoger para hacerse respetar, y nombrar para Toledo hombre de más experiencia que no se deje arrebatar de sus impulsos.

Una súbita revolución se operó en el ánimo de Amrú, mientras hablaba su señor. Dolíale que este no viera la ofensa tal como él la presentaba, y dejase sin castigo la rebelión del pueblo y la intervención de los nobles contra su hijo, cuyos desmanes atenuaba. No duró mucho su silencio: rencoroso y vengativo, ansiaba poder pedir cuenta a aquellos de las humillaciones de Jusuf, y en la decisión del califa de enviar nuevo wazir a Toledo, vio la seguridad de su venganza. Prosternose a los pies de Alhakem, y le dijo:

—Señor, si la sangre que he derramado en vuestro servicio merece alguna gracia, yo, que nada he pedido hasta ahora, tengo que solicitar una de vuestra bondad.

—¿Qué quieres? Habla, y mi palabra te responde de su concesión.

—Quiero ir de wazir a Toledo para enmendar allí los errores que Jusuf haya podido cometer. Tengo en ella muy buenos amigos y deseo que el pueblo disculpe las flaquezas del hijo con la prudencia del padre y no mire mi nombre con oprobio.

—Mucho siento tu ausencia y gran falta me vas a hacer en la empresa que trato de realizar, pero comprendo la justicia de tu petición y sostengo, aunque con pena, mi palabra. Vete, pues; vuelve la calma a los espíritus y mantente siempre dispuesto a venir a mi lado cuando te llame.

—Gracias, señor —dijo Amrú levantándose—. Con vuestra venia partiré enseguida.

Y saliendo de la tienda hizo llamar a sus gentes, y poco después partía para Toledo al frente de un lucido escuadrón, llena la mente de tenebrosos planes de venganza, en tanto que Alhakem proseguía su marcha hacia Pamplona.

IV

Cuando llegó Amrú a Toledo, después de algunos días de camino, los toledanos, avisados de su llegada, salieron a recibirle un tanto preocupados al ver que era el padre quien venía a sustituir al hijo, a quien tanto habían ofendido, y de quien recelaban que pudiese tomar cuenta de su desacato; pero si alguna idea tenían sobre esto no tardaron en convencerse de que el nuevo wazir venía animado de las mejores intenciones. Enterose con profunda atención de cuanto había sucedido, sin poder reprimir a veces un movimiento de indignación que le arrancaban algunos hechos de Jusuf, contra el cual, sin embargo, no dijo nada, no pronunció una sola frase condenatoria, considerándole ya como absuelto por la gracia, y nada más que por la gracia, del califa. Cuando los nobles, que habían salido juntos a esperarle a alguna distancia de la población, quisieron conducirle a donde Jusuf esperaba preso el resultado de la reclamación de sus antiguos vasallos, se negó a ello haciendo un violento gesto de disgusto. Aunque Alhakem —sin duda en gracia a los servicios que le debiera— había perdonado las debilidades de su hijo, él, su padre, no debía perdonarlas, porque las crueldades de que ahora le daban cuenta habían pesado sobre los toledanos a quienes tanto amaba, a quienes tanto debía, y de los cuales solo tenía una queja: que no hubieran dirigido a él su exposición al califa, porque no podían hallar mejor conducto; él les hubiera atendido agradeciéndoles la ocasión que le presentaban de hacer justicia por él mismo al pueblo toledano, y satisfacer las deudas de su nombre. Él no podía perdonar a Jusuf que hubiera mancillado su apellido arrastrándole por el vicio y la crueldad; no podía perdonarle y no le perdonaba. Nada le era posible contra él porque estaba indultado por el califa, pero verle, hablarle... nunca. Con un servidor de su confianza le envió los pliegos de Alhakem, la orden de estar dispuesto para salir al otro día a encargarse de la alcaidía de Tudela, y dejando completamente satisfechos al pueblo y a los nobles, se hospedó en el alcázar, entregándose al descanso.

Estaba muy adelantada la noche, cuando subió a la alcazaba, unida por medio de un fuerte muro al viejo palacio edificado por Wamba; el servidor que envió a su hijo, le guiaba. Franqueáronle las puertas los guardias, y cruzando vastos aposentos y oscuros corredores, llegó a donde estaba Jusuf, y exhalando un grito de alegría y de cólera a la vez, se dirigió hacia él con los brazos abiertos:

—¡Padre! —murmuro Jusuf—, sabéis...

—¡Calla, calla, hijo mío, lo sé todo! No me hables de mi agravio, porque no sé si podré contenerme, porque la máscara que he puesto sobre mi rostro, quiere desprenderse de él. No quiero oírlo más. Basta con que lo haya sufrido una vez. Dime solo una cosa; los nombres, los nombres de los que se han levantado contra ti, que eres mi hijo, mi hijo, y mi amor, y mi orgullo. ¡Sus nombres nada más!

Y estrechando frenético a su hijo, pegó su oído a los labios del mancebo que se movían rápidamente.

Antes de amanecer salió de allí; su hijo le abrazó por última vez, y él pronunció al despedirse estas palabras en voz tan baja, que nadie, aun escuchando atentamente, hubiera podido oírlas:

—Parte tranquilo a Tudela; yo quedo aquí, y a Tudela irán a buscarte las noticias de mi venganza.

Pocas horas después, y acompañado de una pequeña escolta, salía de Toledo el destituido wazir, con orden de dirigirse sin demora a encargarse de su nueva alcaidía.

Desde entonces la vida de Amrú fue una vida de ficción y disimulo, con la cual consiguió su propósito de engañar a los nobles sarracenos y al pueblo mismo, apareciendo ante ellos bajo un aspecto de bondad que no era, que no podía ser el suyo, porque el nuevo wazir era soberbio y no podía olvidar la humillación que recibiera. Todos los cronistas, todos los historiadores, están unánimes al señalar los rasgos más salientes del carácter de Amrú; todos le pintan del mismo modo, dejándose arrastrar por su deseo de venganza, pero disimulando esta feroz pasión que le dominaba por completo, para adormecer en una ciega confianza a aquellos a quienes trataba de herir. Lo quería y lo consiguió. El recuerdo de Jusuf se había borrado casi de la imaginación de los toledanos que alababan el gobierno paternal de Amrú, y le llamaban su salvador, santo emblema de la justicia, digno representante de Alhakem. Sobre todo, los nobles no recelaban nada. Y sin embargo, el volcán iba a destruir la débil capa superficial que le oprimía, y a dejar paso al torrente de fuego que hervía ruidosamente en sus entrañas.

V

Solo una ocasión esperaba Amrú para llevar a cabo su venganza, y no tardó esta ocasión en presentársele. El joven príncipe Abderrahman, hijo de Alhakem, se dirigía por orden de su padre a Zaragoza al frente de 5.000 caballos, y, de paso por Toledo, dio un alto a sus tropas y se aposentó en la Huerta del Rey, donde se alzaban los poéticos palacios de Galiana. Con este motivo convocó el wazir a los nobles para hacerles presente el deber en que a su juicio estaban, deber de buenos vasallos, de salir al encuentro del príncipe para rogarle que se detuviese algunos días en Toledo y viviese en la ciudad abandonando el punto en que se hospedaba. Así lo hicieron, y aquella misma tarde entró el príncipe en Toledo, alojándose en el nuevo alcázar que Amrú, con un fútil pretexto, había hecho edificar cerca de Montichel, donde hoy se extiende el barrio de San Cristóbal, invitando el wazir a los nobles a que acudiesen al principio de la noche a un gran banquete con que pensaba obsequiar al hijo y heredero del califa.

Apenas las sombras de aquella noche triste y oscura como un remordimiento cubrieron el espacio, empezó a notarse desusada animación en el barrio de Montichel. Por un lado y otro acudían en alegre tropel caballeros mahometanos envueltos en flotantes alquiceles que dejaban ver, al entreabrirse movidos por el viento, la riqueza del traje de sus dueños. Los principales nobles y jeques de la población acudían a festejar al que había de ser su señor, y acudían vestidos con sus mejores galas, luciendo sus más preciadas joyas, tratando de hacer olvidar durante las horas de aquella noche al opulento príncipe, las munificencias de la corte que acababa de abandonar. Todos estaban igualmente interesados en que Abderrahman conservara grato recuerdo de su paso por Toledo y buena memoria de los árabes toledanos, Y seguidos cada cual de sus servidores que alumbraban con teas encendidas su camino, llamaban la atención de los habitantes de la ciudad que entreabrían puertas y ventanas para ver lo que de extraordinario acontecía en las calles y satisfacer su curiosidad justamente excitada. De cuando en cuando, al llegar a una plazoleta en que desembocaban varias calles, encontrábanse diferentes cortejos y se unían, engrosando de esta manera la multitud que en número bastante respetable llegaba hasta las puertas del alcázar. Entraban los señores y retirábanse los criados, y la plaza en que mudo y aterrador se levantaba el nuevo palacio, quedaba silenciosa como un sepulcro hasta que un nuevo cortejo venía a interrumpir su silencio con el eco de las pisadas de los corceles y las alegres voces de los caballeros.

Pero mientras la plaza estaba en calma, un hecho horrible tenía lugar en uno de los patios interiores del alcázar donde Amrú había apostado su guardia, que era la antigua de su hijo, compuesta de hombres desalmados y tan feroces como él. Ocultos tras las altas columnas, a la sombra de los pilares, esperaban la entrada de los convidados, y apenas sus pisadas resonaban sobre las desnudas losas del pavimento, salían del escondite cayendo con furor sobre los desprevenidos caballeros, a los cuales arrastraban a una cueva donde los daban muerte antes de que pudieran exhalar un grito.

Mucho tiempo duró la horrible carnicería. La noche avanzaba y los verdugos sentían ya cansado de matar su brazo, salpicado de negras manchas de sangre. Por fin, dejaron de llamar a la puerta del alcázar, y los verdugos se retiraron. Cuando todo quedó en silencio, una sombra se deslizó por las oscuras galerías y entró en la cueva adonde eran conducidas las víctimas. Allí estaban los nobles toledanos hacinados en confuso montón sobre un arroyo de sangre. Amrú, pues era él, abarcó con los ojos gozosos el horrible cuadro que se le presentaba, iluminado por una tea sujeta a la pared con una argolla de hierro, y murmuró sordamente:

—¡Todos! Ni uno solo ha faltado a la cita. Eran buenos vasallos y buenos deudores. Todos ellos contrajeron conmigo una deuda de gratitud y todos han venido a pagarla. Hijo mío, Jusuf, ya puedes estar contento, porque gracias a mí ya estás vengado.

Y salió del subterráneo, volviendo a sus habitaciones por una escalera secreta.

VI

Al otro día, y así que los primeros rayos de la aurora iluminaron a Toledo, el pueblo en masa, apiñándose ante el alcázar de Amrú, dejaba escapar hondas imprecaciones y poblaba el espacio con sus ayes. Clavadas en las altas almenas del palacio se veían lívidas y espantosas, con los ojos vidriosos y la vista empañada por el velo de la muerte, las cabezas de los principales señores toledanos, atestiguando los horribles efectos de la cólera del gobernador. Y en aquella reunión de cuatrocientas cabezas se distinguían enseguida por encontrarse en sitio preferente, como si su culpa hubiera sido mayor, la del venerable Muley y la del fogoso Said.

El joven príncipe Abderrahman, horrorizado pero sin fuerzas para oponerse a tan bárbaro sacrificio, prosiguió sin perder instante su interrumpida marcha a Zaragoza.

Se han perdido las huellas, que aún existían en el siglo XVII, y no puede señalarse hoy a punto fijo la verdadera situación del alcázar de Montichel, del que solo se sabe que estuvo en el barrio de San Cristóbal, pero no así la memoria de aquella noche terrible, de aquella noche toledana que el pueblo ha perpetuado haciéndola proverbial, dando así al suceso que recuerda la misma vida que tenga el idioma castellano. 

Volver a Tradiciones de Toledo.