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Iglesia de Santiago del Arrabal |
Del libro Tradiciones de Toledo, escrito por Eugenio de Olavarría y Huarte.
A mi querido amigo Santiago Milego.
I
Hay una población en España en que no se puede dar un solo paso sin tropezar con algún rico monumento, con alguna artística joya de inestimable valor, histórico o tradicional, que influyendo poderosamente sobre el ánimo del viajero asombrado ante tanta maravilla, arrebata enseguida su espíritu a altas contemplaciones y le hace elevarse gradualmente del arte a la naturaleza y de la naturaleza a Dios: esta población es, sin disputa, Toledo, la vieja ciudad dormida a orillas del Tajo que hoy descansa de un pasado glorioso absorta en sus recuerdos de grandeza.
—No dejes de visitar la iglesia de Santiago del Arrabal—, me había dicho un amigo al despedirme en la estación del Mediodía de Madrid, y con la imaginación sorprendida de encontrar tantas bellezas juntas, no quise abandonar la capital del reino visigodo sin cumplir antes una excitación que tanto y tanto me prometía con su laconismo. Y una tarde, cuando el sol empezaba a declinar rápidamente al horizonte y las nubes orladas de grana y bermellón se agolpaban ante su paso para formar una especie de velo misterioso que cubriese los últimos resplandores del crepúsculo, me dirigí hacia la pequeña iglesia, seguro de encontrar en ella algún detalle artístico o alguna vieja memoria tradicional que recreasen mi alma.
Así como las calles de la desenterrada Pompeya, sembradas de sepulcros, ofrecen sucesivamente una tras otra al curioso que las visita huellas visibles de una civilización ahogada bajo la lava del volcán, así en Toledo se presentan también a la atónita mirada del observador huellas sucesivas de la marcha del arte y de la historia a través de los siglos aún palpitantes bajo la capa del tiempo. Bajé desde la antigua plaza del Zoco, testigo primero de las vistosas zambras y alegres torneos de los sectarios de Mahoma, y más tarde de los terribles espectáculos con que la Inquisición imponía a los católicos tibios por medio de la sangre y el terror un Dios de paz, de perdón y de misericordia. Dejé a mi espalda el Miradero, lanzando una ojeada a la extensa vega, a la verde campiña por la cual se desliza el Tajo, y allá, a lo lejos, ya semienvueltas en las primeras brumas de la tarde, las viejas ruinas y derruidos torreones de los Palacios de Galiana, la mahometana princesa cantada en tantos romances y objeto de tantas trovas. Detúveme un momento ante la célebre Puerta del Sol que guarda tantos recuerdos, y en que aún se distingue el eterno padrón de infamia echado por don Fernando III el Santo en 1219, sobre el nombre y linaje de don Fernando Gonzalo, señor de Yegros, el libertino alcaide de Toledo; y pocos pasos más allá saludé con respeto el antiguo Portillo de la Victoria, por donde asegura la memoria popular que entró el rey don Alfonso VI con sus huestes el 25 de mayo de 1085 a tomar posesión de la rendida capital del reino toledano, y que conduce a la histórica ermita del Cristo de la Luz, santo testigo de venerandas tradiciones.
Llegué, por fin, a mi punto de destino, a la iglesia de Santiago del Arrabal, y antes de penetrar en su recinto me llamó sobre todo la atención su exterior, de puro estilo árabe, y la esbeltez de su vieja torre que se elevaba gallarda hasta el cielo, coronada su cúpula con el signo sagrado de la cruz. Al lado de la histórica Puerta de Visagra, fue fundada, según consta en antiguos documentos, por el rey don Alfonso, conquistador de la ciudad, que al hacer labrar un nuevo muro que rodease la parte de Toledo comprendida entre este punto y el puente de Alcántara no quiso dejar a los habitantes de tan apartado barrio sin una iglesia en que pidiesen al Dios de las victorias su protección contra la turba mahometana.
Estas noticias, que me fueron dadas por un pobre anciano que se acercó a mí al verme contemplar en silencio el aspecto exterior de la arabesca torre, incitaron más poderosamente mi atención, pues la antigüedad rodea de una aureola de respeto todo aquello cuyo origen se pierde entre los pliegues de su manto. Por eso, después de abarcar en una ojeada los mil y mil preciosos detalles que reclaman examen más detenido, entré en la iglesia seguido de mi improvisado cicerone.
El templo estaba solitario. Mis pasos resonaban con fuerza en su desnudo pavimento, y pude, por lo tanto, contemplarle a mi sabor. La arquitectura árabe que exteriormente le marcó con su sello conserva también en su interior grandes y profundas huellas, a pesar de que el mal gusto que en el pasado siglo cometió tantos sacrílegos atentados contra el arte, le ha modificado considerablemente cubriendo con cielos rasos su artesonado, que debía ser magnífico a juzgar por antiguas descripciones. Sus tres naves, no muy espaciosas, son, sin embargo, bastante capaces para contener los fieles que a ella acuden diariamente; el altar mayor está adornado con varias apreciables esculturas del siglo XVI; en los viejos retablos que adornan las paredes hay algunos relieves que, con justicia, atraen a sí la atención del inteligente.
Pero no fue esto lo que me hizo apreciar en todo su valor la recomendación de mi amigo; de tal manera ha sembrado el arte sus maravillas en Toledo, que lo que en otra población cualquiera sería un justo título de admiración, pasa desapercibido en la ciudad de Carlos I. Ante la riqueza de detalles y majestad del conjunto de la catedral y San Juan de los Reyes; ante las mil muestras de la arquitectura gótica y árabe, en que dos razas tan diversas han dejado depositada la suma de su saber y de su gloria, ¿qué puede significar el valor artístico de un templo tan reducido como lo es Santiago del Arrabal?
No; lo que me impresionó más vivamente, lo que hizo latir más deprisa mi corazón, y arrebatando a lugares más altos mis ideas, me llevó a pedir a la historia el secreto de lo pasado, fue la vista de un hermoso púlpito, puramente árabe, con riquísimas labores de piedra blanca o estuco sólido, que se conserva perfectamente, a pesar de que la mano ignorante que cubrió el artesonado del templo llevó su mal gusto hasta blanquear esta preciosa obra, y enterrar sus lindísimas filigranas bajo lechos de cal amontonados unos sobre otros.
Dentro de este púlpito, que se halla arrimado a uno de los pilares de la nave central, y casi frente a la puerta de entrada, álzase la figura de un monje en actitud de predicar que, con un crucifijo en una mano, y la otra dirigida al cielo, parece exhortar a sus oyentes a que eleven al Ser Supremo sus pensamientos y su corazón.
Era tan nuevo para mí, y sobre todo, tan inesperado, este espectáculo, que gran espacio de tiempo permanecí sin pronunciar una sola palabra, tratando de descifrar aquel enigma que se ofrecía a mi consideración.
—¿Qué significa esto? —pregunté, por fin, volviéndome a mi anciano acompañante que presenciaba impávido mi asombro, como hombre acostumbrado a no ver nada de particular, en lo mismo que de tal modo y tan poderosamente llamaba en aquel momento mi atención.
—¿Esa talla? —me preguntó a su vez—. Representa —añadió— a san Vicente Ferrer.
—¿Y cómo se encuentra aquí?
—Es una historia muy antigua, y de la que solo queda el recuerdo fielmente conservado entre nosotros; pero nada más que el recuerdo. ¡Como que se remonta a muchos siglos; a un tiempo en que aún había judíos en España, y en que esa raza maldita robaba los hijos de los cristianos para matarlos después de hacerlos sufrir horriblemente y componer infernales sortilegios con su sangre!
—¿Y cuál es esa historia?
—Dicen —añadió mi interlocutor—, que hace muchos años, cuando todo el mundo se quejaba de las infamias de los israelitas, que ocupaban una gran parte de Toledo y eran cada vez más numerosos y más ricos, vino un día San Vicente Ferrer a nuestra ciudad y empezó sus predicaciones contra ese pueblo que se atrevió a poner sus manos en el mismo Dios, siendo escuchado con afán por nuestros mayores. Un día, en este mismo sitio y desde esa misma cátedra de verdad donde ahora ve usted su imagen, de tal manera los conmovió con el relato que hizo de los padecimientos de Jesús, que convencidos de que Dios no podía ver con buenos ojos, como vulgarmente se dice, la estancia entre nosotros de esos perros, cuya prosperidad cada vez mayor les parecía una ofensa a la religión del Crucificado, se amotinaron, y con el santo a la cabeza dieron buena cuenta de los eternos enemigos de nuestra ley santa y convirtieron en iglesia cristiana, bajo la advocación de San Benito, la sinagoga principal, que ya habrá usted visto cerca del Tránsito con el nombre de Santa María la Blanca.
Y fue tan profunda la huella que este feliz acontecimiento dejó en la memoria de los cristianos, que para conservar eternamente su recuerdo mandaron hacer la estatua del santo en el acto de sus acaloradas predicaciones, y colocarla dentro del púlpito, que ya nadie se atrevió a ocupar, fabricando en frente de él ese otro —y me mostraba uno bastante ordinario— que sirve desde entonces para las necesidades del culto. Y todos los años, el domingo anterior a la fiesta de la Asunción, se llevaba a la antigua sinagoga la estatua del santo que en iglesia cristiana lograra convertirla, arrancándosela a los judíos, con el poder de su palabra.
Así dijo mi acompañante, y al oírle lo comprendí todo, y un tropel de recuerdos se agolpó a mi mente, y a mis ojos, como en sangriento panorama, pasaran brevemente las figuras y los sucesos evocados por su voz. Aquel templo que pisaba por vez primera, guardaba entre sus muros, bajo su cúpula arabesca, una página ensangrentada de esa historia, escrita con lágrimas en el martirologio eterno de las ideas; aquella pequeña iglesia era un punto de esa línea continua que señala la marcha del progreso y de la civilización a través de las nieblas de la vida. El acento cascado de aquel viejo que por casualidad se me acercara al penetrar en el templo, había hecho surgir en mi mente el recuerdo triste y penoso de las horribles matanzas de judíos que mancharon a la minoría de don Enrique el Doliente.
La historia de los judíos durante la Edad Medía debía estar escrita con sangre. Despreciados por los ricos que a ellos acudían en busca del oro que necesitaban para sus disipaciones, y aborrecidos de los cristianos celosos para quienes pesaba como un remordimiento la existencia del pueblo deicida; odiados además por los pobres que envidiaban su riqueza y por los ignorantes que envidiaban su saber; escarnecidos hasta por el miserable que en medio de su abyección y su miseria se creía superior a ellos y con derecho a manifestar siempre a las claras su superioridad, la existencia de los descendientes de Israel nada tenía de envidiable. Condenados desde el terrible drama del Calvario, no llevaban, sin embargo, como Caín un letrero que les preservara de la muerte, y las mismas leyes, reflejando las ideas de los hombres que las hicieron, los dejaban entregados a sí mismos y en el más culpable abandono.
Durante la dominación goda, Sisebuto obliga a bautizarse a los judíos de su reino; Wamba los expulsa de la Galia gótica; Egica reúne un concilio en que se acuerda declararlos esclavos para que con la pobreza sintiesen más el trabajo, y arrebatarles sus hijos a la edad de siete años para educarlos en el cristianismo.
En el fuero de Sepúlveda, dado por Alfonso VI, el judío que mata a un cristiano es condenado a muerte y se le confiscan sus bienes; el cristiano que mata a un judío pecha cien maravedís. Don Juan I, al tratar de poner coto a solicitud del cabildo sevillano, a las violentas excitaciones del arcediano don Hernando Martínez, que en Sevilla predicaba la matanza de aquellos infelices, declaraba santo e bueno el celo del predicador. En un concilio celebrado en Zamora, año 1413, se despojaba a los judíos de los pocos privilegios que a peso de oro habían obtenido de los reyes, porque —decía el concilio— los hebreos debían ser mantenidos solament por que eran omes.
De aquí la facilidad con que el pueblo tomaba las armas contra los indefensos israelitas para derramar a torrentes su sangre y arrebatarles de paso sus riquezas. No hay ejemplo, en toda la Edad Media, de una matanza de judíos que no fuese acompañada de un espantoso saqueo. Los asesinos, que creían servir la venganza del cielo, no descuidaban, por lo visto, los intereses de la tierra, y al propio tiempo que creían ganar los goces más puros del espíritu, se procuraban con el robo los goces más groseros de la materia. Un célebre historiador de los judíos, cuyo testimonio no es en verdad sospechoso, don José Amador de los Ríos, ha formado un cuadro de las matanzas llevadas a cabo, solo en la Península, durante la Edad Media, y ese cuadro, en el cual se expresan las causas que sirvieron de pretexto a tan horribles hecatombes, es una elegía más elocuente que las lamentaciones del profeta. Cuarenta y siete veces en el espacio de cuatro siglos se desbordó el torrente popular; ¿quién podría contar el número de seres que arrastró en sus aguas? Más fácil sería reunir las lágrimas vertidas por las madres sobre los cadáveres de sus hijos asesinados; más fácil sería escuchar la armonía sublime de los ayes exhalados por tantos pechos inocentes, y que se unían y sonaban en el espacio como una eterna maldición a sus verdugos. Solo en el siglo XIV, desde 1321 a 1391, es decir, en el espacio de setenta años, se llevaron a cabo veintisiete atentados al derecho de gentes; veintisiete veces pudo el olor de la sangre vertida adormecer con sus miasmas repugnantes la sed de matanza de los fervorosos cristianos que de esta manera observaban las máximas de perdón y misericordia del fundador de su doctrina.
Los pretextos para estos crímenes se encontraban bien fácilmente; son tan pueriles, que solo el odio de raza puede explicar que muchas veces causas muy naturales produjeran efectos tan terribles. La nueva de haber perdido los cristianos la batalla de Uclés, ocasionó en 1108 una matanza de judíos en Toledo; otra en Castrillo, en 1109, la noticia de la muerte de Alfonso VI; otra, también en Toledo, en 1212, la reunión de las huestes cristianas que iban a dar el golpe supremo a los almohades en las Navas de Tolosa... El padre Feijoo nos ha conservado, en su Teatro Crítico, un hecho más espantoso todavía. Las gentes que pasaban una tarde ante un crucifijo en una calle de Lisboa, se detenían con asombro al ver que un resplandor extraño en forma de aureola parecía rodear el cuerpo del Crucificado, y exclamaban ¡milagro! a voz en grito. Acertó a pasar por allí un judío, que, al oír tan alegres acentos, se detuvo también, y a poco, dio en voz alta la explicación de aquel fenómeno a que los crédulos cristianos buscaban una causa sobrenatural: los últimos rayos del sol, al herir los cristales de una ventana ante la cual se hallaba el crucifijo, envolvían a este en una especie de foco luminoso. Al instante se arrojaron sobre él las gentes allí reunidas, y con grandes golpes, bien pronto terminaron con su vida; y desparramándose por la ciudad —no contentos con esto—, y divulgando el hecho, acudieron en tropel a la judería a desahogar su infundado furor contra sus indefensos habitantes.
Otras veces se inventaban contra ellos falsas noticias de crímenes supuestos, que no eran más que la chispa destinada a prender fuego a una mina de largo tiempo preparada. ¿Quién no conoce el cuento del niño robado a sus padres para ser crucificado en memoria de la crucifixión de Jesucristo, y con cuya sangre había de hacerse un sortilegio que, envenenando el agua de los pozos, las fuentes y los arroyos, había de producir la muerte de todos los cristianos? Pocas poblaciones en España dejarán de tener su niño mártir, que, dado caso que hubiera existido, ha costado más víctimas a la humanidad que gotas de sangre se escaparan de sus heridas.
Y como todo el mundo los odiaba, en las luchas intestinas que desgarraban el país, tomasen o no partido por uno u otro de los contendientes, siempre tenían la seguridad de ser la víctima de los dos. Mientras en los campos de batalla morían los judíos leales a don Pedro I de Castilla, doce mil de ellos eran sacrificados en las calles de Toledo por el bastardo don Enrique, viendo antes de morir arrasadas sus viviendas y saqueada horriblemente la judería al resplandor de los incendios; y lo mismo que en Toledo sucedía en Nájera y Miranda de Ebro. Treinta años más tarde, cuando don Juan I invade Portugal, deja en Lisboa, Évora y Coímbra huellas de su paso tintas en sangre judía, e idéntica conducta observa el duque de Lancaster, cuando al año siguiente —1386— entra en Rivadavia a sostener los derechos de su esposa doña Constanza a la corona de Castilla.
Pero el año terrible en esta serie de años que unos a otros se sucedían trayendo todos como ingénito el odio a los judíos, fue el de 1391. Las historias judaicas no pueden recordarlo sin temblar, y al llegar a él romperse en pedazos el alma de los cronistas rabinos que no encuentran bastante llanto en sus ojos ni bastante amargura en su corazón para trazar el cuadro desolador que durante este tiempo presentan las provincias españolas. Las predicaciones iniciadas por el fanático arcediano de Écija, la falta de acción de las leyes que se declaraban impotentes para remediar o contener tales abusos, dieron bien pronto su fruto, fruto maldito que produjo tantos y tantos males. Sevilla dio la señal de las matanzas, dos veces en el mismo año, y Córdoba, Montoro, Andújar, Úbeda, Baeza, Jaén, Villareal, Huete, Cuenca, Burgos, Valencia, Barcelona, Toledo, Lérida, Teruel, Palma, Palencia y Gerona, respondieron a su excitación. En todas partes había voces que ordenaban el exterminio de los hebreos, y oídos que escuchaban estas voces, y pensamientos que se inspiraban en el odio, y brazos que ponían en práctica los pensamientos abortados por las gentes fanatizadas por aquellas delirantes predicaciones. Causa horror el leer la descripción de estas salvajes algaradas aunque sean cristianas y católicas las plumas que las describen.
En 1492 acaban las persecuciones y tiene fin este funesto período, pero un fin digno de él. Cuando los Reyes Católicos se empeñaron en la guerra contra Granada, faltábanle abastecedores de dinero para proseguir su empeño, y de tal modo acudieron a estas necesidades los judíos que —aún en opinión de los mismos escritores católicos— la guerra no hubiera podido hacerse sin su concurso. Ríndese Granada después de tantos sacrificios, y cuando los hebreos podían tener derecho a esperar alguna muestra de reconocimiento a sus servicios, conocidos de todos, dictan los Reyes su espantoso decreto de proscripción, por el cual expulsaban a todo un pueblo de los dominios españoles, y lo dictan desde la misma ciudad que no hubieran podido conquistar sin el auxilio de aquella raza infeliz, cuyos esfuerzos son vanos para apartar de sus cabezas el rayo de la venganza. Ciento setenta mil familias —según los cálculos más aproximados— salieron expatriadas de España, y fueron a llevar a extrañas tierras sus inteligencias y sus brazos, única cosa que pudieron sacar de su patria adoptiva, lo cual, según Amador de los Ríos, hizo exclamar a Bayaceto refiriéndose a Fernando V: «¿Y a esto me llamáis rey político que empobrece su patria enriqueciendo la nuestra?» Y tan terribles consecuencias tuvo este decreto contra los pobres judíos rechazados de todas partes, que conmovido el mismo pontífice, Clemente VII, expidió una bula, de acuerdo con el Consistorio, en la cual brindaba asilo a los desterrados en los Estados Pontificios, dándoles la seguridad de que se respetaría su culto... ¡El jefe de la Iglesia, el vivo representante de la religión católica, se mostraba menos celoso que los reyes de España en el exterminio de los judíos, decretado por aquellos para mayor gloria de Dios!...
Rápidamente pasó por mi imaginación este sombrío cuadro de la Edad Media, esta fúnebre historia envuelta en negros crespones, llevando así el luto de la humanidad, y por una alucinación extraña, de que aún no he podido darme cuenta, al alzar nuevamente los ojos hacia el púlpito y encontrarme con la mirada ardiente del santo, al verle mostrando al pueblo el crucifijo con una mano y alzando al cielo la otra pareciome asistir, mudo espectador, a una de esas tragedias horrorosas; a una matanza de judíos en la ciudad del Tajo, tal como la describe un escritor católico, el doctor don Cristóbal Lozano, canónigo de la catedral de Toledo, en su estimable obra Reyes Nuevos, refiriéndose al año 1391: «Andaba tan amotinado y desmandado el pueblo —dice—, tan golosa la codicia, tan acreditada la voz del predicador de que con buena conciencia podían robar y matar aquella gente, que sin respeto ni temor de jueces ni ministros, saqueaban, robaban, herían y mataban, que era pasmo. Cada ciudad fue una Troya aquel día. Las voces, los lamentos, los gemidos de los que sin culpa se veían arruinar y destruir, al paso que lastimaban a los que no eran en el hecho, incitaban a más rabia y más crueldad los dañadores; solo usaban de clemencia y reservaban las vidas y haciendas a los que querían ser cristianos y pedían a voces el bautismo.» Y más adelante añade: «Las juderías quedaron destruidas. La de Toledo rematada del todo.»
Y en un momento me hallé envuelto en las sombras de la noche, rodeado de seres humanos hacinados en montón los unos, corriendo los otros sin dirección ni rumbo, mezclando sus gemidos a los gritos de victoria de sus verdugos satisfechos. La madre estrechando convulsa en sus brazos al hijo de sus entrañas para precaver el golpe mortal destinado a herirle; el hijo dando su vida por defender la de su padre y prolongarla durante algunos instantes; el hermano queriendo inútilmente impedir la deshonra de su hermana... todo esto lo vi en torno mío, tomó forma para vivir un punto ante mis ojos agrandados por el terror, y bullía, latía, palpitaba en aquel pequeño recinto herido ya por los últimos resplandores de la tarde.
Y delante de mí, en aquel mismo púlpito que atraía mis miradas, un hombre prometiendo las místicas delicias del Paraíso a los que cumplieran sus excitaciones, que el pueblo ignorante tomaba como órdenes dictadas por los labios mismos de Dios.
Poco a poco se fueron elevando mis ideas más y más, y ya no creí oír solamente los ayes de los judíos asesinados durante la Edad Media, sino también los de las víctimas de ese monstruo, que se apellida fanatismo. Y el aire parecía gemir, gemir y suspirar en torno mío, expresando las mayores angustias, los más grandes dolores de la vida.
Y levanté los ojos al cielo, como para pedir a la Fuerza Suprema que nos rige la razón de este desconcierto, y en el mismo instante, cuando las sombras de la noche invadían el recinto, y hacían ya difusos los objetos, la campana de la iglesia, como respondiendo a mis dudas, empezó a tañer de un modo triste, muy triste, que hizo asomar las lágrimas a mis ojos. Entablose un diálogo extraño entre mi corazón y aquella campana misteriosa cuyos sones cadenciosos llegaban hasta mí como bajando del cielo. Yo no podré traducir en palabras lo que creí oír en su monótono tañido que caía como un dulce rocío sobre mi alma... el lenguaje es impotente para expresar mis sensaciones de aquel momento. Solo sé que, sin poderlo remediar, fija siempre mi vista en el cielo, mis labios se movieron para murmurar una oración, se plegaron mis rodillas, y algo como una música sin ritmo ni compás, pero llena de magia y armonía, sonaba melancólicamente en mis oídos...
Cuando volví en mí, estaba solo. Mi acompañante se había retirado, no queriendo, sin duda, turbar mis meditaciones, y en la parte exterior de la puerta el sacristán agitaba su manojo de llaves para darme a entender que esperaba mi salida para cerrar las puertas de la iglesia. Dirigí mi última mirada a la estatua de san Vicente, y salí, llevando aún en mis oídos el eco de aquella voz de acentos indefinibles, que no pueden expresarse en palabras ni representarse en signos.
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