Leyenda del Puente de San Martín

Puente de San Martín


Del libro Tradiciones de Toledo, escrito por Eugenio de Olavarría y Huarte.


I

Uno de los puntos de vista desde los cuales se pueden apreciar mejor las bellezas de la naturaleza en la antigua corte de la monarquía visigoda, es, sin disputa, el Puente de San Martín.

Deja a su espalda esa maravilla de las artes que se llama San Juan de los Reyes; preséntase a su izquierda un paisaje sombrío de áridas rocas, sin vegetación alguna, colocadas unas sobre otras por los cataclismos geológicos, y que forman una estrecha garganta, perpetuamente batida por las aguas del Tajo; a su derecha ábrese la vega, y el río se desliza blandamente por sus arenosas orillas cubiertas de verdura, formando algunas islas caprichosas que inunda en sus frecuentes avenidas. Frente a él se despliegan, en forma de banda vistosa y ondulante, los Cigarrales, destacándose sobre el horizonte; a su pie, en fin, se alza todavía ese viejo torreón desmoronado por el tiempo y conmovido por la fuerza de la corriente, que la tradición señala como el antiguo Baño de la Cava, confidente misterioso de los placeres de don Rodrigo.


Atento recorría yo estos lugares a esa hora de la tarde en que el crepúsculo empieza a dibujar sus suaves tintas en el cielo, cuando un amigo mío, modelo de cicerones por lo entendido y complaciente, vino a ayudarme con sus conocimientos en mi trabajo de reconstruir esas edades que hoy se nos aparecen como veladas por la bruma del tiempo que desvanece un tanto sus contornos.

No bien llegamos al puente, mi amigo —como diría un noticiero exagerado—, supo excederse a sí mismo en el desempeño de sus cicerónicas funciones. Con una solicitud de que siempre guardaré grato recuerdo, me mostró los más pequeños detalles, haciéndome notar la solidez de la construcción y grandiosidad del arco central, único, puede decirse, bajo el cual pasa el río, y que con una anchura de 140 pies, tiene una altura de 95 sobre el nivel de las aguas. Me enseñó detenidamente los dos fuertes torreones que se alzan a la entrada y salida del puente, y las lápidas conmemorativas de las reedificaciones verificadas, y sobre las cuales se ven respectivamente en sus partes exterior e interior, la imagen de la Virgen del Sagrario y las severas armas de la ciudad en el primero, y una estatua representando a San Julián en el segundo.  Después, y como para poner el colmo a su amabilidad, hizo que me sentase con él a la salida del puente, sobre unas piedras que le dominan por completo, y me dijo:

—Pocos lugares habrá en Toledo, donde la tradición no haya dejado algún viejo recuerdo a que referirse; por eso no te extrañará que, como ese palacio que ves enfrente de ti —y me señalaba el de don Rodrigo— tiene su leyenda, el Puente de San Martín tenga también la suya. Sé que eres aficionado a este importante ramo de la literatura, y voy a aumentar con esta antigua historieta, que todo el mundo conoce en la población, tu arsenal de memorias populares.

Le di las gracias, y después de una breve pausa, mi amigo empezó así:


II


«No es este puente el primitivo que hubo en esta parte de Toledo; su abolengo no es tan antiguo, y solo se remonta a principios del siglo XIII, en que una avenida considerable, de que guardan memoria las crónicas toledanas,  se llevó el antiguo, afirmado, dicen lenguas poco dadas a los encantos de la poesía, sobre el controvertido Baño de la Cava. En 1203, según la lápida que has visto bajo la imagen de San Julián, en el torreón de entrada, empezó su construcción, que duró algunos años, y terminada, diose al nuevo puente el nombre de San Martín que era el mismo de la parroquia a que pertenecía. Nada turbó su existencia tranquila y sosegada, hasta que llegó la segunda mitad del siglo XIV, y con ella la guerra fratricida que sostuvieron tan empeñadamente don Pedro I y su hermano don Enrique de Trastámara, en la cual jugó Toledo un papel muy importante, declarándose, primero, partidaria de esa figura delicadísima que se llama Blanca de Borbón, y que flota sobre la historia tan terrible de aquellos tiempos como un ángel de luz envuelto en una nube vagarosa. Pasó por Toledo la afligida señora llevada de orden del rey al castillo de Sigüenza por Juan Fernández de Hinestrosa, pariente de la Padilla, y advertida por algunas personas de su servidumbre que contaban con la hidalguía de los toledanos, pidió a su carcelero la dejase bajar a la catedral para elevar a Dios sus preces en el suntuoso templo. Accedió el magnate a esta súplica, pero apenas se vio doña Blanca en el sagrado recinto, negose a salir de él, amparándose al derecho de asilo que tenía, con lo cual consiguió que, sublevándose a su favor el pueblo, la condujese en triunfo hasta el Alcázar, dándola nombre de reina, en tanto que a uña de caballo partía Hinestrosa para Chinchilla, donde a la sazón estaba el rey, a darle parte de lo sucedido. Esta fue la única época, harto breve por desgracia, en que la infeliz señora pudo creerse reina de Castilla. Sin embargo, mucho debía inquietarla la determinación que su esposo había de tomar cuando supiese el desacato de Toledo. ¡Cuántas veces, errante por las almenas del Alcázar desde las cuales veía los campos inmensos, el horizonte ilimitado, el espacio sin fin, habrá comparado las desgracias de su presente con los sueños de su pasado, cuando fue a buscarla a su tierra francesa la petición de don Pedro I de Castilla!... Aquel pasado lleno de luz y de alegría debió flotar ante sus ojos como una sombra, alejándose de ella como arrastrada por un viento huracanado, por una atmósfera de suspiros. Lo ha dicho Dante:


¡Nessun maggior dolore
che ricordarsi del tempo 
felice nella miseria!

Vinieron los bastardos a ponerse a las órdenes de doña Blanca, la aseguraron que perderían la vida en su defensa, entusiasmose más y más el pueblo... pero al poco tiempo, así que el rey supo lo sucedido, presentose a las puertas de Toledo, entró en la ciudad, cambió en oscuro calabozo la cámara de honor que ocupaba la reina en el Alcázar, e hizo huir precipitadamente a don Enrique y sus parciales.

No fue esta la única visita que hicieron a Toledo el rey y sus hermanos. En todas ellas marcó su paso por las calles de la ciudad ancho reguero de sangre que parecía llamar la ira de Dios sobre los causantes de tantas desventuras. Don Enrique hacía gran matanza cuando entraba en Toledo, en los parciales de don Pedro; este, por su parte, daba, cuando venía, buena cuenta de los de su hermano; los judíos, poseedores de grandes riquezas, eran la víctima propiciatoria de ambos príncipes.

Muchos destrozos causaron en la población estas contiendas, y uno de los que más sintieron los toledanos fue sin disputa el del puente de San Martín, cortado por los rebeldes para poner el río entre ellos y sus enemigos en una de sus tumultuosas retiradas. Cesó por fin la lucha fratricida; desenlazose, como todos sabemos, en las llanuras de Montiel, aquel odio a muerte que se profesaban los dos hermanos, y lentamente fue entrando en caja, como vulgarmente se dice, el agitado reino, sin que durante el reinado de don Enrique II ni el de su hijo don Juan I, se tratase de recomponer esta suntuosa fábrica.

Solo seis lustros después de la muerte de don Pedro, y al principio del reinado de don Enrique III, hacia el año 1390, el arzobispo don Pedro Tenorio, que realizó grandes mejoras en Toledo durante su episcopado, deseoso de reconstruir esta magnífica obra, hizo llamar a un célebre arquitecto, de mucha nombradía a lo que parece en esto de componer puentes rotos, y le encomendó la misión de volver a dejar este en el estado que reclamaba la comodidad de los vecinos. Prometió el artista construir la obra a toda conciencia, y convenidos en el precio, empezó su tarea con gran entusiasmo y felicidad. 

No obstante, cuando pasaron los primeros meses y a medida que la obra adelantaba, el renombrado arquitecto iba perdiendo su buen humor y modificando visiblemente su carácter. Alegre y comunicativo por lo general, cada vez aparecía más taciturno y más huraño. Cuando las sombras de la noche le hacían abandonar el trabajo, volvía a su casa pensativo y triste, y no había acontecimiento feliz o desgraciado que le arrancase una palabra, y menos una sonrisa.

Todos se preguntaron el motivo de tal mudanza, pero en vano, por más que hacían, procuraban explicársela por todos los medios imaginables. La obra avanzaba rápidamente y no era de presumir que un hecho tan próspero le trajese tan a mal traer. No obstante, su tristeza crecía y su preocupación iba en aumento.

Nadie probablemente hubiera sabido nunca la causa motivadora de las tristezas del artista, a no haber tenido el tal una mujer de cuyo ingenio se hacían lenguas en la ciudad, y cuyas señas no te podré dar porque la historia no las ha conservado, y la tradición se limita a guardar el hecho sin retener ni el nombre de la que tan digna se mostró, y hubiera figurado, a haber sido china, en la colección de Ilustres Mujeres de aquel país, publicada por un célebre escritor de apellido monosilábico.

Pero le nom ne fait rien à la chose, como dicen los franceses. La misma vaguedad de que está rodeada, la favorece en extremo. Así cualquiera puede considerarla alta o baja, flaca o gorda, rubia o morena, según su gusto y su deseo. Lo que todos tendrán que reconocer, es que tenía mucho talento.

Esta señora, pues, amaba a su marido, así que no es extraño que viera con inquietud la tristeza profunda que embargaba el ánimo de este, y procurara buscar alivio al mal que le aquejaba, o el medio de alejar de aquella imaginación enferma la idea que le absorbía de tal modo. Mucho tuvo que luchar; mucho rogó a su marido en nombre de su amor y su tranquilidad; devoró muchas negativas, pero sus lágrimas fueron más fuertes que la obstinación del preocupado artista, que un día, incapaz de resistir a sus súplicas por más tiempo, la confesó, con la vergüenza en la frente y las lágrimas en los ojos, la causa de  su malestar. Al trazar el puente que le encomendara el arzobispo, se había equivocado en sus cálculos —¡él, que nunca se equivocaba!— y cuando quiso deshacer el error cometido, comprendió que era ya muy tarde. No cabía duda. Había pasado en vela muchas noches buscando el medio de enmendar su falta, y en sus largas horas de angustia se convenció de que el mal no tenía remedio. Al quitar la cimbra que sostenía el arco central, toda la obra se vendría abajo, y él, —¡¡el célebre arquitecto tenido en tanto y tan considerado en su arte!!— quedaría deshonrado, y deshonrado para siempre...

Grave, muy grave era el daño, pero no por eso perdió la serenidad la noble señora. Las almas grandes se prueban en los grandes infortunios. Prodigó los más cariñosos consuelos a su esposo y prometió buscar un medio para salvarle del mal paso en que su error al calcular los cimientos de la obra le había metido. Cuando este la oyó, no pudo contener una triste sonrisa. La muerte era su sola esperanza contra la deshonra que le amenazaba.

Pocas noches después, cuando Toledo dormía sobre sus siete colinas arrullada por el son cansado de las aguas al estrellarse contra las rocas que se oponen a su paso, cuando todo eran sombras y silencio, una mujer, con una tea ardiendo en la mano, cruzaba por entre los andamios del puente de San Martín y se aproximaba lentamente buscando el arco central.

La noche era oscura, muy oscura. Las nubes encapotaban el cielo interceptando los rayos de la luna y embotando su tenue claridad. Aquella mujer, que semejante a un fantasma, se movía con rapidez en todas direcciones, aplicó varias veces la tea al andamiaje y a la cimbra sobre la cual pesaba el arco, arrojó luego la tea al río, y enseguida se alejó corriendo de aquel sitio, siguiendo la orilla izquierda del Tajo.

Brilló un instante la llama del incendio rodeando el puente, y reflejándose con amarillento resplandor en las aguas; oyose luego un crujido espantoso, y, consumida por el fuego, vínose abajo la cimbra, arrastrando consigo el arco que sostenía, y de nuevo quedó cortado el puente.

Al otro día, y apenas amaneció, toda la población se agolpaba a las márgenes del río para contemplar lo que nadie dudó un instante en achacar a la casualidad —esa pobre señora tan complaciente a quien todos echamos la culpa de nuestras faltas o de nuestras torpezas—. Avisado el arzobispo, dispuso que las obras se emprendiesen de nuevo con el mismo empeño que antes, y aleccionado ya por el experimento anterior, el arquitecto salvó todos los errores que contenían sus primeros cálculos, y poco tiempo después, el nuevo puente se abría al servicio público.

Cuando estuvo terminado, la esposa del arquitecto pidió una audiencia al arzobispo y se echó a sus pies confesándole la verdad de lo ocurrido; y al oírla don Pedro Tenorio la levantó del suelo prodigándola frases de perdón y de afecto y alabando como merecían su discreción y su sacrificio por salvar a su esposo de una deshonra que es para el artista peor mil veces que la muerte. Y para perpetuar en la memoria de todos este hecho que podía servir de ejemplo a las mujeres honradas, hizo poner en piedra la imagen de la protagonista de aquel drama, en un nicho mandado abrir con este objeto sobre la clave del arco central donde aún hoy día se encuentra.»



III


Cuando acabó de hablar mi amigo, me levanté, y alejándome un poco por la orilla izquierda, dirigí ávidamente mi vista al punto que él me señalaba. En efecto; allí, en aquel mismo sitio, había empotrada en el muro una pequeña figura que representaba a una mujer cuyos contornos velaban ya las brumas que se alzaban desde el río.

La tarde había caído por completo; borrábanse en el viento los vagos tintes del crepúsculo y las sombras invadían el horizonte. Impresionado vivamente por cuanto acababa de oír, cerré los ojos, y allá, en el fondo de mi pupila, me pareció ver a aquella mujer que, en medio de las tinieblas, sola y a medianoche, iba con una tea en la mano, a hacer desaparecer la única prueba de la torpeza de su marido, el arquitecto del puente de San Martín.

Desde entonces y siempre que recorro aquellos sitios, mi primera mirada es para la pequeña figura de piedra alzada eternamente sobre el río y apoyada en el arco central como velando por su conservación.

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