Leyenda del Pozo Amargo

Del libro Tradiciones de Toledo, escrito por Eugenio de Olavarría y Huarte.



A mi querido amigo Matías Moreno.

I

Hay en Toledo una calle de cuesta empinadísima que arrancando de la plaza de la ciudad, frente a las Casas Consistoriales, va a terminar a la orilla misma del Tajo. Sombría en general, y estrecha en algunas partes hasta el extremo de poderse abarcar ambas aceras a la vez, solo de cuando en cuando viene el sol a animarla con sus rayos vivificantes.

Todas las calles de Toledo tienen el mismo aspecto; un aspecto extraño y singular que las hace encantadoras a los ojos de los pintores y los poetas que las bañan en la luz de su fantasía y ven en los revueltos callejones, que se encuentran casi en el mismo estado en que los dejaron los árabes de los últimos tiempos de la Reconquista, algo que recuerda las edades que pasaron. Llena la mente de raras ideas que no domina la razón, vense aparecer por donde quiera, en medio del silencio que reina en ellas, figuras de otros tiempos, parecidas a las que brillan en los tapices del Ayuntamiento o en los inmensos vidrios de colores de la catedral; caballeros de antiguo traje y de mirar airoso, caracoleando en encrespados corceles, o yendo a pie por la desigual acera puesta una mano en el puño de la hoja toledana; damas recatadas huyendo de la vigilancia de un padre o de un hermano, como aparecen en las comedias de Calderón o de Lope; judíos harapientos, volviendo a un lado y otro la recelosa mirada, o gallardos árabes envolviendo la esbelta figura entre los pliegues de su jaique. Las calles de Toledo parecen el inmenso escenario de un teatro colosal; nada han cambiado las decoraciones; solo faltan los personajes, y la imaginación opera fácilmente el trabajo de reconstrucción. Hay cuestas en que parece que se oye todavía el ruido de las choquezuelas de don Pedro, saliendo a media noche del alcázar para velar por el reposo público; encrucijadas en que parece va uno a hallarse de manos a boca, como vulgarmente se dice, con los cuadrilleros de la Hermandad; esquinas tras las cuales cree uno distinguir, medio velada por la sombra, la figura de un comunero pidiendo con voz vibrante fueros y libertad; rejas del Renacimiento, entre cuyos hierros elegantes se adivina la huella del pañuelo que movía en señal de saludo una mano de mujer, y que guardan a través de los tiempos mil secretos de amor y de ternura.

La calle a que la actual leyenda se refiere, tiene también ese sello particular que a las otras caracteriza; además guarda una historia, cosa también muy común a la mayor parte de ellas.

Hacia la mitad de la calle, y en medio de una pequeña plazoleta, había, hasta hace muy pocos meses, cubierto con una tapa de madera verde, un ancho pozo de brocal de piedra que la daba nombre; un nombre siniestro que tiene desde hace siglos, confirmado por una porción de generaciones. La calle se llama todavía, y se llamará, Dios sabe hasta cuándo, la Bajada al Pozo Amargo.

Desde el primer día en que mis pasos me llevaron por esta parte de Toledo, llamó mi atención este nombre algo fatídico, y muchas veces, desde entonces, vine al mismo lugar antes de que el pozo desapareciera, y pasé horas enteras absorto en su contemplación, sentado en su brocal a la luz melancólica del astro de la noche, que parecía enviarme uno de sus rayos para bañar con ellos la región de mis fantásticas ilusiones.

Y siempre, durante las largas horas que pasaba allí, donde ningún ruido venía a turbar la paz de mi meditación, envuelto en las opacas sombras de la noche, siempre me conmovía un mismo pensamiento; siempre una misma idea me agitaba: el deseo de saber el origen de aquel nombre fatídico y lúgubre que sonaba con ecos de dolor en mis oídos. La Bajada al Pozo Amargo debía ser una senda dolorosa regada con lágrimas o con sangre; todas aquellas piedras habían empapado alguna gota de ese rocío del alma o del cuerpo que dejan la misma huella en la mejilla; aquellos viejos muros que por todas partes se alzaban unidos y sombríos sabían los detalles del drama; habían conocido, sin duda, a los personajes del poema; con aquel lugar estaba enlazado uno de esos acontecimientos que ni menciona la historia, ni la tradición escrita recoge, pero que viven y se conservan grabados con caracteres indelebles en la memoria del pueblo que hace de ellos sus recuerdos más imborrables.

Porque yo abrigaba el presentimiento de no engañarme. Allí había historia, pero una historia lúgubre y triste; una de esas historias cuya narración perturba el ánimo, cuyo recuerdo contrista el corazón. Algo que yo no podía explicar, me lo decía; mi injustificada afición a aquel sitio, afirmábame más y más en esta idea; el nombre de la calle, preocupándome en extremo, me lo recordaba sin cesar. Allí había historia; la duda no era posible; pero ¿cuál? ¿Dónde encontrar la clave de aquel enigma? ¿Dónde hallar la fuerza suficiente para que a la voz de sésamo entreabriese la tierra sus entrañas y me dejase leer en el fondo de los sepulcros la oscura palabra, perdida en el misterio de los siglos, que cual otro hilo de Ariadna me había de conducir al conocimiento de lo que yo quería saber?

Tales eran las ideas que de continuo me abstraían, sin que a pesar de mi buena voluntad pudiera cerrar el signo interrogante abierto siempre ante mi vista, cuando llegó por fin la hora en que la casualidad, para premiar sin duda mis afanes, me dio inopinadamente la razón que buscara en vano durante tanto tiempo.

Hallábame una noche sentado en el brocal del pozo cuando vi aparecer en el extremo de una calleja inmediata una vieja que con paso tardo se dirigía hacia la plaza en que yo estaba, sosteniendo con trémula mano una pequeña linterna que la impedía dar un resbalón. Cuando llegó a sitio donde ya pudo verme, alzó de pronto la cabeza, y murmurando un «¡Dios me valga!,» y dejando caer al suelo su linterna, huyó despavorida.

No hice al pronto caso de aquel suceso, un tanto extraordinario, capaz de picar la curiosidad de cualquiera que no hubiese sido tan despreocupado como yo, y absorto en mis pensamientos, apenas le concedí importancia, pero creyendo que la vieja me había tomado por algún ladrón me encogí de hombros, y prorrumpí en una carcajada, riéndome con toda mi voluntad del susto que tan inconscientemente la diera. Al día siguiente, y casi a la misma hora, volvió a aparecer la misma viejecita, pero ya no se asustó. Por el contrario, se acercó a mí y contestó a mi saludo diciendo:

—¡Buen susto me dio usted anoche, caballero!

—¿Yo, señora? —la pregunté con asombro.

—Usted mismo, sí señor. Al verle de pronto sentado en el mismo lugar en que se sentaba antes el otro y el miedo, sin duda, me hizo ver dos personas donde solo había una, y me pareció distinguirla a ella también.

—El otro... ella... No la entiendo a usted.

—¿Cómo, no sabe usted?… —Yo moví negativamente la cabeza, y pregunté:

—¿Quién es el otro?

—¿Que quién es el otro? Un señor muy buen mozo y muy guapo, pero muy pálido y muy triste, que antiguamente venía todas las noches a sentarse en el brocal de este mismo pozo. Y ella una hermosa joven vestida como dicen que se visten las mujeres de los judíos, que siempre le estaba esperando arrodillada, aquí donde estoy yo.

—¿Y sabe usted su historia?

—¡Ya lo creo! En mis mocedades era muy común en Toledo, y todo el mundo la sabía de memoria; pero lo antiguo, que es lo bueno, se pierde, y hoy no se acuerda nadie de ella.

—Yo, en cambio, tendría mucha curiosidad en saberla, y si usted quisiera...

—¡Ya se ve que quiero! Por fortuna la noche no está fría, y podremos hablar aquí mismo.

Y dejando en el suelo la linterna se sentó a mi lado sobre el pozo, y con voz lenta y cascada, que parecía un eco de otro tiempo, me contó la leyenda que va a seguir, y en la cual no me he atrevido a hacer variación alguna. La trascribo tal como la oí relatar aquella noche; si algún detalle no concuerda con su relación, culpa será de mi memoria, no de mi voluntad ni de mi intención.

II

Hubo un tiempo en España en que no era el Evangelio la única lengua religiosa que usaba el hombre para cantar las alabanzas de su Dios. Aunque en gran mayoría, los cristianos yacían en triste cautiverio bajo el poder que había surgido de las ondas del Guadalete, y esperaban entre los duros hierros del esclavo la hora de su lenta, de su laboriosa redención. Los moros, orgullosos y altivos como señores, tenían en poco al pueblo de quien se habían hecho dueños a bien poca costa y merced a una sola batalla, y creía eterna su dominación en un país en que aún no habían conseguido tomar carta de naturaleza, a pesar de prolongados años de conquista. Los judíos, raza despreciable, herida por la cólera divina, desposeída de su patria, de sus hogares, de sus tradiciones, hasta de su historia, crecía al lado del vencedor que pagaba con un desprecio desdeñoso la ayuda que de esta raza recibiera en los primeros días de la conquista.

En Toledo vivían muchos judíos, y como odiaban a los cristianos —considerándolos como barrenadores de su ley— tanto o más que los mismos sarracenos, de aquí que, puestos entre unos y otros, los pobres vencidos no tuvieran nada que envidiar, respecto a hacer méritos a fuerza de padecer en este mundo, para ascender entre delicias, terminada su existencia, a los goces inefables y puros del Paraíso. Sin embargo, sus desgracias y las humillaciones que sufrían, interesaron más de una vez el sensible corazón de algunas doncellas moras o judías, y la misma Iglesia ha santificado en santa Casilda a la hija del rey moro Al-Mamun —el mismo que dio en su reino digna hospitalidad a Alfonso VI cuando llegó a Toledo huyendo de la cólera de su hermano don Sancho de Castilla que le reservaba la cogulla del monje en Sahagún—. Las cuitas de los cristianos cautivos, que yacían aherrojados en los calabozos de su padre, la conmovieron de tal suerte, que los socorrió en cuanto pudo, y abjuró después la doctrina del Profeta, mereciendo ser contada por sus virtudes en el número de las vírgenes.

No es este el único ejemplo que se puede presentar; las historias de amor entre dos seres de razas enemigas separadas por odios de familia, por diferencias políticas o por diversidad de religión, abundan mucho en todas partes, y rara es la época que no guarda en sus crónicas alguna de ellas, siempre de funesto y desgraciado desenlace; pocas, sin embargo, presentan los terribles caracteres que el pequeño drama representado en el siglo X de nuestra Era, en una humilde calle de Toledo.

En aquel tiempo, y en el mismo sitio descrito a la cabeza de estas líneas, que no era, como lo es hoy, una pequeña plazoleta, sino una magnífica mansión con un gran jardín que ocupaba el lugar en que ahora se alzan las casas inmediatas, vivía uno de los judíos más ricos de la ciudad.

Considerado entre los suyos por lo elevado de su alcurnia, que guardaba las más altas tradiciones del pueblo de Israel, y por sus grandes riquezas, a las cuales no se desdeñaban de acudir los reyes y los nobles cristianos en demanda de oro que emplear en la guerra contra los enemigos de la cruz, o en las fiestas y los torneos dados a las hermosas castellanas; de carácter áspero y duro para con los que le rodeaban, algo intratable si se quiere; creyente hasta el fanatismo en la ley de Moisés de la que aún esperaba la regeneración de su raza proscrita, vivía alejado de todo el mundo, aislado en medio de una ciudad populosa y de una sociedad en que le hubiera bastado presentarse para ser el centro de todas las miradas y el objeto de todas las consideraciones. Despreciaba a las gentes y había algo en su interior, superior a su misma voluntad, que le retraía de cuanto le rodeaba, moviéndole a vivir en la soledad y el aislamiento.

Este carácter duro, esta indomable energía, tenían, sin embargo, un punto débil; había un ser en la tierra que dominaba al coloso, trayéndole y llevándole a su gusto por donde quiera que fuese, y ese ser era puro, sencillo, delicado; era una florecilla que hubiera marchitado el menor soplo; una luz que la ráfaga de aire más pequeña hubiera extinguido; era su hija, hermosa niña de dieciséis abriles que llevaba en el azul de sus ojos el azul límpido del cielo, y en la sonrisa que plegaba sus labios de rosa, la sonrisa de los ángeles.

Raquel, que así se llamaba, merecía bien la ternura de su padre, que había hecho de ella el fin de su vida, el único anhelo de su alma. Criada sin madre, a quien perdió al nacer, y entregada desde niña a los cuidados del viejo judío, que lo fue todo para ella, y que hizo abstracción del mundo para consagrarse únicamente a su cariño, no conocía más amor que el suyo; y el santo afecto que su padre la inspiraba y el respeto que la infundían sus creencias eran los únicos sentimientos de su corazón.

Un día, sin embargo, conoció que había en su alma cuerdas que, heridas por otro sentimiento, vibraban puras y armoniosas. Era una tarde de mayo; el sol moría en el cielo y nubes rojizas se agolpaban en el ocaso, como queriendo recibir sus últimas miradas, perdiendo poco a poco el hermoso color de púrpura que las hacía tan hermosas, para no ser más que negras manchas en el espacio, conforme el astro brillante se hundía bajo el horizonte. Sonaba a lo lejos, como una salmodia, impregnada de extraña melancolía, arrastrada por la brisa de la tarde, la voz del muezzín, exhortando a los creyentes para que alzasen hasta el trono de Dios el pensamiento en la hora sublime del crepúsculo; vagaba el viento lleno de cadenciosas armonías, confundiendo en revoltoso giro los cantos de las aves que charraban en las hojas de los árboles del jardín y el eco monótono del arroyo que entre ellos se deslizaba bulliciosamente.

La hermosa Raquel, tras las ventanas de un esbelto ajimez en que la mano del artista había escrito en piedra un inspirado himno de alabanza en honor del arte que servía, miraba distraídamente a la calle sintiendo palpitar su pecho a impulsos de una vaga agitación. La soledad en que se hallaba; la hora melancólica del crepúsculo que parece extender una nube por el corazón; los rumores que llegaban como eco debilitado a sus oídos, desarrollaban en todo su ser una tristeza que no podía dominar. A pesar suyo, sentía un vago anhelo, un deseo sin forma que parecía flotar a su alrededor fingiendo cien figuras caprichosas, producto de esos misterios de la tarde que forman al chocar y confundirse en un abrazo los últimos rayos del día y las primeras nieblas de la noche.

A veces creía oír un rumor imperceptible en un principio, que poco a poco iba tomando cuerpo y forma, rumor que el viento arrastraba impregnado de las esencias del jardín y la armonía de los nidos, y ese rumor debilitado, que al nacer semejaba el eco de un suspiro exhalado a lo lejos por un alma pensativa, engrandecía lentamente, conforme se aproximaba, y al llegar hasta ella era ya una voz amante, dulce y apasionada, que pronunciaba claro y distinto el nombre encantador de Raquel, produciendo al rozar su frente de rosa, algo semejante a un beso casto y puro; uno de esos besos que dan las madres en las mejillas de sus hijos dormidos en la cuna, y que son como una caricia del alma, como el roce del ala de un pájaro que al levantar su vuelo hasta la altura, pasa levemente junto al capullo de una flor.

En vano procuraba apartar su imaginación de tan pueriles pensamientos; en vano se decía a sí misma que aquello era una pesadilla que embotaba sus sentidos; su sentimiento crecía, y sin causa ninguna sus ojos se llenaban de lágrimas que caían como dulce rocío sobre su corazón acongojado; la voz misteriosa, rumor imperceptible primero, eco sonoro después, seguía vibrando en sus oídos, dulce y armoniosa, hiriendo las cuerdas más ocultas de su alma, y envolviéndola en una atmósfera desconocida para ella; atmósfera divina en que la luz parecía brillar con más fuerza, en que el canto lejano del ruiseñor que gorjeaba sus amores sonaba más cadencioso.

Raquel no sabía lo que la pasaba; quería levantarse, gritar, y no tenía fuerzas para ello; hacer un poderoso esfuerzo de voluntad para apartarse de aquel sitio que tan rara influencia parecía ejercer sobre su espíritu, y, sin embargo, sentíase débil, muy débil para intentarlo. Conociendo, por fin, su impotencia, resignose a esperar que pasase aquel acceso de melancolía que nunca, como entonces, la hiriera tan profundamente, y hundiendo entre sus dedos de alabastro su hermosa frente, que la preocupación marcaba ahora con su sello, dejó vagar libremente su pensamiento por los espacios de la fantasía.

Trascurrió así un gran rato; la tarde siguió cayendo, ya el cielo solo estaba iluminado por los últimos rayos que el sol había dejado como un beso en las nubes, coro de vírgenes enamoradas que parecen acompañarle hasta los últimos límites del horizonte, como temerosas de no verle volver.

De pronto oyó en la calle ruido de pasos que, sin que pudiera explicarse el motivo, resonaron en su corazón. Separó vivamente las manos con que cubría sus ojos, enderezó su cuerpo, y por un movimiento que no fue dueña de contener, aproximó su rostro a la ventana. Un caballero, joven, a juzgar por la firmeza de su paso y la apostura gallarda de su cuerpo; noble, como parecía pregonarlo su aire distinguido, y hermoso, con una hermosura de que hasta aquel momento no había visto ejemplar ninguno la bella israelita pasaba en aquel momento por delante de la casa del rico judío. Latió con violencia el pecho de la joven, y una oleada de carmín encendió su pálido rostro al sentir sobre sí la fogosa mirada del caballero que también la había visto y parecía enviarla de sus grandes ojos negros efluvios misteriosos que la producían vértigos y la obligaban a bajar su frente teñida por el rubor. Varias veces cruzó la calle el caballero; varias veces le siguió recatadamente la vista de Raquel; varias veces también se cruzaron sus miradas ardientes, semejantes a una mutua y respetuosa declaración; cambio de confianzas y cambio de sentimientos, en la sombra que empezaba a extenderse.

Tendió la noche su manto; reinaron las tinieblas y se extendieron, como barrera impenetrable, entre la hermosa Raquel y el apuesto caballero. Cuando ya no podía verle y solo distinguía su silueta, destacándose como una estatua en la calle, Raquel volvió a caer en sus meditaciones; pero sus pensamientos no eran ya los mismos que antes. La voz misteriosa seguía sonando en sus oídos, produciendo rumores melodiosos; el ruiseñor seguía cantando endechas amorosas entre las ramas de los árboles, y presa de una singular alucinación, Raquel creía comprender lo que en sus notas argentinas decía el cantor divino al céfiro reclinado en la enramada, cuya respiración agitaba las flores dulcemente.

Aquella noche Raquel no pudo dormir. Durante toda ella siguió viendo pasar ante sus ojos, en fantástica comitiva, raras visiones que la atraían en vez de atemorizarla, y una voz que se alzaba en lo más profundo de su alma, entabló dulce coloquio con aquella otra voz que entraba deshecha en olas de armonía por la ventana del jardín.

III

Una tarde —dos meses después de esto—, hallábase en su cuarto el anciano judío inclinado sobre el Talmud, en cuya lectura quería hallar un lenitivo a sus pesares. Hacía algún tiempo que notaba en su hija algo que no sabía explicarse, y que como dardo agudo y envenenado abría ancha herida en su corazón de padre. Su hija, la encantadora niña que criara a fuerza de cuidados y de sacrificios, dedicando a este único fin, a este único objeto, toda su existencia; la hija querida de su alma, que estaba acostumbrada a no ver más que por sus ojos, a no querer más que conforme a su voluntad, se separaba ahora de su padre, y pasaba largas horas encerrada en sus habitaciones, sin motivo ostensible para ello. Muchas veces habíala querido detener para preguntarla la causa del círculo rojizo de sus párpados y la mate palidez de sus mejillas; muchas veces se había acercado a ella para fijar una mirada en su pupila y ver, como en un lago trasparente, los secretos más hondos de su alma; pero Raquel evitaba con cuidado estas ocasiones. No era ya la niña alegre y ligera que siempre a su lado parecía difundir en torno suyo el aroma embriagador de su inocencia; no le hacía ya esas caricias de niña mimosa que encantaban los días del anciano, el cual veía en esto amplia compensación a las contrariedades de la vida. Su carácter había cambiado totalmente, y la joven, reflexiva, triste, se mostraba ahora en la forma que antes tenía la mujer, mitad ángel, mitad niña, por quien él vivía, por cuya dicha se afanaba.

Presentía el viejo judío que su hija guardaba un secreto; que aquella frente que él besaba con delicia, surcada casi siempre de arrugas, no era ya el claro espejo que reflejaba la tranquilidad. Tenía, además, como el vago presentimiento de una desgracia, y cuando pálido y sin aliento veía ante sí el rostro pensativo de Raquel, muchas veces acudió a sus labios una pregunta que al fin espiraba en ellos por falta de palabras que la formulasen. Se quedaba mirando largos ratos a su hija, hasta que esta notaba la atención de que era objeto, y entonces el carmín de la vergüenza inundaba sus mejillas de terciopelo, y despidiéndose con un pretexto fútil de su padre, corría a ocultarse en su cuarto, dejando al israelita que, al verse solo, inclinaba la cabeza sobre el pecho y permanecía muchas horas en esta posición, hasta que un acontecimiento cualquiera venía a sacarle de su ensimismamiento.

En vano daba martirio a su inteligencia buscando la razón de aquellas tristezas, de aquellas preocupaciones. Raquel salía muy poco a la calle, a su casa no iba nadie, y puede decirse que vivía en un aislamiento casi absoluto. ¿Cuál era, pues, la causa de la mudanza cuyos efectos sentía tan de cerca?

La tarde que señala la leyenda, vino a turbarle en sus meditaciones la visita de un antiguo amigo suyo, judío también, que había compartido con él, desde la infancia, las dulzuras de la amistad, y que amaba a Raquel como a una niña a quien había visto nacer; con ese afecto puro y desinteresado que la vejez profesa a la infancia; amor de dos crepúsculos, que al hallarse en los extremos opuestos del cielo se miran a través del espacio; sombra que muere y luz que nace en el ancho horizonte de la vida.

—Vengo a causarte un pesar, Leví —dijo al entrar—. Lo conozco, y por eso he vacilado mucho antes de decidirme a venir a buscarte, pero el cariño que te tengo ha acallado todos mis escrúpulos.

—¡Tú causarme un pesar con tu visita, viejo Rubén! Muy malas deben ser las noticias que me traes, cuando, recelosas quizá de mi paciencia, te han tomado por mensajero—, respondió el padre de Raquel—. No importa —añadió—, tu amistad endulzará su amargura, y Jehová hará el resto desde el cielo, de donde ve mis acciones y registra mi corazón. ¿De qué se trata?

—De una nueva que si hoy no lo es, puede llegar a ser una gran desgracia para ti.

—¿Para mí?

—Para ti y para Raquel también.

—¿Para mi hija, Leví? ¡Oh! ¿Qué enlace pueden tener ese augurio de desgracias y el nombre de mi hija? Habla.

—Hace tiempo que observas una gran variación en ella, ¿no es verdad?

—¿Quién te lo ha dicho?

—Mis ojos que han visto su turbación cuando está delante de ti; mis oídos, testigos de las forzadas palabras que te dirige, siempre pensativa, siempre preocupada. Y tú también lo has notado, Leví; tú también has querido adivinar lo que pasa en el alma de tu hija; pero eres padre y los padres son sordos y ciegos para las faltas de sus hijos.

—No te entiendo. ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que yo también lo he notado; que queriendo a Raquel como a mi hija, aquella niña que el Señor arrebató de mi lado a los quince años para engalanar con ella los jardines del Paraíso, he buscado la causa de su preocupación y la he encontrado, y he creído deber decírtela para que pienses lo que debes hacer en la situación en que te hallas.

—No sé por qué me turban tus palabras.

—¿Quieres saber el nombre de la enfermedad de tu hija, pobre viejo, que desconoces la influencia de los años en el corazón? Es un nombre que encanta al oído y despierta en nosotros mismos sentimientos que creíamos apagados. Se llama amor. Tu hija está enamorada, y de ahí su tristeza, de ahí su preocupación.

Un rayo que hubiera caído a los pies de Leví no le hubiera causado tanto efecto como las frases de Rubén. Pálido, con los ojos desmesuradamente abiertos, retrataba el asombro en sus facciones. Nada más lejos de su pensamiento que creer enamorada a su hija, a quien aún le parecía ver saltando sobre sus rodillas y encantándole con esa media lengua de la niñez que suena como un eco de vaga melodía en el oído de los padres. Para él, su hija no podía enamorarse; ¿qué la faltaba a su lado? Tenía las comodidades del lujo, la calma de la soledad, los halagos del cariño; todo contribuía a rodear su existencia de felicidad, a llenar de tal manera todos sus caprichos que nunca hubiera en ella lugar para un deseo por pequeño y fútil que fuese... Y, sin embargo, a poco de reflexionar en cuanto hacía algún tiempo pasaba en su casa, el infortunado padre tuvo que reconocer la verdad de las palabras de su amigo. Ellas explicaban aquel cambio tan injustificado, tan brusco, operado en el carácter de Raquel; el insomnio, la agitación que da el primer amor, habían formado aquel círculo rojizo que rodeaba sus ojos queridos; el silencio que con su padre guardaba, y que la pesaba sin duda como un delito, la hacía estar siempre silenciosa, abstraída, entregada a sus pensamientos, y como viviendo en otra atmósfera distinta. Ya no cabía duda, y al convencerse de esta verdad, el anciano bajó la cabeza y sintió pasar por su cerebro jirones de sombra como si de repente el sol se hubiera apagado y el aire hubiera dejado de dar vida a sus pulmones. Miró a su alrededor y lo encontró todo negro, todo triste; un desierto de penas y dolores, con espinas por arenas, en que el simoun arrastraba suspiros y sollozos, y en que los oasis eran pozos de lágrimas. ¡Qué solo se iba a ver en el mundo, sin la presencia, sin las caricias de Raquel!

Pero era padre, y su egoísmo no podía ser de larga duración. Así, que levantando resignado la cabeza.

—Pues bien —dijo—: si ese hombre a quien mi hija prefiere a su padre, es verdaderamente bueno y digno, se unirán ante Dios sus voluntades, pues ya lo están sus corazones, y si Jehová mira con ojos de bondad el sacrificio que me impongo, hará que los hijos de mi hija alegren con sus juegos infantiles los días de mi vejez.

Y al decir esto, dos gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos, porque bien sabía él que la mujer al salir de su casa para crearse otra familia, roba al amor de sus padres el que tiene que dar a su marido y a sus hijos. Esta es la ley de Dios, la ley eterna, pero él no podría avenirse a quedar solo y abandonado en aquel inmenso caserón, morada hasta entonces de alegría, y que ahora se le aparecía como negro sepulcro encerrando sus ilusiones. Sentía el vacío a su alrededor y este vacío le asustaba... Pero su hija antes que todo; la dicha de Raquel antes que su egoísmo. La casaría y viviría con el reflejo de su felicidad.

Rubén, sin embargo, permanecía inalterable, como si pesase sobre su corazón la parte [que] más tenía que revelar. Por penosa del secreto que [al] fin, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, añadió:

—Leví, no es esto todo: aún te falta saber la parte más horrible del secreto, para la cual debes pedir resignación a ese Dios tan grande con cuyo nombre en la boca tantas veces sufrió Israel sus cautiverios y Job se vio abandonado y cubierto de lepra. La lepra de la maldad cae hoy sobre ti; humíllate ante los decretos de Jehová.

—No te entiendo, y no obstante, tus palabras como hierro candente penetran hasta mi corazón. ¿Qué desgracias son esas tan terribles que me anuncia tu voz? ¿Puede haber para mí nada más espantoso que verme separado de mi hija, solo para siempre, solo hasta que el ángel cariñoso de la muerte acaricie con sus alas mis fatigadas pupilas? ¿Qué me importa lo demás?

—Es que el cielo te niega la satisfacción de sacrificarte por tu hija: es que te condena a verla eternamente desgraciada, atrayendo sobre su frente culpable el rayo de la cólera de Dios.

—¡Cómo! ¿Tan indigno, tan miserable es el hombre a quien ama Raquel?

—Es más que indigno, más que miserable; más despreciable aún que el joven disipado marcado con el sello de la infamia, o el viejo avaro cubierto de la lepra de la avaricia; Jehová puede tocar un día en el corazón de estos, pero se aparta con disgusto del hombre amado por tu hija.

—¿Quién es, entonces?

—¡Un cristiano!

Es preciso estar bien identificado con la época de esta narración y tener amplio conocimiento de lo que a los ojos de los cristianos significaban los judíos en España durante la Edad Media, para comprender la impresión que las palabras de Rubén causaron en el ánimo de Leví; es preciso seguir con la imaginación el reguero de sangre que dejaron en el campo de la historia las generaciones israelitas desde las primeras manifestaciones cristianas hasta su total expulsión de los dominios españoles, para formarse una idea del alcance que el nombre cristiano tenía para los descendientes de Israel, que veían en él un enemigo acérrimo declarado, irreconciliable, como son irreconciliables el Dios adusto del desierto que truena sobre la cumbre del Sinaí y el Dios misericordioso del Calvario que erige en ley el amor al prójimo en el sermón de la montaña. La historia de sus persecuciones, padrón de vergüenza que lleva sobre sí la sociedad cristiana, los dolores de las generaciones, la ruina del templo, la dispersión del pueblo de Israel, todo pasaba en rápido y resuelto torbellino a los ojos de Leví, como evocado por un conjuro del demonio. ¡Y era a un cristiano a quien Raquel sacrificaba su padre y entregaba su albedrío, a un hijo de aquella raza maldita a quien había sido enseñada a odiar desde la cuna! ¡Era un cristiano el que había abierto aquel abismo entre Raquel y su padre, abismo que este reconocía, pero cuya causa le era completamente ignorada!...

Largo tiempo permaneció sumido en estas reflexiones, silencio mudo y sin lágrimas, respetado prudentemente por su amigo; de pronto levantó la cabeza, y con voz dura y contenida, dijo:

—Huyó la nube de dolor dejando como huella de su paso la vergüenza en mi rostro, la indignación en mi pecho. Tú eres mi hermano, Rubén; nada que venga de ti puede ofenderme; sé, pues, el eco de mi infamia, y dime cuanto sepas de esa desventurada, presa sin duda de las asechanzas del espíritu del mal. No temas decirme la verdad; el Dios de nuestros padres me dará fuerzas para escucharte y me inspirará sobre lo que debo hacer. Habla.

—He aquí lo que sé. Por las noches, cuando todo está en silencio, y la lámpara que arde en tu aposento ha apagado su resplandor vivísimo, un hombre, sectario de la cruz, salta las tapias del jardín y se pierde en sus espesas enramadas donde en breve se le une una mujer. Distínguense dos sombras en el jardín, y oídos que velan perciben el eco de dos voces que cambian frases de amor. Cuando la noche pasa, y poco antes que hiera el horizonte el primer rayo de la aurora, sepáranse las dos sombras, uniéndose antes en un abrazo; vuelve a saltar la tapia el desconocido galán, y la dama regresa a sus habitaciones. Solo el viento en su vuelo o el ruiseñor en sus cantos podrían repetir la conversación de los dos amantes.

—¿Es eso todo?

—No sé más.

—Gracias, Rubén; me has hecho mucho daño, pero más vale vivir en la desgracia, conociéndola, que descansar en una ciega confianza, sin fundamento. Ahora, ven aquí; siéntate a mi lado, y escucha mis proyectos.

Ya declinaba el sol cuando salió Rubén, despidiéndose afectuosamente de Leví, y la puerta de la casa se cerró tras él. La noche se aproximaba lentamente, envolviendo con sus sombras el cielo cubierto de negras nubes, sin que una estrella brillase en su manto.

IV

Cerró completamente la noche, no iluminada por ninguna luz. La luna pretendía inútilmente romper el manto de las nubes que se oponían a su paso, y una niebla, negra como la muerte y el dolor, se desplegaba en el espacio.

Todo dormía, o mejor dicho, todo callaba en el jardín, como presagiando algún suceso tenebroso. El viento no se atrevía a menear las hojas de los árboles; los pájaros se escondían entre ellos, y una fuerza indefinible parecía detener el curso desigual de los arroyos. Aquella calma daba miedo. De pronto, avanzó con precaución una sombra; las hojas sembradas en el suelo amortiguaban el ruido de sus pasos.

Miró a todas partes y se colocó en un extremo del jardín cerca de un pozo que allí había, y cuyas aguas eran muy celebradas en los contornos. Aquel era el lugar en que los dos amantes tenían su cita nocturna, y se juraban un amor eterno en el silencio de la noche. Detúvose la sombra y, después de meditar un instante, se retiró tras el ancho tronco de un evónimus que se elevaba a gran altura, y murmuró entre dientes:

—Desde aquí le veré entrar. Yo romperé el encanto que me roba el amor de mi Raquel, y volverá a ser mío ese corazón que yo he formado en mis largas horas de soledad y de aislamiento.

Era Leví, el judío, que impulsado por el odio, iba a pedir a la venganza una satisfacción que estaba lejos de sentir.

No pasó mucho tiempo, cuando un pequeño ruido se hizo oír. Un hombre se elevó sobre la tapia, y con un vigoroso y rápido esfuerzo se dejó caer hacia la parte del jardín. Se irguió con prontitud, y con paso firme y seguro se dirigió al lugar en que estaba escondido el viejo israelita. Cuando pasó cerca de él, salió este de su escondite, y se lanzó sobre el caballero ahogando un grito de rabia. Hubo una breve lucha en la sombra, lucha en que el agredido quería arrancarse de los brazos de hierro que tenazmente le sujetaban, y el agresor oprimía con todas sus fuerzas a su víctima. A la luz de un relámpago rojizo que rasgó las tinieblas viose brillar en el aire la hoja reluciente de un puñal que se hundió en uno de los dos cuerpos inertemente enlazados; luego se oyó un ¡ay! débil, muy débil... y uno de los dos cayó pesadamente sobre el césped.

El otro cuerpo se rehízo a poco, clavando su ansiosa mirada en el hombre tendido a sus pies. Oyose en esto una puerta que a lo lejos giraba sobre sus goznes, y Leví, no queriendo exponerse a las miradas de su hija, volvió de nuevo a su escondite. La joven judía se acercaba saltando como una cabrilla, para hablar con su amante, a quien había visto desde lejos. En aquel momento rompió la luna las nubes que se oponían a su paso, cual si quisiera alumbrar aquel cuadro desolador. Raquel llegó al lugar acostumbrado de la cita, vio a su amante tendido en el suelo, reconoció el puñal de su padre que seguía clavado en su pecho, y lo comprendió todo; y lanzando un grito que resonó hasta en lo más profundo del pecho del rencoroso judío, cayó al suelo desmayada, abrazando el cuerpo, ya sin vida, de su amante. Lanzose sobre ella su padre, pero retrocedió asombrado, con las pupilas dilatadas por el terror... Su hija se levantó por sí sola, con la vista extraviada, fija en un punto del espacio; miró después, con sus ojos sin expresión, el rostro desencajado de su padre, y cantando una canción triste, muy triste, cuyas notas arrancaban lágrimas, se perdió entre las sombras del jardín y volvió a sus habitaciones. ¡Estaba loca!

Desde aquel día la existencia de la pobre niña transcurrió sin incidentes. Apenas cerraba la noche, bajaba al jardín sin que nadie fuese capaz de impedirlo, llegaba junto a este pozo, testigo de sus dichas pasadas, y abrazándose a él convulsivamente, lloraba sin cesar durante toda ella, llamando con dulces quejas a su amante, y exhalando ayes lastimeros que partían el corazón de cuantos la escuchaban. Una noche, como siempre, la pobre loca se inclinó sobre el brocal del pozo; allá, en su fondo, temblando en las tranquilas aguas, alumbradas por el fulgor de las estrellas, creyó distinguir la imagen del infeliz asesinado; pareciola que la llamaba; y en el gemido del viento entre las ramas de los árboles se la antojó oír la voz querida que en otro tiempo vibraba alegre en sus oídos. Y fuera de sí, murmurando palabras incoherentes, riendo y llorando a la vez, por un rápido movimiento que no pudo evitar ninguno de sus servidores, se arrojó a aquel abismo donde creía ver la sombra del hombre a quien tanto había amado.

Cuando la sacaron del pozo estaba muerta.

V

—Destruida la casa—, concluyó la viejecita levantándose de su asiento—, quedó solamente el pozo a quien ya todo el mundo llamaba amargo, porque sus aguas, a las que se había mezclado el llanto de la infeliz judía, se tornaron amargas e imposibles de beber. Dentro de poco tal vez no exista este, y entonces se preguntarán las gentes, por qué esta calle lleva el nombre que tiene pues el pueblo ha perdido la memoria de tan tristes acontecimientos desde que dejaron de verse aquí por las noches las sombras de los dos amantes, que venían a este lugar a llorar sus desaciertos, expiando de este modo un amor sacrílego que debieran haber sabido dominar. Quizá sea yo la única que no la he olvidado. Por eso he querido contársela a usted que, por lo visto, tiene predilección a este sitio: para que no se pierda, a mi muerte, el recuerdo del pozo amargo.

Tras esto se alejó haciéndome un afectuoso saludo, y perdiéndose lentamente entre los cercanos callejones.

Quedé solo, y llena mi imaginación con el recuerdo de cuanto había oído, incliné la cabeza sobre el pecho, y dirigí mi mirada al fondo oscuro del pozo. La luz de la luna caía de lleno sobre él, y fingía extrañas visiones sobre las trasparentes aguas. Miré, y creí ver como reflejados en un espejo, bajo la líquida superficie, a los dos amantes que me miraban sonrientes, confundiéndose en un abrazo....

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Vídeo en Youtube inspirado en esta leyenda cantado por Ana Alcaide.