Del libro Tradiciones de Toledo, escrito por Eugenio de Olavarría y Huarte
![]() |
Peña del Moro. Fotografía de 1928 de la casa comercial Loty. Original en la web del Archivo Municipal de Toledo. |
A mi querido amigo Francisco Martín Arrúe.
I
Cuando visitando la antigua ciudad de Recaredo y Leovigildo desea algún viajero, amante del arte y la naturaleza, contemplar un bello paisaje que abarque en su conjunto la espléndida Toledo, el cicerone que quiere satisfacer este deseo, conduce al curioso hasta el Puente de San Martín, y dirigiéndose, después de pasarle, a la izquierda, le guía por cuestas y vericuetos hasta la ermita de la Virgen del Valle, poética advocación de la madre de Jesucristo; y haciéndole descansar allí breve espacio para prepararse a lo que aún tiene que recorrer, le lleva después por empinadas y gigantescas peñas, que amontonadas las unas sobre las otras con desprecio de todas las leyes de equilibrio, recuerdan la fábula de los Titanes, al sitio denominado Peña del Moro. Aquel es, efectivamente, uno de los mejores puntos de vista desde los cuales pueden apreciarse las bellezas de la arábiga ciudad.
Hermoso es el camino que hay que recorrer hasta llegar allí; a un lado posesiones de recreo, y en ellas los árboles cargados de ramas, los albaricoqueros doblándose bajo el peso de sus frutos, las cepas en que se dibujan ya, en embrión, los pomposos racimos y los pámpanos verdes del otoño; los olivos mostrando sus blancos botones... El viento que pasa vuela cargado de aromas y perfumes que producen grata sensación en los sentidos. A la izquierda corre el río sin interrumpir un solo instante su carrera eterna, y sus ondas se renuevan sin cesar, representación del hombre que, naciendo en ignoto paraje, pasa un momento por los campos de la vida, y arrastrado por una fuerza que no es dueño de contener, corre a perderse en el abismo ilimitado, sin que un instante pueda detenerse, inmortal Ashaverus, en cuyos oídos suena constantemente la voz que le dice ¡Anda! ¡Anda! por toda la eternidad. De cuando en cuando hiende las aguas ligera barquilla, y la voz del remero da una nota más al concierto armónico de las aguas que baten las rocas que forman sus orillas o se oponen a su paso; y es, en verdad, espectáculo que impresiona, la vista de la pequeña embarcación, moviéndose en todas direcciones, y turbando con su blanca silueta la monotonía de la líquida superficie.
Envuelta en ligero manto de brumas que cuando el alba empieza a clarear sobre los montes la ciñen con amoroso abrazo, despidiéndose de su compañera de la noche hasta que el sol que va a salir, y cuyos rayos las deshacen, hunda su globo en el ocaso, la ciudad surge como mágica aparición, sentada sobre sus siete colinas, a semejanza de la antigua Roma, alzando al cielo sus cien torres, imagen del alma que, desprendiéndose poco a poco del mundo de la materia que la oprime, se eleva a las regiones del espíritu que le atraen. Bellos edificios en que los siglos han impreso su sello uno tras otro, muestras de todas las variedades de la arquitectura, recuerdos que han dejado tras sí todas las civilizaciones, torres góticas, ajimeces árabes, puentes romanos y construcciones bizantinas, todo aparece a la vez en confuso montón, que herido por la primera luz de la mañana brilla como el vestido de un payaso hecho con tela de varios colores, semejante a la paleta de un pintor, como si las edades que pasaron se mantuviesen unidas haciendo flotar al aire sus brillantes banderolas. La catedral con su esbelta cúpula y su acerada aguja, que parece traspasar las nubes y abrir en ellas un resquicio, por el cual puedan pasar sus oraciones llevadas por los ángeles hasta el trono del Señor, y descender un rayo de luz que ilumine con resplandor celeste sus altares, se presenta a la vista como un hermoso sueño del espíritu, como un aéreo palacio que obedeciendo a poderoso conjuro, ha brotado del seno de la tierra herida por el pie del hombre que dijo un día: ¡reconoce en mí a tu señor!, y ha brotado tal como la hicieron en el abismo los ángeles de la luz con sus dedos de nácar y marfil y sus herramientas de oro; San Juan de los Reyes, recordando en su esbeltez y ligereza esa gran figura de la historia de España, que se llama Isabel I, y el Alcázar, pesando sobre la tierra con su enorme masa como si fuera la imagen en piedra de Felipe II y su reinado; la almenada capilla de los Lunas, en que duerme su sueño el Condestable ejecutado en una plaza de Valladolid; San Román, desde cuya torre fue proclamado Alfonso VIII, rey de Castilla, por don Esteban Illán; y cien edificios más que conservan añejas tradiciones en las junturas de sus muros, se agrupan en torno suyo; y dando marco a este cuadro, la sirve el río de movible espejo y refleja en las ondas su hermosura. Fuera de él, San Servando con sus tambores derruidos y sus almenas desmoronadas; el palacio de Galiana, escondido bajo la sombra de los árboles; la vega con su alfombra de verdura; lejos, las colinas sembradas de olivares y viñedos; más lejos, y como envueltos en un velo trasparente, los montes con sus faldas azules y sus cimas cubiertas de nieve extendiéndose como fuerte muralla a lo largo del horizonte. Y sobre este paisaje, el cielo sin nubes, el cielo sin límites, y allá, en Oriente, el rojo globo del sol que se eleva con majestad, saludado por el canto de la alondra y el tañido de las campanas.
II
Hay sobre la ermita de la Virgen del Valle y casi en su misma dirección y en medio de las grandes rocas descritas, una que atrae particularmente la atención. Más grande que la mayor parte de cuantas la rodean, y sentada sobre una ancha planicie de granito, la mano del hombre la horadó en una gran extensión, para abrir en ella ancha sepultura que guardase los restos de uno de sus semejantes, que no quiso, sin duda, ser sepultado en la tierra, para que las pisadas de los hombres, al resonar sobre su tumba, no turbasen la calma de su sueño.
Diversas opiniones se han formado sobre el origen de esta sepultura, y no falta quien la crea depositaria de los últimos restos de un romano de las primeras edades de su dominación en España, ni tampoco quien asegure que es más antigua y vaya a buscar su primer habitante en las tribus célticas, y aun algunos se remontan más todavía y acuden, en busca de datos a las Edades prehistóricas. El pueblo, sin embargo, tiene otra idea y la llama la Peña del Moro. Muchas veces me ha sorprendido allí la noche, y he creído ver en los rayos de la luna que sobre ella caían, una sombra flotando impalpable en el espacio y extendiéndose en la abertura de la peña; pero la cuestión quedaba insoluble para mí y siempre en pie, como una esfinge, mi curiosidad. Un día, por fin, interrogué al pueblo, y el pueblo, como siempre, me contestó. He aquí la leyenda.
III
En el año 1083 de la Era cristiana reinaba en Toledo Yahia Alkadir Billah, hijo de Al-Mamun, aquel monarca a quien las crónicas cristianas pagan con el dictado de generoso la hospitalidad que concediera a Alfonso VI, cuando fugitivo del monasterio de Carrión, donde su hermano le encerrara, vino a buscar en las orillas del Tajo un asilo en que llorar amargamente la pérdida de la batalla de Golpejar. Pocos años habían pasado de esto, y el fugitivo de entonces, hecho ya rey de Castilla, de Galicia y de León por muerte de don Sancho, sitiaba ahora a Toledo, pagando con la más negra ingratitud los favores que debiera al monarca toledano, ansioso de reunir la de Toledo a la triple corona con que ceñía su cabeza.
En vano Yahia había enviado mensajeros al campo de su enemigo, llamando a su memoria el recuerdo de aquellos días en que eran amigos en la corte de su padre, y evocando la imagen de este y los beneficios que de él recibiera Alfonso para que terminase pronto una guerra tan deshonrosa para el leonés como dura para el árabe toledano; en vano —fallida la esperanza de conseguir algún resultado de este modo— había descendido hasta a ofrecerle un tributo, que tenía por oneroso; el sitiador, que veía segura su presa, no había roto los fueros de la gratitud para cejar de su ambicioso empeño aunque a ello le obligase otra cosa que los impulsos de su corazón; y, por otra parte, queriéndolo todo, rechazó la pequeña parte que le ofrecían, y rotas las tentativas de negociaciones, continuó arrasando dos veces al año las campiñas toledanas, esperando que el hambre le hiciese dueño de una plaza de la importancia que tenía Toledo, sin exponerse a las pérdidas que habría de sufrir en un ataque. Cinco años llevaba así, y ya parecía próximo a recoger el fruto de su falta de fe hacia sus antiguos bienhechores.
En tal situación, acudió Yahia a los reyes moros unidos a él por algún lazo de amistad, manifestándoles lo que le pasaba y las consecuencias que la conquista de Toledo podía tener para el poder árabe en España. Solo dos, el rey de Zaragoza y el rey de Badajoz, escucharon la súplica del toledano y comprendieron que, por interés propio, debían unirse contra el enemigo común; pero como si Allah en el libro eterno de los destinos hubiera escrito la humillación y el término de la grandeza de los Dilnûm, el rey de Zaragoza murió antes de poder llevar a cabo su generoso propósito, y el de Badajoz murió también, después de haber sido derrotado por las tropas de Alfonso, que cayeron sobre él de improviso cuando se dirigía hacia Toledo. Estas noticias acabaron de llenar de terror a los árabes toledanos.
Pero al propio tiempo, y como para que no perdieran de una vez sus ánimos, pareció el cielo enviarles un salvador desconocido. Respondiendo desde más allá del Estrecho al desesperado llamamiento de Yahia, un príncipe africano, Abul Walid, venía desde su reino para observar por sí mismo la importancia del daño y las necesidades del socorro, decidido a volver a África y pedir a sus súbditos las fuerzas que necesitase para librar de su enemigo a sus correligionarios, los moros de Toledo.
Joven, casi de la misma edad que Yahia, valiente como él, y ansioso de ganar fama de bravo, que solo se adquiere en los combates, habíase puesto en camino para la ciudad sarracena que reclamaba su socorro, apenas recibió a los mensajeros del hijo desgraciado de Al-Mamun. Los reyes moros que encontró a su paso le acogieron con cariño, los pueblos le recibían con respeto y los venerables alfaquíes bendecían su misión, y él proseguía inalterable su camino, soñando hazañas que guardasen en las crónicas su nombre y le abrieran de par en par la puerta del Paraíso por donde entran los valientes que mueren peleando por el Islam. Yahia le acogió como a su salvación, como acoge el náufrago la débil tabla que el azar pone bajo su mano, y que es para él más que la vida, porque es la esperanza, y la esperanza es más que la existencia. Aunque vestido de duelo por la desgracia que le amenazaba, el pueblo hizo fiestas en honor del africano caballero que iba, llevado solo de su valor y su bondad, a ahuyentar del horizonte aquel astro siniestro que de cuando en cuando aparecía por el camino de Madrid, cruzaba los campos precedido del incendio, y se perdía luego en lontananza, dejando el luto y la devastación como huellas sangrientas de su paso. Después de algunos días, pasados entre fiestas y torneos, en que Abul Walid sintió deslumbrados por tanto esplendor sus grandes ojos, acostumbrados a la monotonía del desierto, dispúsose a partir para su reino el africano, sabiendo ya las fuerzas que le eran precisas para salir airoso de su empeño.
Y no obstante, aunque cada vez era mayor su deseo de sustraer el reino toledano a la desgracia que sufría, siempre que el pensamiento de partir venía a su imaginación, una sombra negra, muy negra, se extendía en torno suyo, y vestía los campos y el cielo con los tintes sombríos de su tristeza.
Todos los días, cuando el sol le despertaba llamando a sus párpados con sus rayos de oro, decidía despedirse de Yahia y partir para volver cuanto antes; pero conforme el día adelantaba, sentíase poco a poco abandonado por sus fuerzas, y buscando pretextos para engañarse a sí mismo, dejaba para el día siguiente sus preparativos de marcha. Y es que Abul no era ya el libre caballero que, sin más norma que su deseo de ganar nombre y gloria, dejara el suelo africano para auxiliar a sus hermanos de España; es que ya comprendía el joven rey que había algo más que gloria y nombre en el mundo; es que había visto en la corte de Yahia a la hermana de este, Sobeyha, y había leído en sus ojos, negros como la noche, palabras divinas, escritas en un lenguaje para él desconocido, y había adivinado en sus labios de fuego, y en sus mejillas de rosa, y en su cutis de terciopelo, placeres más grandes que los que puso el profeta en el seno de las huríes. Abul no había amado jamás; no sabía siquiera lo que esta palabra significara hasta entonces, y, sin embargo, desde que llegó a Toledo y vio a Sobeyha, todo la murmuraba en sus oídos: el viento al pasar, las fuentes al correr; los pájaros en sus trinos la repetían, meciéndose en las ramas de los árboles; las flores la bañaban en su perfume, mirándose en las aguas del arroyo. Y dentro de su pecho, algo vago, algo misterioso, algo indefinible se agitaba también, pronunciando esta palabra que parecía prometerle dichas sin fin y goces infinitos, y sentía a su alrededor labios que se buscaban y miradas que se confundían. Y en estos momentos en que solo y perdido en los jardines del palacio, pronunciaba el dulce nombre de Sobeyha, y el eco al repetirle parecía modular un beso, el espacio era más azul, el ambiente más puro y la naturaleza más hermosa.
Pero era preciso partir; su honor lo prescribía, la tranquilidad misma de Sobeyha lo ordenaba, y haciendo un violento esfuerzo sobre sí, dispuso una noche alejarse al día siguiente, apenas el sol asomase su globo en las colinas. Y no queriendo partir para su tierra africana sin llevarse una esperanza que le sostuviera en las largas horas de tristeza que iba a pasar lejos de los ojos de su amada, más brillantes que el sol del mediodía, deseó tener una entrevista con la que era —desde el primer instante— dueña absoluta de sus pensamientos. Aquella misma noche participó su designio de partir a Yahia, que le abrazó con efusión, prometiendo acompañarle largo trecho, pues aún no era época de que volvieran los cristianos, y Abul, protestando cansancio, se retiró a sus habitaciones, desde las cuales descendió al jardín.
La noche era serena; las sombras se extendían por doquiera; todo callaba. Abul Walid, sumergido en sus pensamientos, hollaba indiferente la blanda alfombra de follaje, esperando que se abriera un lindo ajimez por donde entraban los perfumes del jardín en los retretes misteriosos de Sobeyha, y al cual solía esta asomarse a contemplar la marcha de la luna seguida de estrellas a través del espacio. Ya llevaba esperando mucho tiempo, cuando oyó un ruido apenas perceptible, giró sobre sus goznes una pequeña ventana ceñida por arabesco marco, y como una aparición celeste, se presentó a los ojos de Abul la elegante figura de Sobeyha, que dejó escapar un leve grito, más de sorpresa que de espanto, al ver al enamorado caballero.
—Nada temas, princesa —le dijo Abul respetuosamente—. He querido verte una vez más antes de alejarme, y satisfecho mi deseo parto resignado, ya que no puede ser contento. Con tu imagen en el alma y con tu nombre en los labios vuelvo a mi patria, y del mismo modo volveré bien pronto a libraros de vuestros mortales enemigos. Entonces, roto el sello que la consideración pone en mis labios, podré decirte cuanto hoy me callo por ese respeto. Entretanto, princesa, cuando eleves a Allah tu pensamiento en la oración, no olvides pronunciar mi nombre en ella para que el dulce rocío de su misericordia descienda sobre mi alma fatigada y me dé fuerzas para esperar.
Y sin aguardar la respuesta de Sobeyha que le escuchaba ruborosa y pensativa, se perdió entre los árboles antes que la princesa musulmana hubiera vuelto en sí de la sorpresa que la causaran las ardientes palabras de Abul.
Según al otro día contaron las mujeres del palacio, aquella noche su señora había permanecido en el ajimez más tiempo que el que tenía por costumbre, y sobre las rosas que el cincel del artista imitara en el arabesco alfeizar se notaba la huella de unas lágrimas más puras que las gotas de rocío que titilan a los rayos del sol en el capullo de las flores.
IV
Pasó el tiempo; tras el templado otoño vino el aterido invierno, tras este la riente primavera, y más tarde el caluroso y seco estío. Entretanto, dos veces más aparecieron los cristianos talando la fértil vega y desapareciendo después como el huracán que desgaja los árboles, hiere las encinas seculares, desborda los torrentes, saca los ríos de su cauce y desaparece luego en vertiginoso torbellino arrastrado por el demonio que le guía; dos veces más vieron los toledanos destruidas sus abundantes cosechas, que eran para ellos la vida que se iba poco a poco. Y sintiéndose heridos de muerte, Yahia y los suyos conocían con terror que se aproximaba el momento en que tendrían que postrarse a los pies del ingrato Alfonso implorando perdón y misericordia.
Porque con el tiempo perdían también su tranquilidad, y cada día se llevaba una ilusión más, dejando en su lugar un nuevo desengaño. Sordos a sus quejas los príncipes sarracenos, en nada pensaban menos que en darles el socorro que con tanta ansia pedían. El mismo Abul, que llegó a ser su sola esperanza, el único de quien esperaban auxilio, atendiendo a lo desinteresado de su oferta, no daba muestras de cumplir el compromiso que espontáneamente contrajera. Desde que partió para su reino nada había vuelto a saberse de él. Quien le creía muerto, como los reyes de Zaragoza y Badajoz; quien le acusaba de ingrato y tornadizo como Alfonso, el antiguo protegido de Al-Mamun; en una cosa convenían todos: en que ya no volvería; en que detenido en su país por causas ajenas o dependientes de su voluntad, por haber considerado la magnitud de la empresa que quería realizar o por haber tropezado con obstáculos superiores a sus deseos, había desistido de su generoso empeño dando al olvido sus amigos de algunos días y su palabra de un instante.
Había, sin embargo, en el alcázar una persona que no opinaba de esta suerte; que no podía acostumbrarse a la idea de que era un ser voluble o pusilánime el hombre que había hecho latir su corazón, dormido hasta que él le despertó, y esa persona era Sobeyha, la virgen mahometana que parecía un ángel del Paraíso en medio de la corte de su hermano. Poseída de admiración hacia el salvador desconocido que el profeta les deparara, y enamorada de su natural caballeresco y generoso, las simpatías que en un principio concibiera por Abul se afirmaron más y más durante los días que este pasó en Toledo; de aquí que aquella noche de verano, aromatizada y pura, en que la voz del enamorado agareno sonó en su oído como una música deliciosa, más rica en notas de armonía que los cantos del ruiseñor; aquella noche callada, en que la luna y las estrellas aparecían más brillantes, como si fueran luminarias de su amor, hubiese entregado su corazón a Abul, haciéndole dueño y señor de su destino. A la mañana siguiente, oculta tras el ajimez, le vio partir acompañado de Yahia, y volverse varias veces para dirigir una mirada llena de ternura a las habitaciones de Sobeyha; y entonces ella le miró también, y al encontrarse y chocar las dos miradas en el viento, encendido rubor invadió las mejillas de la princesa, y algo como el ruido de un beso llegó a su corazón por sus oídos.
Desde entonces, y con el ansia del que aguarda, pasaba Sobeyha los días prestando atención a cuantos rumores llegaban hasta ella, creyendo recibir a cada instante la noticia de que mensajeros de Abul anunciaban su próximo regreso. Pero pasaba el tiempo y las noticias no llegaban, y los mensajeros no venían, y engañada en sus primeras y más bellas ilusiones la joven princesa, privada de un pecho amigo en quien depositar sus penas y a quien pedir frases de esperanza con el mismo anhelo con que piden la lluvia las plantas agostadas por el sol, empezó a languidecer poco a poco, y se sintió herida de muerte. Flor delicada, nacida para los cuidados de la estufa, era imposible que pudiese arrostrar impunemente la furia del vendaval que la azotaba, En torno suyo la tristeza, la preocupación; una arruga en todas las frentes, una nube en todos los ojos, una sombra en todos los espíritus. En su alma el vacío, la necesidad de ser amada, el deseo de calma, de sosiego. Aquella niña reclamaba los goces de la dicha, y sin embargo, yacía en el pesar y el infortunio. Mientras vivió Al-Mamum, su padre, y el reino estuvo en paz, Sobeyha se sintió feliz; desde que la guerra llamaba con horrible estrépito a las doradas puertas de su alcázar, el sobresalto y la inquietud mantenían en constante tensión su alma. No la hacían falta para vivir cámaras suntuosas, lujosos camarines, brillo de las riquezas, esplendor del poder; un poco de amor, un poco de calma; aire, luz y flores: he aquí las únicas necesidades de su espíritu.
Y conforme pasaban los días y adelantaba aquella especie de sitio por hambre tan tenazmente sostenido por Alfonso, consumíase la existencia de aquella niña, que respiraba un ambiente en que no podía vivir.
Sobeyha lo sabía; sentíase desfallecer, y preveía que pronto el divino Azrael, arcángel misterioso de la muerte, tendería sobre ella sus negras alas saturadas de tristeza. Una voz interior la gritaba que Allah, misericordioso la privaría de ver la ruina de su reino, y en aquellos días tan largos y tan tristes, en que todas las tardes veía al sol ponerse como si fuera la última vez que presenciara su caída en el horizonte, solo un pensamiento conmovía la cárcel de su cerebro por tantas y tan extrañas fuerzas trabajado: la imagen de Abul. Algo la decía que no había muerto, que grandes intereses le retenían, a pesar suyo, en su país; pero algo también añadía que cuando viniera sería tarde para volverla a ella la vida y a Toledo la libertad. Y pensando en esto y consumida por una de esas enfermedades que no tienen nombre en los catálogos de la medicina, llegó un día en que Sobeyha no pudo levantarse de su lecho.
La corte entera exhaló un grito de terror. La pobre niña era muy querida y en la situación en que el reino se encontraba su muerte parecía indicar la muerte de su pueblo, a cuyos horrores quería arrebatarla la bondad infinita de Allah. Yahia, sobre todo, no pudo contenerse y lloró mucho.
Desde el principio los médicos auguraron mal de la enfermedad. ¿Que tenía Sobayha? No lo sabían; no lo sabían y se limitaban solamente a marcar los progresos del mal sobre su cuerpo delicado; sus mejillas estaban lívidas, sus ojos, hundidos, tenían extraña lucidez; su voz era cada vez más débil, su pulso cada vez más lento; podía notarse, por instantes, el alejamiento de la vida.
—¿Cuál es su enfermedad? —preguntaba Yahia, y los doctores bajaban silenciosamente la cabeza encanecida en el estudio, declarándose impotentes para definirla. Y el pueblo, que sabía esto, murmuraba: —¡Allah se la lleva, Allah nos la arrebata porque vamos a perecer, y no está airado contra ella!...
Una noche, cerca ya de la madrugada, a esa hora en que las sombras y la luz se funden en un beso a lo largo del horizonte, Sobeyha hizo venir a su esclavo Aben que la servía desde niña, y con voz débil, porque las fuerzas la abandonaban ya, le dijo:
—Voy a morir, Aben; el ángel Azrael viene a buscarme en los rayos de luz que brillan a lo lejos, y agita ya sus alas impaciente; antes tengo que hacerte un encargo que tú cumplirás, porque es un encargo mío ¿no es verdad? y es, además, un ruego de tu señora moribunda. Toledo va a caer en poder de los cristianos, y después que esto suceda Abul Walid vendrá con un ejército a salvarla, cuando ya, por desgracia, será tarde. Te mando que no sigas a mi hermano en su proscripción; que te quedes cerca, muy cerca de Toledo, y cuando sepas que Abul viene salgas a recibirle y le digas que no he dudado de él, que he muerto porque no venía; pero ¡que he muerto esperándole!...
Rayos dudosos penetraban en aquel momento por el ajimez; la aurora brillaba en el cielo y las brumas se retiraban a Occidente; ligeras nubes de color de rosa esperaban la salida del sol; los pájaros despertaban conmoviendo las hojas de los árboles; las flores entreabrían su capullo... Sobeyha volvió los ojos hacia la ventana, miró con ansia los primeros fulgores de la aurora, y reclinó la cabeza sobre su hombro de alabastro, exhalando un débil suspiro...
El sol se alzaba sobre el horizonte en toda su imponente majestad; los pájaros rompieron a cantar; las flores acabaron de abrirse; las alondras desplegaron su pluma; el muezzín llamó a los fieles a la oración de la mañana desde los altos minaretes de las mezquitas, y la atmósfera se pobló en un momento de perfumes y de armonía. El ángel Azrael pasaba en los giros del viento, llevando sobre sus alas a Sobeyha, y la naturaleza saludaba con amor al alma que ascendía hacia la luz.
Siguió el tiempo su carrera vertiginosa indiferente a las penas y alegrías de la humanidad, y amaneció uno de los días más tristes que registran las crónicas mahometanas, cuando hablan de su influencia y poderío en la Península: el 25 de mayo de 1085. Al eco belicoso de trompas y clarines, en medio de los gritos entusiastas de los cristianos que empezaban ya a tomar la revancha del Guadalete, y seguido de lejos por las sordas maldiciones de los árabes refugiados en sus mezquitas, entró en Toledo Alfonso VI, por la puerta antigua, y hoy tapiada, de Visagras, en tanto que por el puente de Alcántara se alejaba, seguido de un puñado de caballeros, Yahia, el hijo desventurado de Al-Mamum, en dirección a Valencia. Antes de perder de vista a Toledo, se volvió por última vez. Allí quedaban su padre, su hermana, sus alcázares, su poderío, su corona; sus recuerdos del pasado, sus amarguras del presente, sus sueños del porvenir. El viento llevaba hasta él los cantos de alegría de los vencedores, silbando como el silbo de la serpiente en sus oídos... Rehízose, y bien pronto él y su séquito no fueron más que un punto apenas perceptible en el horizonte.
No había pasado de esto un mes cuando llegaron a la ya cristiana Toledo noticias que infundieron viva alarma en sus moradores. Respetables fuerzas sarracenas, venidas de África, se acercaban en son de guerra a la ciudad. Ignorantes, sin duda, de lo que había sucedido, venían en apoyo de Yahia, a quien creían sosteniendo el sitio con vigor. Alfonso había partido para León, donde asuntos de importancia reclamaban su presencia, y solo habían quedado en la ciudad el arzobispo don Bernardo y la reina doña Constanza que, ante la amenaza del peligro, decidieron sostenerse mientras el rey batallador recibía aviso de lo que pasaba en Toledo.
Y no eran falsas las especies que llegaron a la corte de los cristianos, que rara vez lo son las malas nuevas. Abul volvía; Abul, que cuando regresó a su reino lo halló trastornado por la rapacidad de los jeques a quienes lo dejara encomendado, y que había tenido que luchar con su mismo pueblo para volverle a la razón, de la que un día se apartara; Abul que, convaleciente de una larga enfermedad, tornaba, no curado completamente todavía, a dar a Yahia los auxilios que le ofreciera y recibir, —en pago a su adhesión—, una mirada de Sobeyha.
Porque la imagen de su amada no se había apartado un solo instante de su corazón. En ella había hallado fuerzas para vencer los obstáculos que se le opusieron; ella le había servido de sostén en sus largos días de lucha y de esperanza, en sus tremendas horas de desesperación y de agonía. ¿Cómo le recibiría después de tanto esperarle? ¿Qué habrían pensado de él sus nuevos amigos, de él que les prometió volver tan pronto, cuando pasaran los días, y pasaran las noches, y unos y otras tornasen a pasar sin noticias de Abul? Sin duda que terribles sospechas habían cruzado por el espíritu de todos ellos, pero Sobeyha las habría rechazado de sí como hacen las almas fuertes. Era imposible, si le amaba, que esa secreta voz que habla a los amantes no hubiese repetido junto a ella las quejas que desde el lecho del dolor exhalaba el pobre rey africano, más enfermo del alma que del cuerpo, al ver que el tiempo trascurría sin que el destino le dejase obrar libremente. Era imposible que hubiese dudado.
Pero si no había sido así; si la duda había traspasado el pecho amante de Sobeyha, ¿qué importaba? Nunca brilla el sol más puro que después de las sombras de la noche; nunca está la atmósfera más limpia que después de la tempestad; nunca se juzga el alma más dichosa que después de haberse creído desgraciada. Triste, muy triste es ver los campos yermos cubiertos de nieve, los árboles despojados de sus hojas, el tallo de las flores seco como un espino, pero esto hace más hermosa la gala de la primavera, y se halla mayor placer al convencerse de que bajo aquella nieve germinan ya los frutos del estío, que en las ramas escuetas apuntan nuevas hojas, y que en el tallo de las plantas se dibujan ya los botones de nuevas flores.
Por eso ansiaba llegar; para sincerarse con Yahia, con Sobeyha; para recobrar su nombre de amante, su nombre de caballero, luchar con los cristianos, asegurar sobre su vacilante trono al príncipe Dilnûm, y en prueba de eterna amistad, llevarse allende el Estrecho a la elegida de su corazón. Por eso daba prisa a sus tropas, que entusiasmadas le seguían, ponderándolas por el camino lo grande de la empresa y lo inmenso del botín.
Cerca estaba ya de Toledo, y extrañado de que Yahia no tuviera ya noticias de su aproximación sentía la nube del presentimiento extenderse sobre su espíritu, cuando llegó a su campo un negro a quien durante su estancia en Toledo conoció como esclavo de su amada. Aben venía triste, muy triste, trayendo en su semblante las huellas de un dolor profundo. Sin separarse de las cercanías de la ciudad, cual le encargara su señora, había esperado el regreso de Abul Walid, y apenas supo que se acercaba le salió al encuentro. Abul se dirigió hacia él, y con voz trémula le dijo:
—Pareces mensajero de desdichas, Aben. ¿Qué me dice tu aspecto abatido? Habla.
—Señor, los ángeles de la desgracia se ciernen sobre estos lugares; aléjate de aquí para que no te alcancen sus saetas. Toledo se ha rendido a los cristianos y el rey Yahia camina hacia Valencia. Los que dejaste dueños de Toledo están sometidos a sus antiguos esclavos...
—Sobeyha...
—Sobeyha ha muerto antes de la rendición, ¡bendito sea Allah que la evitó males sin cuento! Antes de morir me llamó para decirme: ¡Abul vendrá; dile que he muerto porque no venía, pero que he muerto esperándole!...
Calló Aben, y Abul —mudo como todos los grandes dolores— dejó caer la cabeza sobre el pecho. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas, tostadas por el sol del desierto, y durante breve espacio no se oyeron en la tienda más que sollozos comprimidos. Aben le miraba compasivamente. De repente, levantó la cabeza el africano y le dijo:
—Venía a libertar vuestra ciudad y cumpliré mi promesa; mi compromiso existe todavía y Sobeyha apartaría de mí su memoria si fuese capaz de retroceder sin arrancar a los cristianos los lugares que tanto amó, el alcázar que recibió su primera sonrisa y el sepulcro en que duerme su último sueño. Quédate entre mi gente, Aben.
—No, rey; puedo habitar en la ciudad, y cumplida mi misión, vuelvo a morir en el lugar en que descansa mi señora. Adiós.
Y se alejó sin que nadie tratara de impedírselo. Cuando se vio solo Abul dio orden a los suyos de apresurar la marcha, y pocas horas después llegaban a vista de Toledo, ocupando las alturas en que hoy está situada la Virgen del Valle, exhalando gritos de admiración ante la magnificencia de la ciudad. Entonces su rey subió a una de las más altas peñas que dominaba el paisaje, y dirigiéndose a sus gentes gritó con voz tonante:
—¡Llegamos tarde; la ciudad se ha rendido, pero hay en ella una población numerosa y valiente que secundará nuestros esfuerzos. Lucharemos por arrebatársela al cristiano y volverla a los que eran sus señores. Si hay alguno entre vosotros que no quiera seguirme, le dejo en libertad de abandonarme. Yo, por mí, juro por el profeta santo no moverme de aquí hasta tanto que caiga Toledo en mi poder!
Roncos gritos respondieron a su arenga, y en el mismo instante extendiose por las colinas próximas el ejército africano preparándose a un largo sitio.
Desde aquel día veíase una figura en pie constantemente sobre la pelada roca que hoy domina la Virgen del Valle. Vestida con el airoso traje sarraceno que el viento hinchaba formando una nube que a veces le ocultaba por completo, no apartaba nunca la vista de la ciudad que amenazaba con sus tropas. Sus ojos brillaban como dos diamantes en medio de las sombras de la noche e infundían pavor a los cristianos de Toledo que no se atrevían a salir fuera de los muros por miedo a los sitiadores que, por su parte, esperaban ocasión propicia para pasar el Tajo y caer sobre sus enemigos ayudados por los moros de la ciudad, con los cuales se habían puesto en inteligencia. Y era verdaderamente extraño ver a aquel hombre —a quien daba proporciones gigantescas la preocupación de los toledanos— de pie en la alta roca como si fuera el genio misterioso de aquellos lugares que venía a llorar la derrota de los árabes, ante la ciudad vencida. En apoyo de esta opinión, decíase generalmente que muchas veces, sobre todo por la noche, cuando las sombras reinaban en el campo infiel y se extendían sobre la ciudad iluminada fantásticamente por los rayos de plata de la luna, la figura enhiesta en la montaña doblaba la cabeza sobre el pecho y lloraba silenciosamente.
Aquel hombre era Abul que, consecuente con su promesa, se mantenía enfrente de Toledo ansioso de que llegase el momento de atacarla, y que sin moverse de aquel sitio, desde el cual dominaba la ciudad, podía abarcar con una sola mirada los lugares en que había vivido Sobeyha.
Ya estaba adelantado el sitio; ya los cristianos comenzaban a echar de menos a don Alfonso y a reprocharle, aunque en silencio, su tardanza, ignorando que los mensajeros que le enviaran habían caído en poder de los infieles, cuando una noche el Cid Rodrigo de Vivar, a quien el rey dejara de guarnición en el Alcázar con un presidio de mil hidalgos, se propuso sorprender al enemigo. Pasó el Tajo a favor de la oscuridad logrando llegar al campo de Abul y sembrar el desorden en él, retirándose enseguida, con lo cual consiguió que los sitiadores peleasen unos contra otros, hasta que los primeros rayos del alba los hicieron reconocer su error. Trataron entonces de rehacerse; pero observaron con espanto que su rey no estaba entre ellos. Empezaron a buscarle, y le hallaron muerto y en actitud de defenderse, apoyado en la misma roca que constantemente ocupaba, con la cara vuelta hacia Toledo, a la que aún parecía mirar con sus ojos vidriados por la muerte. Una saeta, atravesándole el pecho, le había partido el corazón.
Reuniéronse los principales caudillos del ejército, y en vista de las pérdidas sufridas y de la muerte de su rey, y temiendo el regreso de Alfonso VI, decidieron emprender la retirada y repasar el Estrecho. Pero antes, fieles al juramento que Abul había hecho ante ellos de no moverse de aquel sitio hasta haberse apoderado de Toledo, hicieron abrir una sepultura en la roca que tanto amaba y allí depositaron su cuerpo, grabando sobre la peña, que a manera de losa pusieron encima, el nombre de Abul Walid y un elogio de sus virtudes.
La losa ha desaparecido en el trascurso de los tiempos; el viento ha esparcido por el aire las cenizas de Abul Walid. Ya solo quedan de él su sepultura en la Virgen del Valle, su nombre en las crónicas toledanas y su memoria en las viejas tradiciones del pueblo.
V
La leyenda no acaba aquí, sin embargo. Hay al pie de lo que el vulgo llama la Peña del Moro varios peñascos, puestos unos sobre otros, de tal manera, que vistos desde lejos, figuran la cabeza de un hombre ceñida por un turbante. En opinión de los toledanos, aquella es la imagen de Abul Walid.
He aquí lo que cuentan.
Después de la partida del ejército, el alma de Abul salía todas las noches de la sepultura y se sentaba al pie de ella, para no dejar de contemplar la ciudad de su amada. Cuando el alba brillaba volvía a su tumba, y no se dejaba ver de nadie. Una noche, próxima ya la hora de amanecer, postrose de hinojos pidiendo a Dios que le diese permiso para no retirarse de allí durante el día; y Dios, al verle tan desgraciado, se lo otorgó, cambiándole en piedra. Allí está, desde entonces, desafiando el furor del viento y el empuje de los siglos. Cuando truena la tempestad en la montaña, los relámpagos que flamean parecen chispas que brotan de sus ojos, y el son del trueno el eco de su voz que deplora la muerte de Sobeyha.
Volver a Tradiciones de Toledo.