Del libro Tradiciones de Toledo, escrito por Eugenio de Olavarría y Huarte.
Pocos reinados registra la historia patria más azarosos en sus principios que el de don Fernando III de Castilla, a quien más tarde su excesiva piedad, sus brillantes luchas con los enemigos de la cruz, y su celo, algunas veces más que exagerado, en perseguir las herejías, conquistaron el título de santo que el pueblo unánime le dio a poco de su muerte, y que la Iglesia confirmó en el año 1671, siendo papa Clemente X.
Vivía don Fernando al lado de su padre don Alfonso IX de León en la capital de aquel reino, mientras su madre regentaba el de Castilla durante la minoría de su hermano don Enrique I, separada de su esposo por decisión del papa Inocencio III, que había encontrado graves impedimentos a su matrimonio a los seis años de realizado, y de su hijo por voluntad de don Alfonso, que con esto creía tener en su poder a doña Berenguela, y esperaba por tal medio llegar a reunir así las dos más fuertes coronas de su tiempo, cuando una desgracia natural y en la que no tuvo parte alguna la voluntad del hombre, vino a dejar sin rey a Castilla: «Trevellaba el rey don Enrique con sus mozos é firíolo uno con una piedra en la cabeza, non por su grado, é murió ende VI días de junio, en el día de martes», que dicen viejas crónicas de aquel tiempo con su acostumbrado laconismo. Pasó la corona, como era justo, a doña Berenguela, que madre antes que todo, ideó desde el primer momento ceñirla a la cabeza de su hijo, y temiendo que la ambición de Alfonso IX pusiera obstáculos a tan noble deseo, mandó venir a don Fernando a Castilla achacando deseos de verle, y ya en ella, le hizo solemne cesión de sus derechos, cumpliéndose así la profecía, que según la leyenda popular había hecho un ángel a Alfonso VIII como castigo de sus liviandades con la hermosa judía de Toledo.
Grandes eran los obstáculos que el joven rey tenía que vencer para llegar a verse pacífico poseedor de la herencia de su abuelo, el gran rey de las Navas de Tolosa. Por un lado, Alfonso IX de León, su padre, furioso por el engaño de que había sido víctima, amenazaba entrar a sangre y fuego por el reino de su hijo; por otro, los Laras, que fueron los verdaderos señores del reino durante la minoría de Enrique I, deseaban y pedían con las armas en la mano la tutela del nuevo rey, que ya tenía diecinueve abriles. Movíanse los partidarios de ambos, ganando voluntades los unos, amenazando los otros con la próxima entrada del leonés en Castilla —que siempre ha habido partidos en España que en momentos difíciles han sacrificado el patriotismo al triunfo de sus ideas ambiciosas—, y no faltaba quien se aprovechase de estas turbulencias para esquilmar a los pueblos y a los individuos con exacciones y abusos, amparándose de todas las banderas y sin servir con lealtad a ninguna.
A todos, no obstante, hizo frente don Fernando, ayudado en el Consejo por doña Berenguela, su madre, discreta señora a quien ningún cronista ni historiador escasean elogios. Hizo paz con su padre entregándole una suma de maravedís, mezquina como los pensamientos del monarca de León y los móviles que le impulsaban hasta el parricidio; venció a los Laras en varias luchas parciales, y ya sosegados un poco los ánimos, se dedicó a restablecer por completo la tranquilidad de que tanta falta tenía, para dedicarse en cuerpo y alma a la Reconquista. Y para conseguir este fin no fue, en verdad, muy parco en crueldades; impuso a los culpables suplicios horribles, y a unos hacía sacar los ojos o cortarles las manos o los pies; a otros ahorcaba o quemaba; a otros, en fin, cocía vivos en unas inmensas calderas que le acompañaban a todas partes.
En una de las excursiones que hizo a Toledo, ciudad siempre revoltosa y nunca bien avenida con sus señores, fueron tantas las justicias que llevó a cabo, que los Anales Toledanos segundos, preciosos documentos antiquísimos que arrojan gran luz sobre muchos acontecimientos de nuestra historia, guardaron profundamente su recuerdo en estas lacónicas frases: «Era MCCLXI (año 1223) vino el rey don Ferrando a Toledo e enforcó muchos omes e coció muchos en calderas».
A esta venida a Toledo del rey don Fernando se refiere la siguiente tradición, tenida por cierta por todos los historiadores toledanos.
I
Gobernaba Toledo a la sazón un antiguo partidario de los vencidos regentes, hombre adusto, de rostro repulsivo y mirada insolente que chispeaba con extraño fuego al posarse en el rostro de las mujeres que pasaban a su lado. De agrio carácter, despótico por temperamento, y alcaide de la ciudad de los godos por obra y gracia de los Laras, que apreciaban en lo que valían sus facultades para el dominio y la tiranía, y el rigor con que siempre oprimía a los pueblos —rebaño, en su concepto, despreciable, digno tan solo de ser regido por el látigo y el capricho de sus gobernantes—, muchos años hacía que su gobierno pesaba como un castigo del cielo sobre los pobres toledanos, que más de una vez habían querido hacer pedazos el yugo de acero con que oprimía su garganta, sin que nunca pudieran dar fin a su empeño, porque llegado el momento de alzar la bandera de rebelión, siempre había uno menos ofendido o más pusilánime que temblaba ante las duras consecuencias de una derrota.
Cuando el poder de los Laras se deshizo ante la férrea voluntad de don Fernando, como la niebla se deshace por las cumbres de las montañas al ser herida por la luz del sol, todo el mundo creyó en Toledo que el eco de sus ayes llegaría hasta el trono, logrando encontrar simpática acogida en los oídos del rey, cuyas justicias empezaban ya a poner en cuidado a todos los culpables y a admirar a la sociedad castellana.
Ante la rectitud de carácter de don Fernando cedían todos los abusos, desaparecían todas las injusticias, y no había influencias bastante fuertes a interrumpir el curso de la justicia. Cuanto más alta estaba la cabeza desafiando la cólera real, más pronto y con más fuerza la hería el rayo de su poder. Pero esta vez, tan bien tomadas tenía sus medidas don Fernando Gonzalo —que este era el nombre del alcaide—, que todas las quejas se estrellaron ante los muros del palacio cuyos umbrales no pudieron traspasar. De gran alcance práctico, y experto en las luchas de la política, había comprendido desde el primer momento que Castilla, cansada de los Laras, acogería con gusto y con entusiasmo la idea de tener un rey suyo, un rey propio, que gobernase por sí mismo y no por delegación y así que supo la renuncia de doña Berenguela, envió su adhesión al nuevo monarca, olvidando a sus antiguos protectores, precisamente entonces, que hubiera podido, con su lealtad y siguiéndoles en la desgracia, pagarles su primer encumbramiento. Pero Gonzalo no entendía así las cosas del mundo; la amistad, el reconocimiento y el deber, eran para él vanas frases que el viento arrastraba en sus confusos remolinos, y la propia conservación, su conveniencia, los únicos dioses a quienes rendía culto en el altar del egoísmo. Preocupado don Fernando con los graves cuidados que le daba la pacificación del reino y sus luchas exteriores e intestinas, no pudo dedicarse en un principio a oír las quejas de sus pueblos. Agradecido, como bueno, a los que abrazaban su bandera en los críticos momentos de su elevación al trono, había acogido con verdadera alegría y guardaba en su corazón cierto reconocimiento a aquel noble magnate, que llegado el instante de la prueba no vaciló un momento en ir allí donde le llamaba su obligación de caballero y su deber de castellano, obediente sumiso a las leyes de Castilla y a los fueros de su corona. He aquí por qué los toledanos esperaban inútilmente una destitución que no venía, que no podía venir mientras el rey no despertase de su letargo y comprendiese la sinrazón de la conducta de su alcaide.
Muchos vicios corroían el corazón de este; puede decirse que todos los que el infierno vomitó sobre la tierra en un día de desesperación anidaban en aquella alma corrompida a la vez por todas las impurezas. Abrumaba al pueblo con continuas vejaciones, multiplicaba los impuestos, vendía hasta el último pedazo de tierra de sus colonos para el pago de sus tributos, y no había desgracia que arrancase una mirada de piedad a sus ojos, ni un impulso compasivo a su corazón. Parecía como si fuese un monstruo abortado por el abismo, un hijo de otra raza, de otro pueblo, nacido para oprimir a la raza de los hombres. Su nombre se citaba con espanto en las conversaciones del hogar, y las doncellas le miraban como ancha nube mensajera de desgracias, extendiéndose de pronto por el cielo de su felicidad; los niños que desde pequeños oían las maldiciones que este nombre levantaba, juzgábanlo negra encarnación de los malvados y gigantes que con sus muecas espantosas turbaban la dulce calma de sus ensueños infantiles.
Pero había un vicio que dominaba a todos los demás en el corazón del alcaide, imponiéndose a su inteligencia y a su voluntad; soez y libertino, con bastante poder para satisfacer el menor de sus caprichos, sus triunfos en amor, triunfos fáciles, conseguidos por el pavor o por la fuerza, eran numerosos, y cada uno de ellos se señalaba con un reguero de lágrimas, y muchas veces con un reguero de sangre, en la historia de su vida. Ninguna consideración le detenía; cuando le interesaba una mujer hermosa, se interceptaba en su camino como el fantasma de la fatalidad.
Y en vano hubiera querido la infeliz que tenía la poca fortuna de despertar la atención de aquel hombre librarse de la seducción que la amenazaba. Nacida para ser inmolada en el ara lasciva de los deseos de Gonzalo, de poco la podía valer su negativa. La presencia de un padre, de un esposo, de un hermano, complicaban la situación, y solo servían para avivar los feroces instintos de aquella fiera que vertiendo sangre de sus semejantes parecía encontrarse en su elemento.
Muchas eran ya las víctimas; muchos eran ya los crímenes; si la conciencia de Gonzalo no hubiera estado siempre dormida a las excitaciones del deber y a la voz del remordimiento, más de una vez habría despertado en medio de las convulsiones del terror. Pero para Gonzalo no existía. Los goces de la materia eran su único culto. Sin embargo, las quejas, las maldiciones, los ayes de los pueblos oprimidos se condensan como una nube sobre la cabeza de los tiranos, y más de una vez sale de esa nube el rayo que hiere los poderes más altos de la tierra.
II
Era una noche pura y tranquila; una de esas noches de verano, tachonada de estrellas que brillan como granos menudos de polvo de oro en medio de las sombras que pueblan la inmensidad. En el fondo de una estancia elegantemente alhajada al gusto de la época, una mujer joven y hermosa como el deseo, reclinada en un lujoso diván, hundía en sus pequeñas manos de marfil su linda cabeza rubia, ocultando su frente cubierta de arrugas, fiel reflejo de las ideas encontradas que reñían lucha tenaz en su cerebro. En frente de ella, silencioso también y meditabundo, con el hastío pintado en el ceñudo rostro y la mirada fija en un extremo del salón en que la luz de la luna, en guerra con la oscuridad, fingía extrañas figuras, disipadas apenas nacidas, don Fernando, el tan temido alcaide de Toledo, entregábase a extraños pensamientos sin orden y sin ilación ninguna.
Reinaba en la estancia un silencio profundo, tan solo interrumpido por los suspiros que de cuando en cuando dejaba escapar el pecho acongojado de la dama, suspiros débiles como la respiración de un niño dormido en el regazo de su madre; como deben exhalarlos los ángeles si alguna vez va una idea de la tierra a sorprenderlos en medio de las glorias sin fin del Paraíso. Cuando la joven suspiraba, encogíase de hombros don Fernando, haciendo un gesto de desdén que no era apercibido por la dama, entregada a sus meditaciones. Después, todo volvía a quedar en silencio, y aquellos dos seres, sentados uno en frente de otro, no se atrevían a interrumpirlo con una frase cariñosa.
Y sin embargo, la noche convidaba a amar. Por la ventana abierta sobre el jardín, entraban en confuso remolino las quejas del ruiseñor, los perfumes de las flores y el son cansado del arroyo que modulaba extrañas melodías al deslizarse junto a ellos. Todo dormía en la enramada que poblaba de sombras el jardín; las aves ocultas en el casto misterio de sus nidos de pajas, yerbas y hojas artísticamente entretejidas; las rosas que enlazaban su tallo, confundiendo en un beso sus capullos; el aura misma que apenas columpiaba las hojas que los árboles la oponían. La luna iluminaba el paisaje elevándose lentamente por cima del horizonte como un inmenso copo de nieve, y rielando con vivo fulgor sobre las ondas del Tajo, fingiendo alcázares de plata y pedrerías en su cristalino fondo, ceñida por las estrellas que semejaban larga cadena de diamantes sembrados a granel en el vacío.
—¿En qué piensas? —dijo por fin Gonzalo, rompiendo el profundo silencio que reinaba en el salón.
—No lo sé —le respondió la joven, después de una breve pausa—; extrañas ideas cruzan mi cerebro y en vano quiero desecharlas; se alejan un instante y vuelven otra vez con más empeño. Sobre todo, la imagen de mi padre está siempre delante de mí. Veo constantemente brillar sus ojos en la sombra, que ora me miran compasivos, ora me rechazan amenazadores. Muchas veces, a mis solas y en este mismo sitio, paso las horas indiferente a cuanto me rodea; durante este tiempo, no pienso, no rozo, creo que no vivo... Pues bien… cuando vuelvo en mí de este letargo tan profundo, siento mi rostro humedecido por lagrimas que yo no he llorado... y que sin duda vierte mi madre desde el cielo sobre mi frente mancillada.
—Visiones, hijas de tu imaginación sobreexcitada...
—Que me hacen padecer mucho, y cuando se presentan, conmueven hasta las fibras más hondas de mi corazón. Visiones son, sin duda, pero visiones con que me abruma el remordimiento.
—¡Bah!
—No te rías, Gonzalo; yo te he dado mi alma; por ti he puesto en olvido los santos recuerdos de mi infancia, embalsamada con los suaves perfumes de la pureza. Yo era inocente, sencilla, cuando te conocí, y oraba a Dios alzando hasta ese cielo, en donde vive, mi vista radiante de amor y reconocimiento; pero desde entonces, mis oraciones son muy cortas; y cuando acudo a Él, nunca levanto la cabeza, por miedo a que mi frente esté marcada por la culpa con caracteres indelebles. Antes, al acordarme de mis padres, sentía un gran dolor; hoy es más grande, mucho más grande mi vergüenza.
—No prosigas, Aldonza, te lo ruego.
—¿Te cansa oírme?... Lo sé; en otro tiempo, cuando al pie de mi reja permanecías toda la noche, y te retirabas gustoso si al cabo de tantas horas de esperar conseguías una sola palabra en premio a lo que yo creía amor, hubieras dado mucho, mucho, por oír mi voz que tanto y tanto te molesta.
—¿Pero qué es lo que te pasa esta noche, que das tono tan lúgubre a todo lo que dices, y no tienes más que reproches para mí?
—Es que te encuentro muy cambiado, es que todo cuanto antes oía decir de ti, y solo me arrancaba una sonrisa de incredulidad, se me aparece ahora de otro modo, y creo apercibir por donde quiera espectros vengadores que te acusan. Es que antes creía en el amor que me mentías y me entregaba a él con efusión, mientras ahora la duda destroza mi alma y no puedo arrancarla de allí...
Gonzalo se levantó entonces bruscamente.
—No te vayas —prosiguió Aldonza llorando al ver el movimiento de su amante—. No te vayas, por favor; tengo miedo cuando estoy sola; miedo a mis recuerdos, miedo a la voz de mi conciencia. No sé lo que digo. ¡Soy tan desgraciada!...—Gonzalo, reprimiendo su impaciencia, volvió a sentarse. Hubo una breve pausa, interrumpida por los sollozos de la hermosa joven que arrancaban relámpagos de furor a los negros ojos del alcaide, que a duras penas contenía su furor. La luna se había ocultado tras una ligera nube, y la estancia estaba solo iluminada por el reflejo de una lámpara que ardía en un cuarto inmediato delante de una imagen de la Virgen. De pronto secó sus ojos Aldonza, y acercándose a su amante y apoyando su hermosa cabeza rubia en el pecho de aquel malvado, le dijo con voz dulcísima, velada todavía por el llanto:
—¡Soy muy desgraciada, sí; muy desgraciada, y sin embargo, si tú quisieras sería tan feliz! Tú podías, con una sola palabra, realizar todos los sueños de mi alma; rehabilitarme a los ojos de los demás, ante los cuales me has perdido, y rehabilitarme a los míos también. Mi cuna es noble, tanto como la tuya; bien lo sabes. Soy rica, demasiado quizá; todos me llaman hermosa, tú también me lo has llamado muchas veces, ¡ojalá no te lo hubiera parecido nunca! Te amo hasta el extremo de haberte sacrificado mi honor, la prenda más sagrada de mi alma. Pues bien, todo te lo doy con mi mano, unámonos ante los hombres como estamos unidos ante Dios. Cúmpleme la palabra que me diste al pie de esa misma imagen, en la cual se clavaron por última vez las miradas de mi madre, veladas por el velo de la muerte... ¿Nada me dices?— prosiguió al notar el silencio de Gonzalo.
—No puedo responderte. Varias veces te he dicho ya que hay causas que impiden que este matrimonio se realice.
—¿Pero cuáles son esas causas?
—El reino no está seguro todavía... Aún no ha venido el rey a Toledo, y yo no sé si mi conducta le agradará. Puede destituirme, y yo no quiero unirte a mi desgracia.
—¡Evasivas, siempre evasivas! Nada de esto me decías aquella noche... ¿te acuerdas?... Brillaba la luna como ahora; como ahora el viento traía hasta nosotros el canto del ruiseñor, y las flores unían en la sombra su broche medio cerrado. Tú estabas a mi lado enloqueciéndome con el fuego de tus palabras, de pronto te levantaste, arrastrándome contigo, y en ese reclinatorio, ante esa imagen de la Virgen, juraste ser mi esposo ¿No te acuerdas?
—Te he dicho mi última palabra en el asunto, —dijo Gonzalo levantándose de nuevo—. Es ya muy tarde, y me retiro. Estas escenas rinden las fuerzas de mi espíritu. Confía en mí, y nada me digas. Yo sé lo que he de hacer. Adiós —añadió poniendo un beso en la frente de la joven, que parecía haber agotado ya sus fuerzas—, estos días no podré verte porque mañana viene el rey.
—¡El rey! ¡Viene el rey!—preguntó Aldonza sorprendida.
—No sé cuánto tiempo estará aquí, pero durante todo él no podré abandonarlo. Hasta que se vaya, pues. Confía en mí.
Y estrechando la mano de su amante, salió del cuarto Gonzalo, maldiciendo entre dientes a la mujer que de tal modo le importunaba con sus quejas.
Cuando se vio sola Aldonza, se irguió serena al parecer y con voz dura y acento contenido.
— Se marcha —exclamó—; se marcha sin oírme, pero al marcharse me ha indicado el camino que debo seguir. El rey viene mañana... pues bien; a él acudiré en busca del honor de mis mayores.
Y reclinándose en su asiento dejó vagar su mirada incierta por el ámbito oscuro del salón.
III
Cuando Gonzalo salió de la casa llamó con voz fuerte:
—¡Ginés!
—Aquí estoy, señor —le respondió un hombre que parecía haber brotado de entre las piedras de la calle al llamamiento del alcaide.
—Mucho te he hecho esperar, buen Ginés, pero, ¡qué quieres! la conferencia ha sido muy larga, y aunque de buena gana la hubiera yo abreviado, no he podido hasta ahora desprenderme de ella.
—Sois injusto, señor, con esa pobre mujer que tanto os ama.
—Pero me aburre ya su amor. La escena de esta noche, como la de ayer, como la de mañana, me cansa... Quejas, reconvenciones, nada más. Hoy parece que ha quedado poco satisfecha de mi visita.
—Señor, si los años que llevo en vuestro servicio y la larga experiencia a fuerza de años conquistada, me autorizasen para daros un consejo, os encargaría que no irritaseis el amor propio de doña Aldonza. La mujer es impresionable, y pasa fácilmente del cariño al odio, y, creedme, el odio de una mujer jamás se desafía impunemente.
Gonzalo no oía estas palabras del viejo servidor. Caminaba preocupado, y de cuando en cuando Ginés le oía murmurar:
—¡Que importuna! No conoce lo que me molestan sus recriminaciones. Después de todo, ¿quién sino ella es la verdadera culpable? ¿Quién más que ella debía respetos a su nombre? ¿Por qué se rindió tan fácilmente a mis halagos? ¿Por qué no desplegó entonces la fortaleza de que hace gala ahora, procurando vencer mi resistencia? ¡Casarme yo! ¡Casado el temible alcaide de Toledo, y preso en sus mismos lazos!... ¡Tendría gracia!...
Y el eco de una carcajada se perdió en el vacío.
—Mañana viene el rey —proseguía—: ¿Qué me traerá su llegada? ¿Crecerá o menguará mi influencia?... Nada me preocupa por parte de los toledanos que me odian, pero me temen. Además soy suficientemente poderoso para que el mismo rey, no muy seguro aún sobre su trono, se atreva a hacerme blanco de su enojo. Por este lado estoy seguro y no hay en el cielo de mi tranquilidad nube alguna que me pueda causar recelos.
Llegaron en esto al Zoco, alumbrado débilmente por el pálido fulgor de las velas que ardían ante el Cristo de la Sangre, y al cruzar la desierta plaza, se inclinaron los dos en silencio, santiguándose respetuosamente y manteniendo la cabeza descubierta. Ya iban a empezar a subir la cuesta del Alcázar, entonces fortaleza que albergaba la pequeña guarnición que tenía Toledo para su custodia, cuando una mujer salió de entre los arcos de la plaza, precipitándose al encuentro de Gonzalo.
—¿Quién va? —dijo este retrocediendo un paso, y llevando la mano al reluciente puño de su acero, mientras Ginés se ponía al lado de su amo.
—Soy yo, señor; no temáis; —respondió con voz acongojada la mujer, cuyo acento triste y abatido revelaba un intenso dolor.
—¡Blanca!
—Blanca, sí; la pobre Blanca que hace muchas horas reza a los pies del Santo Cristo de la Sangre, rogándole que vinierais pronto de casa de esa otra mujer, que absorbe todo vuestro tiempo.
—¿Qué haces aquí?
—¡Esperaros, esperaros y llorar!
—Pero a estas horas sola y abandonada... ¿Qué te ha impulsado a venir a buscarme?
— Es, señor, que algún mal intencionado ha enterado a mi padre de mi deshonra, y hoy, al volver de su trabajo, ya entrada la noche, llegó muy furioso a casa; me interrogó con voz dura y aspecto terrible, tan terrible que yo, que nunca he mentido, me arrojé a sus plantas pidiéndole perdón y confesándole mi culpa...
—¿Qué has hecho, Blanca?
—Eso mismo me dijo mi padre: ¿Qué has hecho? Y luego, cogiendo un hacha, la levantó sobre mi cabeza. Entonces tuve miedo, y echando a correr, salí de mi casa sin saber a dónde me dirigía, creyendo oír detrás de mí la carrera precipitada de mi padre. Así he andado casi toda la ciudad, ocultándome para no caer en manos de la ronda que me hubiera detenido, añadiendo más vergüenza a la que ya sentía. Fui al alcázar y me dijeron que no estabais, que habíais salido y que tal vez tardaríais mucho. Esto me decidió a venir aquí a esperaros ante el altar del Redentor. Durante estas largas horas, he llorado mucho, he rezado mucho, y Dios, sin duda, me ha escuchado, porque me encuentro más tranquila. Por fin habéis venido y ya no tengo miedo.
—¿Y qué quieres que yo haga para remediar tus debilidades? ¿Crees que puedo comprometerme llevándote al castillo con escándalo de todo el mundo?
—¿Cómo, señor, vos me rechazáis también?
—¿Pero quién te ha mandado a ti hacer a tu padre esa confesión inútil, que a nada conduce? Ya lo has hecho, y no tiene enmienda; ¿pero qué quieres que haga yo ahora?
— Hace un mes, señor, yo no os pregunté lo que iba a ser de mí; yo no os pregunté si me comprometía dándoos mi amor. ¿Por qué, si no me amabais, me engañasteis?
—Es tarde, y mi guardia estará quizá con cuidado no viéndome volver. Nada puedo hacer por ti, pero te daré un consejo. Aunque esté ofendido contigo, tu padre, al fin, es tu padre, y no podrá resistir tus lágrimas. Vuelve a tu casa y olvida, como un sueño, cuanto ha mediado entre nosotros.
Y desprendiéndose de las manos de Blanca, asida a su traje, hizo un violento esfuerzo y empezó a subir la cuesta del Alcázar, seguido de Ginés que presenció impasible esta escena, mientras Blanca, incapaz de pronunciar una sola palabra, de exhalar un solo quejido, caía exánime sobre las duras losas de la plaza.
—¡Noche completa! —decía el alcaide cuando le fue franqueada la férrea puerta del Alcázar y subía a sus habitaciones—. Parece que el infierno está airado contra mí, y se ha propuesto atropellar obstáculos en mi camino.
Entretanto, un bulto, desprendiéndose de entre los arcos de la plaza, sobre los cuales se levanta el oratorio de la imagen, se inclinaba sobre el cuerpo desmayado de Blanca, y tomándola en brazos murmuraba:
—Tú no eres culpable, hija mía; tu misma inocencia te ha perdido, y yo no puedo castigarte por una falta que no es tuya. Pero Dios es muy bueno y el rey muy amante de la justicia, y a los dos encomendaremos el fallo de nuestra causa.
Y levantando a Blanca se alejó con ella en dirección a la plaza del Carmen, perdiéndose en los revueltos callejones que rodeaban el convento de Santa Fe.
La noche seguía serena y tranquila. El viento callaba, y solo de cuando en cuando interrumpía el silencio la voz de alerta que daban los centinelas del Alcázar, y era repetida a lo lejos por los guardias del castillo de San Servando.
IV
Pocos días después, en una hermosa mañana de mayo, agolpábase la gente en la antigua plaza del Zoco, y aunque eran grandes los apretones y muchos los ofendidos que de buena gana hubieran respondido con palabras y aún con hechos a los atropellos de que eran víctimas, ninguno, sin embargo, se atrevía a exhalar un grito de dolor o de rabia, y todos sufrían pacientemente la tortura de ser prensados.
Y no era extraño que reinase aquel silencio. En un lado de la plaza, y bajo el arco de la Sangre, el rey don Fernando, rodeado de sus nobles, oía las quejas que hasta él elevaban sus vasallos, y atendía, cuando era justo, a su remedio, y, aunque mozo, no era capaz de sufrir vocerío ni confusión de la plebe.
Ya se había prolongado bastante la audiencia, y eran muchos los satisfechos, y no pocos también los castigados, cuando abriéndose las filas de la apretada muchedumbre, dieron paso a una mujer cubierta de blancos paños en señal del luto de su alma, que suspirando tristemente y prorrumpiendo en fuertes sollozos al llegar a donde se hallaba el rey, se dejó caer de rodillas como si no la fuera posible sostenerse en pie más tiempo. Alzola el rey, sorprendido un momento por su dolor, pero siempre galante hacia una dama que, como la que estaba delante de él, parecía de alta clase, y tranquilizándola con voz dulce, la preguntó cuando la vio ya más serena:
—Levantad, señora; ¿qué os trae hasta mi trono?
—¡Señor, vengo en demanda de justicia!
Púsose grave nuevamente el semblante del monarca, que volvió a ser el guardador del derecho del débil contra el fuerte y repitió animando a que prosiguiera a la que tan triste se mostraba:
—Hablad, señora, vuestro rey os escucha, y descansad en él, vuestro rey os hará justicia.
Más repuesta la dama, empezó así:
—Soy hija de nobles padres, que, por desgracia, murieron dejándome sola completamente en el mundo, y harto pequeña para poder con fruto preservarme de sus amaños. Dueña de mi voluntad desde entonces, y con fortuna bastante para poder ver satisfechos todos mis caprichos, vivía alegre y feliz, gracias a los cuidados de un viejo servidor de mi familia que me ha visto nacer y me quiere como a las niñas de sus ojos. Nunca mi pecho se había conmovido por otro sentimiento que no fuera el afecto que ese hombre honrado me inspiraba y la veneración que me infundía el recuerdo bendito de mis padres. Ninguno, entre los jóvenes caballeros que aspiraban a mi mano, había logrado hacerse dueño de mis pensamientos... pero un día, señor, vi a un hombre que exaltó mi fantasía encendiendo en mi alma deseos que yo nunca había experimentado. No me preguntéis lo que pasó por mí, porque no podría responderos.
Y al decir estas palabras, el llanto ahogó de nuevo su voz, pero se rehízo bien pronto, y añadió:
—Mi faz, tinta por la vergüenza, os dirá, señor, lo que mi lengua se rebela a pronunciar, y mi mente no alcanza a concebir.
Y echando atrás con un movimiento lleno de gracia los paños que la cubrían, dejó al descubierto su hermoso semblante surcado de lágrimas. Al verlo el rey, exhaló un grito de admiración y cerró los ojos como deslumbrado por aquella belleza que tan de improviso se alzaba ante su vista. Hubo un ligero movimiento en los nobles que rodeaban su trono y formaban su séquito; aquella mujer tenía el don de atraerse todas las voluntades y llamar a sí todas las miradas. Solo el alcaide de Toledo, Fernando Gonzalo, pálido y convulso, inclinó la cabeza sobre el pecho.
Y es que él también había mirado, y su corazón se había roto, porque la mujer que tenía delante de sí era Aldonza; Aldonza, de cuyos encantos abusó, y cuyas caricias le cansaban tanto y tanto; Aldonza, a quien hacía pocas noches había ofendido cruelmente. Dudarlo era imposible. Aquella mirada, fija y chispeante, clavada con aire de supremo desdén sobre su rostro, era la misma que tantas veces, ebria de amores, le encantó al fundirse en un beso con la suya. Y al convencerse de que era ella, tembló; tembló porque conocía el carácter severo del monarca, y veía perdido su poder, gastada su influencia, en peligro, quizá, su vida... Mientras esto pasaba en el corazón del alcaide, el silencio se había interrumpido y cada cual daba cuenta de sus impresiones a los que más cerca tenía. Por fin el rey se levantó de su trono y con voz algo alterada la preguntó:
—¿Y quién es, señora, el villano que de ese modo se burló de vuestra inocencia?
—Fernando Gonzalo —contestó con seguro acento la atribulada doncella.
—¡El alcaide de Toledo! —murmuró la plebe, y un estremecimiento recorrió la multitud. Nadie, hasta entonces, había osado quejarse del infame magnate; los ofendidos callaban por miedo a las consecuencias que para ellos podían tener sus quejas. Una mujer joven, sola en el mundo, les daba ejemplos de fortaleza.
—¡Mi alcaide! —dijo también el monarca, y volviéndose a sus cortesanos se fijó en las descompuestas facciones de Gonzalo que cayó de hinojos ante el rey.
—Levantad —le dijo este con dureza—. No os dejé yo el poder que teníais para que así lo deshonraseis. Dentro de una hora daréis la mano a esta dama, y ¡ojalá no seáis para ella tan mal marido como infame pretendiente!
Levantose confuso Gonzalo, y tendió la mano a la altiva señora que se la dio lanzándole una mirada de desprecio, mientras el rey, separando la vista de ella con trabajo, añadía:
—Prosiga la audiencia.
Aún resonaban en el aire estas palabras, pronunciadas clara y distintamente por el rey, cuando se notó un nuevo movimiento de oleaje en la muchedumbre por tantos sentimientos combatida en tan breve espacio de tiempo, y nuevos rumores, mal contenidos, se elevaron de todas partes. Una joven, casi una niña, vestida con el sencillo y pintoresco traje de las aldeanas de Toledo, vertiendo de sus hermosos ojos, azules como el cielo, un torrente de lágrimas, abrazaba con desesperación las rodillas de don Fernando, que en vano intentaba levantarla, conmovido por su gracia, por su hermosura y por su juventud. Al verla Gonzalo se estremeció también y un nombre rodó por sus labios:
—¡Blanca!
—¿Que tienes que pedir a tu rey, hermosa niña? —preguntola el rey con afabilidad—. ¿Han muerto tus padres? ¿Han cometido alguna falta tus hermanos?
—No, señor; vengo solo a pediros justicia; dicen que vos la dispensáis a quien ha necesidad de ella. ¡Justicia, gran señor!
—¿Justicia quieres? Justicia se hará si tu petición es también justa. ¿Contra quién la reclamas?
—Contra ese hombre, señor, —gritó la pobre Blanca señalando al alcaide de Toledo, que hacía vanos esfuerzos para ocultar su rostro.
Frunció el gran rey el entrecejo, y siguió preguntando a la niña con dulzura:
—¿Qué queja tienes contra él? Habla.
—Señor, mi padre es colono suyo, y muchas veces, cuando el trabajo se lo impedía, yo era la encargada de llevarle el importe de nuestro arrendamiento. Siempre que esto sucedía, reteníame mucho tiempo vertiendo en mis oídos, poco acostumbrados a galanteos, conceptos y frases que llamaban el rubor a mis mejillas. Un día, señor, hace un mes, fui a su casa... Entré con la cara muy alta y sonriente, y salí de ella con los ojos bajos, creyendo ver por todas partes abismos que me atraían a su centro...
Rugió de indignación don Fernando.
Y mientras los cortesanos acudían a levantar a la joven, a quien el exceso del dolor y la vergüenza había hecho desmayarse, el rey, rojo de cólera, sintiendo ya en su pecho aquel espíritu que más tarde le animara a hacer suya la máxima del libro que mandó componer sobre la Lealtanza y que dice: «Non dés lugar a los malos, nin consientas seer forzadores los poderosos, e abaxa los soberbios a todo tu poder.»
—¡El verdugo! —gritó con voz tonante— ¡Que de un solo golpe haga caer la cabeza de este hombre, lobo astuto a quien yo incautamente tenía aquí por guardador de mis ovejas!
Y volviéndose a Aldonza que absorta y sorprendida presenciaba toda esta escena.
—Antes —la dijo—, cometió hacia vos una falta, a la cual vos, aunque inocentemente, contribuisteis, y que ahora iba a satisfacer con su mano; pero el crimen de que ha hecho víctima a esta pobre niña, solo puede expiarlo con su sangre.
Y añadió:
—Y para que todos conozcan mi justicia, que en la puerta de la ciudad se coloque la cabeza del villano.
Poco después, en aquel mismo sitio, rodaba la cabeza del poderoso alcaide de Toledo, don Fernando Gonzalo, señor de Yegros, cuya dehesa cedió el rey, y perteneció desde entonces al hospital de Santiago.
V
Hay en la bajada del Miradero, hacia el paseo de Merchant, frente al Portillo de la Victoria por donde entró Alfonso VI a tomar posesión de la ciudad el 25 de mayo de 1085, una magnífica puerta de puro estilo árabe, que sin duda por su posición se llama la Puerta del Sol, y ha sido declarada monumento nacional, hace aún muy pocos meses. En ella, entre el arco y las primeras ojivas, se ve un tosco grupo de piedra, de labor ordinaria, y que desdice del orden y del resto de la obra. Representa dos mujeres que, unidas de la mano, sostienen una bandeja, en la cual se divisa la cabeza de un hombre separada de su tronco, y fue colocado allí para eterna memoria del suceso, cuando los cuervos y el aire y la lluvia, se llevaron los últimos restos de la cabeza del alcaide.
Este grupo conmemora y recuerda al pueblo las justicias del Rey Santo.
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