A mi querido amigo Gonzalo Carvajal.
I
Era de noche, y la catedral de Toledo, suntuoso templo edificado por don Fernando III sobre los cimientos de la antigua basílica gótica, llenábase de inmensa multitud que invadía el sagrado recinto como invaden la playa las olas de un mar alborotado. Grandes manchas de sombra, interrumpidas de trecho en trecho por la escasa luz de un hachón sujeto a una columna; en el centro, entre el coro y la capilla mayor, un gran foco brillante, la araña de cien brazos convertido cada uno de ellos en pequeña lengua de fuego, despidiendo resplandores de relámpago; frente al severo monumento la cruz de fuego suspendida en el aire por invisible cadena fabricada por los ángeles con rayos de sol naciente y reflejos de aurora boreal, brillando sin sostén alguno, como si fuera un presente hecho a la tierra por el cielo; en los ángulos, la oscuridad luchando con los furores de luces lejanas… tal era la escena en que bien pronto iba a oírse el Miserere, el salmo más hermoso de cuantos se atribuyen al Rey profeta.
La multitud entraba atropelladamente por todas las puertas de la basílica santa, y una vez en ella se extendía por las naves, cobijándose en las capillas iluminadas solo por el reflejo debilitado de solitaria lámpara que oscila constantemente ante milagrosa imagen, o en la sombra de los pilares, haces de delgadas columnas, que se elevan cruzándose y entretejiéndose en la bóveda, como se cruzan, se atropellan y se confunden las ideas en un cerebro conmovido por la duda.
Recorrí el religioso recinto buscando un lugar apartado y oscuro donde nadie fuera a interrumpir mi soledad ni a turbar mi pensamiento, y llegué a la capilla de los Lunas, la más hermosa de las que, como guirnalda de flores, forman en torno a la capilla mayor que se alza en el centro como obedeciendo a misteriosa invocación. La pequeña nave estaba envuelta en la sombra; solo un rayo de luna, penetrando a través de los vidrios de colores, daba fulgor fantástico a las imágenes pintadas en ellos por un arte divino, y venía a herir la noble cabeza del condestable muerto en Valladolid, tendido sobre su lecho de granito, a cuyo pie cuatro pajes, apoyados de hinojos en el sepulcro, levantan la vista al cielo en una aspiración sublime, y parece que por sus labios, maltratados por los siglos, ruedan todavía restos de una plegaria elevada a la misericordia de Dios por el alma del infeliz ajusticiado. A su izquierda, velado por frailes, de hinojos también en los ángulos del mausoleo, el sepulcro de su esposa la noble señora doña Juana de Pimentel, durmiendo sobre la fría losa, tan primorosamente cincelada, ese sueño tranquilo y dulce de la muerte, ese sueño sin visiones, sin pesadillas, sin despertar, noche tal vez sin aurora, día quizá sin poniente. A un lado, el imberbe mancebo hijo de don Álvaro, muerto en la flor de su edad, vestida la guerrera malla de acero y ostentando en su cabeza simbólica corona de laurel, emblema de sus victorias, y junto a él una estatua de Santa Teresa, manteniendo un libro en la mano y arrebatada en éxtasis, alzando al cielo los ojos como para pedirle amor para sus deseos, y luz, mucha luz para su espíritu. Al otro lado el venerable arzobispo, inmóvil en su nicho de mármol, con las manos cruzadas como si aún murmurase la oración en que al morir encomendaba su alma a Dios, y junto a él la estatua de san Francisco de Borja, debilitado por las maceraciones, teniendo ante su vista la calavera coronada, como pidiendo a la muerte el secreto de lo desconocido, la cifra misteriosa solución del problema de la vida.
Me senté en las gradas del altar mayor frente al viejo retablo que conserva a la posteridad las figuras de don Álvaro en la capilla la víspera de su muerte, y la de doña Juana después de la ejecución del condestable.
Empezaba en esto el Miserere. El silencio que allí reinaba era cada vez mayor. Como si el movimiento de la vida se hubiera detenido de repente, podía oírse la respiración de un niño dormido en el regazo de su madre. Rasgó el aire la voz de la iniquidad exhalando tres largos gritos de agonía ¡Miserere! dijo, y los instrumentos, manejados por hábiles músicos, empezaron a llorar, a quejarse, a retorcerse bajo sus dedos de artista, expresando los tormentos, los suplicios, los terrores del alma agobiada por el peso de la culpa. Después de estas exclamaciones de espanto, hubo un momento de tregua y de calma. La orquesta modulaba en voz baja un canto contenido y melancólico que poco a poco fue engrandeciéndose y se ensanchó hasta llenar la iglesia por completo. Dios venía, y a su aproximación todo callaba; el viento y el mar, las brisas y las olas. La creación se preparaba para recibirle; venía armado del rayo; el trueno, rugiente heraldo de su cólera, le precedía; el relámpago iluminaba su camino. Y ante él las montañas inclinaban su cima, y los torrentes encrespaban sus aguas, y el mar exhalaba rugidos que eran cantos de amor y de alabanza; y el hombre, esclavo del mal, temblando como la hoja movida en el árbol por el soplo del huracán, hunde en el polvo la cabeza y grita en un sollozo: Mi madre me concibió en el pecado, y la música que acompaña a ese canto sublime, llora también y hace asomar las lágrimas a los ojos de cuantos la escuchan.
Y pasa Dios, en su carro de fuego, del que tiran el huracán y el simoun. Purifícame y seré limpio; límpiame y seré emblanquecido más que la nieve, dice entonces el pecador, y parece que una bienhechora lluvia humedece los campos agostados por el sol y endereza las flores tronchadas y marchitas por el fuego canicular.
Sonó la última nota, se apagaron las luces, y todo quedó en la sombra. Salió la concurrencia a la calle, y las menudas gotas de la lluvia y el fresco ambiente de la noche ahuyentaron del cerebro las visiones que forjara la fantasía. Al verse en las tinieblas libre de aquel cántico sublime, ensanchose el alma pecadora: no estaba ya delante de su Dios.
Yo también esperaba para salir que la puerta quedase algo desahogada de gente, cuando uno de mis más queridos amigos, hijo de Toledo, muy curioso y amante de sus tradiciones y a quien este libro debe alguno de sus recuerdos toledanos, enlazó su brazo al mío y me arrastró hacia la plaza de la ciudad, donde están las Casas Consistoriales, y allí me hizo sentar en un banco, a su lado, frente a la portada de la catedral y a su esbelta torre que se levanta desde la tierra al cielo como se eleva a Dios el pensamiento lanzándose con las alas de luz de las ideas a las regiones del infinito.
—Voy a contarte — me dijo—, la leyenda de esta noche, porque esta noche tiene su leyenda. Los muros de piedra y las bóvedas de la catedral la saben de memoria, y los pájaros que anidan en la alta torre, los animalillos que viven en el musgo que crece sobre las almenas y los chapiteles —corona que ciñe el tiempo a estos viejos colosos del pasado— se la cuentan unos a otros en las largas noches de invierno, en medio del silencio y la soledad que reinan por todas partes.
Abrí los oídos para escuchar con atención, preparándome a experimentar las dulces sensaciones que una leyenda —de tal modo anunciada— me prometía, y pocas horas después, sentado en mi mesa de despacho, trascribía al papel el relato de mi amigo, cuidando de hacerlo hasta en sus menores detalles. Hele aquí:
II
Es el año 1521, año fatal para las libertades españolas. Las Comunidades, que nacen el anterior a la voz de fueros y libertad para poner coto a la soberbia de un rey extraño y a las violentas exacciones de sus consejeros, tienen un fin desastroso en los campos de Villalar, aquel día memorable en que hasta el cielo velaba su trasparencia y el sol su luz, para no hacerse cómplices del crimen de la ciega fortuna, veleidosa como mujer, y uncida al carro triunfal de los flamencos orgullosos. Padilla, Bravo y Maldonado mueren al otro día por mano del verdugo en el cadalso de los criminales, y mueren con ellos las Comunidades, muere también la libertad y da principio la decadencia de España, que no es otra cosa aquel período de luchas y victorias que gastan estérilmente las fuerzas y los recursos del país, solo para que en sus últimos años pueda Carlos I sonreírse con satisfacción en una celda del Monasterio de Yuste, al recordar las humillaciones que mientras vivió en el siglo hizo sufrir a su rival el prisionero de Pavía.
Año es este pródigo en sucesos para la ciudad que luego había de ser la predilecta del emperador. Toledo, más que ninguna otra provincia, había alzado la voz para oponerse al desenfreno de la corte; sus procuradores eran los primeros que se habían atrevido a señalar al rey extranjero los límites en que debía encerrarse su voluntad omnipotente; Juan de Padilla, jefe principal de las Comunidades, era uno de sus hijos más queridos y el que se hallaba al frente del ejército: todo esto había de señalarla más que a ninguna otra, asignándola puesto de preferencia en la rebelión, y por lo tanto en la responsabilidad, si la rebelión era vencida. De aquí que Toledo siguiera el movimiento revolucionario con interés creciente. La ciudad estaba armada y como un solo hombre dispuesta a morir en defensa de sus derechos; los que en ella no simpatizaban con la causa popular habían dejado sus muros yendo a engrosar el séquito de Carlos, o se mantenían en actitud reservada, encerrados en sus casas sin atreverse a manifestar a las claras su desagrado.
Un día sonaron alegremente las campanas suspendidas en el hueco de las torres, y la ciudad se vistió de fiesta como si se tratase de solemnizar una victoria. Grupos de hombres, que llevaban con marcial aspecto la fuerte armadura que el ansia de libertad ciñera a su cuerpo, pasaban tumultuosamente por Zocodover en dirección al puente de Alcántara; mujeres y niños, corriendo tras ellos, engrosaban la multitud, que se hacía mayor a medida que pasaba por las principales calles. Gritos de alegría se confundían con el estridente tañido de las campanas que tocaban a rebato. Por partes recientemente recibidos sabíase que el obispo Acuña, al frente de crecido número de partidarios, venía a Toledo a ponerse a las órdenes de la junta, deseoso de ocupar un puesto de peligro en la lucha cuya proximidad se presentía, y el pueblo en masa se preparaba a recibirle para pagar con su gratitud el sacrificio del prelado de Zamora.
Pero quedaron fallidos sus deseos, porque Acuña, en su afán de sustraerse a las entusiastas manifestaciones que supo le tenían dispuestas los toledanos, dejó que la gente que llevaba pasase delante y se detuvo en el camino; y cuando llegó la noche y las calles estaban desiertas y oscuras entró en Toledo, yendo a recogerse al alojamiento que se le tenía preparado.
A la mañana siguiente —día de Viernes Santo— dos hombres, los más influyentes en los barrios extremos de la ciudad, Jimeno de Urrea y Fernán Sánchez, hablaban con gran animación en la plaza de Zocodover.
—¿Conque es cierto —decía el primero— que ha venido el obispo de Zamora?
—Tan cierto como Juan de Padilla es nuestro jefe y el más noble de la ciudad —le contestaba Fernán—. Aún no se ha extinguido en España la raza de los obispos que, vistiendo acerada cota sobre el traje sacerdotal, vayan al combate precedidos de la cruz como estandarte y manejando el báculo a manera de lanza.
—El obispo lo entiende. Nuestra causa es justa y santa y él parece que nos trae la protección de Dios, que llamará con sus oraciones sobre nuestras cabezas. ¿Y qué van a hacer de él?
—Se ha acordado nombrarle capitán general mientras dure la ausencia de Padilla. Mandará nuestras fuerzas en unión de doña María y sabrá, como ella, defender la ciudad contra las huestes imperiales hasta que vengan los nuestros a socorrernos, porque parece que el prior de la Sisla va a empezar el ataque contra nosotros.
—¿Y no se ha acordado nada más? —preguntó Jimeno con extrañeza.
—¿Qué más querías tú que se acordase? —le interrogó a su vez lleno de asombro su amigo.
—Está vacante la silla arzobispal y creo que nunca podríamos esperar tener mejor prelado que Acuña. Él es el primero que viene a alistarse en nuestras banderas; creo justo que, por lo tanto, fuese el primado, y puesto que trae su prestigio a la comunidad, esta debía colocarle sobre todos los prelados de España.
Calló algún tiempo Fernán, pero moviendo la cabeza dijo al cabo de un rato:
—¡Imposible! Tus deseos son excelentes, más no se pueden realizar.
—¿Por qué?
—Porque nunca el cabildo accedería.
—¿Y qué nos importa su parecer? ¿Se lo hemos pedido acaso para rebelarnos contra el emperador? ¿Simpatiza siquiera con nosotros?
—Desengáñate; cuando nuestros jefes no se han atrevido a hacerlo...
—Razón de más para que el pueblo lo haga.
—Para que el pueblo lo haga... Eso se dice fácilmente.
—Y se hace lo mismo.
—¿De qué modo?
—Es muy sencillo. Un día que esté el cabildo reunido, cogemos al de Zamora en su alojamiento, lo llevamos con nosotros a la catedral, lo sentamos en el sillón que ocupan los arzobispos en el coro... y ya está hecho.
Un estremecimiento recorrió los miembros de Fernán, y leve palidez cubrió su semblante.
—¿Sabes lo que dices? —dijo a su amigo en voz baja—. Entrar a mano armada en la catedral; violar su recinto... Un sacrilegio...
—Quiero a la catedral tanto como la puedas querer tú. He nacido en Toledo y delante de sus altares he balbuceado mis primeras oraciones, guiado al decirlas por la voz de mi madre. Todas sus grandes fiestas van unidas a los recuerdos más dulces de mi vida. Conozco sus más ocultos rincones y sus imágenes me parecen cosa mía. Creo, al mirarlas, que de la misma manera que las veo en los nichos abiertos en el muro, o en los chapiteles de las columnas, o en las gradas de piedra, o en las conchas de pórfido, o en las aras de mármol, o en la cuadrícula de sus retablos, voy a encontrármelas a mi muerte en el cielo. En su recinto están mis padres enterrados... ¿Me crees capaz de profanarla? Pero yo no juzgo un sacrilegio el acto que medito. Creo mi causa bendecida por Dios desde lo alto; y considero al de Zamora digno de llevar el báculo de nuestros arzobispos. ¿Dónde ves tú motivo a tus temores?
—Sin embargo....
—Nada, nada; no quiero escucharte. Ven conmigo, y si te convenzo, basta con nosotros sin que tengamos que contar con nadie más, ni aun con el mismo Acuña, que, por vanos escrúpulos, se opondría a nuestro deseo como se ha opuesto hoy a recibir la ovación que a su entrada teníamos dispuesta. Nos llevamos nuestra gente, y esta noche misma damos el golpe.
—¿Esta noche misma?
—¿Qué otra mejor? Mientras se cantan las tinieblas están en ellas cuantos pudieran oponerse a nuestro intento. Una vez allí, el pueblo en masa se unirá a nosotros. ¿Estás decidido, buen Fernán?
—No del todo; interrumpir una ceremonia sagrada....
—Sígueme; vamos a tu casa y allí maduraremos el plan y desharé tus últimos escrúpulos, hombre de poca fe, que desconfías y pones en duda la santidad de la causa que defiendes.
Y arrastrando a su amigo se perdieron ambos por la plazuela de Santa Catalina, dando vuelta al antiguo palacio de los gobernadores árabes de Toledo.
III
Trascurrió aquel día, durante el cual, tuvo el pueblo ocasión de demostrar al marcial obispo de Zamora el entusiasmo con que le veía entre sus muros. Pasó el prelado a visitar a doña María Pacheco, hablando con ella de sus esperanzas, y ya a la caída de la tarde se retiró a su alojamiento.
Vino la noche, y nadie hubiera dicho que la ciudad estaba fuera de la ley y expuesta, a cualquier hora, a ser herida por el brazo vengador del monarca contra el cual se había rebelado, al ver la tranquilidad con que los toledanos, terminadas las rudas faenas cotidianas y libres del peso de las armaduras que no soltaban de día, dejando encomendadas a los guardias la vigilancia de los puentes y las puertas, y a los destacamentos avanzados la seguridad de los caminos que a ella conducían, dirigíanse en tropel confuso a la catedral para solemnizar el hecho doloroso de la Pasión de Jesucristo, muerto también en el Calvario por la libertad de los hombres y por la redención de las conciencias. De todas partes acudía la multitud ávida de elevar al Altísimo sus preces.
Cuando sonó la hora señalada reuniéronse los canónigos en el coro, y la capilla mayor quedó alumbrada solo por el reflejo moribundo de la lámpara que pendiente de la elevada cúpula arde a los pies del gigantesco crucifijo que se alza sobre la cerrada verja que la protege, dando principio el rezo fervoroso de las tinieblas, imagen del aislamiento en que dejó a la pequeña familia evangélica la muerte de Jesús. El sol se había apagado; el alma de la pequeña sociedad había volado a regiones más puras y sublimes, y solo quedaba en la tierra el cuerpo sin alma, exhalando en el silencio y el dolor desgarradores ayes de pesar en que lamentaba la ausencia del profeta galileo, y echaba de menos los consuelos de su presencia, la dulzura de su palabra.
Tristes resonaban los ecos de las salmodias, y la música, gimiendo, expresaba en sus notas impregnadas de melancolía las ansias de aquellas largas horas de inquietud, de aquellos interminables días de incertidumbre; de aquellas negras noches pasadas en el llanto, entre la pena de la tarde anterior y el sobresalto de la mañana siguiente, y parece como que se veían pasar sobre los vidrios de colores, de cuando en cuando heridos por el relámpago, los fantasmas del insomnio, las visiones de la pesadilla, abortos del terror y el pensamiento.
Oyose de repente un sordo ruido, como de gente armada que se acercaba en son de guerra, y poco a poco fueron creciendo los rumores a medida que la multitud de donde salían se aproximaba a la iglesia. Pusiéronse en pie los devotos que no sabían a qué atribuir aquel ruido desusado a tal hora y en semejante lugar. No era posible una sorpresa de los imperiales; tampoco podía creerse que Padilla hubiera vuelto.
¿Qué sucedía, pues, en la ciudad? ¿Qué fuerza la conmovía tan hondamente para que sus convulsiones llegasen hasta el templo a turbar la calma de la oración, la paz de su recinto consagrado? Los canónigos, embebidos en la oración o prestando escaso oído a lo que pasaba fuera de allí, proseguían modulando con sus voces unidas en estentóreo coro las sentidas palabras del profeta.
Pero bien pronto salieron de su curiosidad los que se preguntaban la razón de aquella revuelta. Abriéronse con estrépito las puertas de la catedral, violentamente empujadas por la multitud furiosa, y un tropel de gente armada, a cuya cabeza iban en primer término, Jimeno de Urrea y Fernán Sánchez, invadió la basílica, gritando ¡Comunidad! y aclamando al obispo de Zamora, que era llevado entre la multitud como a la fuerza. El pueblo quería dar a Acuña una prueba de su amor elevándole a la dignidad suprema de la Iglesia de España; quería ser regido por él; quería verle revestido de los hábitos que usó san Ildefonso, pidiendo a Dios, entre la pompa de las festividades religiosas, su protección para la causa que ardientemente defendían. Y había ido a su alojamiento, le había obligado a que le siguiera, y le llevaba en triunfo a sentarle en la Silla arzobispal, para que aquella misma noche tomase posesión de tan alta dignidad.
Levantáronse a la vez todos los canónigos que rezaban, interrumpiendo la oración errante por sus labios y dejándola sin terminar; levantáronse también los músicos, y los instrumentos que magistralmente sonaban expresando el poema sublime, exhalaron una última nota que se apagó al chocar contra las bóvedas de granito. Y en cambio de aquel himno pausado que salía por aquellas cien bocas abiertas constantemente, y siendo otros tantos torrentes de armonía, oyose el inmenso vocerío de la multitud que aclamaba al obispo de Zamora excitándole a que ocupase su asiento en el coro; y en vista de la resistencia que hacía, allí le llevaron sus entusiastas partidarios, pasándole de uno a otro en brazos, y cuando le vieron en el puesto que su voto unánime le concediera, prorrumpieron en nuevos gritos de júbilo y alegría.
Ante este atentado sacrílego, cometido en la misma catedral en día tan solemne y en tan sagrada ceremonia, el cabildo en masa se retiró, escapando cada canónigo por donde pudo y quedando interrumpido el rezo de tinieblas.
Después de este acto, con el que simpatizaron los fieles que se hallaban dentro de la iglesia, don Antonio de Acuña fue llevado de la misma manera hasta su casa por el pueblo que no se retiró hasta dejarle en ella.
Aquella noche las campanas del reloj de la basílica sonaron tristes en medio del silencio de la noche; como impulsadas por un soplo invisible apagáronse las lámparas que arden siempre en la catedral y el santo recinto quedó completamente a oscuras. Desde la parte exterior, sin embargo, dicen que durante la noche se estuvo oyendo como un murmullo que no cesó hasta que los primeros rayos de la aurora penetraron en el templo a través de los irisados rosetones: las imágenes de los santos, las estatuas que duermen sobre los sepulcros, las almas de los que yacen allí sepultados, proseguían el interrumpido rezo, y entonaban plegarias fervorosas pidiendo perdón para los extravíos de los hombres.
IV
Pasaron los sucesos en España; el año 1521 se llevó entre los pliegues de su manto la cabeza de Juan de Padilla; dos años después moría don Antonio de Acuña ahorcado en el viejo castillo de Simancas.
Desde entonces, y todos los años, empezó a observarse con terror, durante los tres días clásicos que dedica el mundo cristiano a conmemorar la muerte de Jesús, que apenas salía la gente del Miserere cantado, como de costumbre, en la basílica; cuando las puertas se cerraban y el templo quedaba solitario, ruidos como de pisadas se oían desde la calle. Cuando la luz empezaba a dibujarse en el espacio, aquellos ruidos interiores cesaban y todo volvía a quedar en silencio.
Un día, un curioso quiso averiguar su causa, y con este objeto se escondió, durante la ceremonia, en un confesionario de la capilla de san Ildefonso, y allí esperó, para salir, a que se retirasen los últimos.
Era hombre despreocupado, sin duda, y se quedó dormido dentro del confesionario, hasta que vagos rumores, llegando vagamente a sus oídos, le despertaron a lo mejor de su sueño. Restregose los ojos, creyéndose juguete de una ilusión, y dejó su escondite para salir de la capilla; pero al llegar a la puerta se detuvo, mudo de espanto y de terror. Una procesión extraña desfilaba por delante de él. Iba a su frente un esqueleto revestido con hábitos arzobispales, llevando mitra en la cabeza, báculo en la mano y espada y daga en la cintura, y a su lado otros dos, que parecían los más abatidos, dando mayores muestras de contrición y arrepentimiento. Tras ellos, formados correctamente, un sinnúmero de esqueletos, descabezados los unos, cubiertos otros de grandes manchas de sangre, caminaban despacio, caída la calavera sobre el huesudo pecho, apoyando la mano izquierda en el puño de las espadas, y sosteniendo en la derecha un hacha, cuya azulada luz oscilaba tristemente a compás del vacilante y tardo paso.
Conforme pasaba por delante de cada altar deteníase la fúnebre procesión; el obispo que marchaba a su cabeza golpeaba el suelo con el báculo, y a esta señal los que le seguían se hincaban de rodillas, y algo como el eco de una plegaria se dejaba oír. Después, se levantaban, volvía a ponerse en marcha la procesión y continuaba su paseo.
Las estatuas dormidas en sus lechos se incorporaban sobre su sepulcro y miraban con sus ojos de piedra el pavoroso séquito; las esculturas de las vírgenes y los santos se animaban también y parecía como que una lágrima de compasión corría por sus mejillas; los monstruos, hijos de la calentura, que abortara el artista en sus horas de delirio, y esculpiera con su cincel abrazados a las columnas de granito, parecían también cobrar vida, y arrastraban su cuerpo, o movían sus alas en el espacio, como queriendo unirse al fantástico cortejo del obispo. Y cuando los esqueletos oraban movíanse los labios de las estatuas, y sordos ecos de oraciones, vagas y tenues como el hálito de un niño, se unían a la oración de los fantasmas, exhalando otro acento indefinible y fundiéndose con el primero; especie de canto desacorde arrancado a un órgano descompuesto por una mano torpe y perezosa.
Y es que Dios, en su infinita misericordia, había perdonado a los comuneros y al obispo de Zamora el agravio que le hicieran al entrar tumultuariamente en la catedral e interrumpir las oraciones del cabildo, y los había perdonado porque la causa en cuya defensa murieron era justa y santa, y porque el tormento es un Jordán que redime de muchas culpas en la tierra; pero imponiéndoles como penitencia el salir de su tumba los tres días de la pasión para recorrer procesionalmente el recinto sagrado y postrarse ante todos los altares, ante las imágenes todas, para pedirlas, de hinojos, perdón de aquella ofensa que las habían hecho en un rapto de locura. Cuando la procesión se desvaneció, semejante a esas nieblas que durante la noche se elevan desde el río y se deshacen en el aire a la mañana cuando un rayo de sol las hiere, el curioso cayó desvanecido. Al día siguiente volvió en sí, se confesó, tomó la comunión y expiró sin que diese tiempo a que lo trasladasen a su casa.
Hace ya muchos años que los que pasan por la plaza del Ayuntamiento después de terminados los Misereres de Semana Santa, no oyen ningún ruido en el templo: Dios, sin duda, ha perdonado ya a los culpables, y ha hecho cesar su penitencia.
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