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Cuevas de Hércules (callejón de San Ginés, 3) |
Del libro Tradiciones de Toledo, escrito por Eugenio de Olavarría y Huarte.
Ya he referido en otro lugar la historia del Palacio Encantado que, abierto con harta imprudencia por don Rodrigo, último rey de los godos, dio salida a los males que durante más de siete siglos pesaron sobre España. Invocados por las torpezas de aquel príncipe, los árabes se precipitan como un turbión sobre el Estrecho, deshacen el pequeño ejército de Teodomiro, débil valla para su empuje, que en hora desgraciada se les opone; arrollan en los llanos de Jerez las fuerzas disponibles de los godos, siguen luego a Toledo, a Guadalajara; se desparraman como las olas de un mar alborotado por todos los rincones de la Península, y poco tiempo después quedan pacíficos poseedores de ella, y la media luna ondea sobre las plazas españolas. Pasan enseguida a los Pirineos, invaden la Galia gótica en innúmera muchedumbre y a no haber sido detenidos en los campos de Poitiers por la maza de armas de Carlos, rey de los francos, la Europa entera hubiera sido musulmana. Estas fueron las consecuencias inmediatas de los errores cometidos por aquel desgraciado príncipe que al comienzo de su reinado perdonó a sus enemigos, llamó a los que estaban en el destierro, levantó cuantas penas pesaban sobre ellos, y pareció augurar una época de calma y de reposo a la sociedad gótica, rendida por los extravíos de Wittiza.
He dicho también —fiel intérprete de la opinión popular, autora de la leyenda—, cómo así que salió el rey del maravilloso recinto, se hundió este con horroroso estrépito, cual si quisiera hacer más temibles los presagios que en sus encantados rincones encerraba, y cómo se abrió en su lugar ancha y negra cueva, que el pueblo miraba con horror, porque evocaba en su memoria el lance pasado, y con él la causa originaria de sus desdichas.
Desde entonces empezaron a circular rumores extraños sobre la cueva y a tomar forma en la imaginación pavorosas ideas de duendes y trasgos, que traían a mal traer a los habitantes de Toledo. Pero al hundirse el palacio no habían perdido aquellos lugares la atracción que tenían, atracción que encierra siempre lo maravilloso y lo desconocido. Placer con pesar llamaba el pueblo a la ferrada torre, y el mismo nombre podía darse a la sima abierta en su lugar, porque los espíritus que en ella vivían no se presentaban al ánimo con sombríos colores ni semblantes repulsivos; antes por el contrario, atraían al propio tiempo que atemorizaban; tenían el rostro hermoso y la voz delicada, a la vez que la intención pérfida y el propósito maldito.
Es verdad que, según decía la voz popular, eran dulces, simpáticos, y llamaban a sí a los mortales, interesándoles con el relato de sus cuitas o con la descripción de su felicidad; pero nadie volvía a saber de los ilusos que, engañados, los seguían; es verdad que el aspecto de la cueva era horrible y causaba pavor en el ánimo más templado y en el hombre menos dado a dejarse imponer por el temor: pero también lo es que, según sabía todo el mundo, en el fondo de aquella cueva, en un lugar oculto a las miradas indiscretas, hacinábanse en montón riquezas sin número, riquezas que la fantasía no hubiera podido contar sin sentir vértigos, riquezas bastantes para calmar la codicia de todos los avaros reunidos y para enriquecer a todos los reyes más poderosos de la tierra. El tesoro de Hércules, del que don Rodrigo no se había podido apoderar por el terror que al llegar a la tercera sala hizo presa en él y en los suyos estaba allí, esperando al ser despreocupado y valiente que, haciendo abstracción de cuanto viera en torno suyo, siguiese impávido hasta el fin. Oro, perlas, brillantes, esmeraldas, todo caía en ruidosa cascada sobre el pavimento de mármol de una sala escondida, muy escondida en el seno más profundo de la tierra, produciendo al caer un eco vibrante y argentino, que revelaba el secreto de todas las cosas y rompía el velo que cubre el porvenir. El hombre que llegase hasta allí sería poderoso sobre los poderosos de la tierra. A su capricho se trasformaría el mundo que erigiría en ley su voluntad. Podía aprender allí la lengua de los pájaros y el secreto de dominar o de atraer las tempestades; fórmulas para ser obedecido por los vientos y fórmulas para imponer leyes al mar y someter los astros a su capricho, haciendo que las mismas fuerzas de la creación concurriesen a la satisfacción de sus deseos más pueriles.
Contábanse en el pueblo historias fabulosas acerca de aquellos parajes sombríos a la vista, pero en los cuales, sin embargo, se recreaba la imaginación. Horrible era el aspecto exterior de la negra sima abierta como una boca gigantesca contraída por sardónica carcajada, sarcasmo hecho por la tierra a la hermosura y esplendor del cielo; pero allá, en su fondo, decíase que brillaba la luz radiante, chispa cuidadosamente conservada de aquella luz que en el primer día de la creación alumbró el despertar del mundo en el seno del caos. Decíase que seres sobrenaturales, amantes de los hombres, poblaban el encantado recinto y atraían por la noche a los viajeros extraviados que, si se prestaban a sus caprichos, amanecían al día siguiente dormidos casi a la boca de la cueva, llena la bolsa de riquezas bastantes para calmar su ambición y asegurar su porvenir; pero también se añadía que muchos de ellos no volvían a aparecer y quedaban perdidos para siempre en las revueltas del intrincado laberinto del vasto palacio subterráneo, que se conservaba tal como lo dejaron don Rodrigo y los nobles godos el día en que movidos de imperdonable curiosidad acudieron a visitarlo.
Todo esto, y mucho más, se decía sobre la cueva de Hércules, por cuyas cercanías no pasaba ser humano desde que la campana en la torre saludaba a la tarde moribunda con el son melancólico del ángelus. Muchas veces se habían visto salir del antro oscuro vagos resplandores semejantes a esas llamas azuladas que corren en los cementerios rodeando en brillante guirnalda las piedras blancas de las tumbas, y esas llamaradas que se movían a un lado y otro con rapidez vertiginosa, eran —y bien lo sabía todo el mundo— las almas de los que habían bajado a la horrible sima sin querer volver a la tierra, las cuales yacían en pecado mortal y subían por la noche a pedir oraciones a los labios y lágrimas a los ojos de los vivos.
De aquí el terror supersticioso que la cueva de Hércules inspiraba, desde tiempos remotísimos, a los habitantes de Toledo; terror que trasmitido de padres a hijos a través de las edades, había llegado a formar parte, en cierto modo, de las ideas y sentimientos de los toledanos, y que tan arraigado se encontraba al terminar el siglo XVI de nuestra era, que hizo pensar seriamente al entonces arzobispo de Toledo, cardenal Silíceo, en la manera de acabar para siempre con aquel manantial de supersticiones, que eran otras tantas ofensas a la bondad de Dios, cosa que, sin embargo, no pudo conseguir; contribuyendo, por el contrario, con su conducta a que se acrecentasen y fuesen mayores las hablillas del pueblo sobre este encantado abismo.
I
Era una noche oscura y fría como el desengaño. Anchas nubes se extendían por el cielo formando espeso manto que no podía traspasar el resplandor de las estrellas más brillantes. Solo de cuando en cuando, por entre algún pequeño desgarrón, asomaba la luna su faz pálida, rodeada de azulado círculo, como vieja curiosa que saca la cabeza por estrecha ventana para mirar hacia la calle, y satisfecho apenas ese sentimiento, que en el Paraíso perdió a nuestra madre Eva, se retira con premura, temerosa quizá de ser vista.
De cuando en cuando gruesas gotas de lluvia humedecían la atmósfera, dando al viento ese olor a humedad que sale de tierra recién mojada; pero pronto cesaban de caer, como si, avanzadas de la tempestad que se preparaba, no tuvieran más objeto que anunciar a las gentes la aproximación del ejército de que formaban parte.
Ni un rumor turbaba el silencio; daban las diez de la noche y esta hora era ya bastante avanzada en un pueblo como Toledo y en una noche de otoño, tempestuosa como la descrita. Todo dormía y callaba en la calle de los Infantes, menos Magdalena, la hermosa joven que, sentada tras la reja de su cuarto y apoyando su cabeza encantadora en los desnudos hierros, negros como su dolor, lloraba silenciosamente turbando con el eco de sus suspiros y sus ahogados sollozos la calma siniestra de la noche. Delante de ella, y apoyado también en la parte exterior de la reja, Pablo la contemplaba tristemente sin pronunciar una sola palabra, como si ya hubiese agotado las frases del consuelo.
Magdalena y Pablo se amaban hacía mucho tiempo. Ella no había tenido más novio que él; él, por su parte, a nadie había amado todavía cuando la vista de Magdalena hizo latir su corazón con más prisa que de costumbre. El lenguaje de los ojos es muy elocuente para almas jóvenes que despiertan al amor en la primavera de la vida, y de él se sirvieron los amantes para declararse la recíproca impresión que se causaban. Miradas de fuego capaces de incendiar un mundo; estas fueron sus primeras palabras de ternura, dulces palabras que herían su corazón sin pasar por el intermedio del oído, no escuchadas ni aun del viento, caprichoso servidor de los amantes, mensajero de frases y suspiros, que en vano aprestaba sus alas para llevarlas a donde se le ordenase. Después, se vieron varias veces en la iglesia, alguna en el campo; luego, una dueña de faz rugosa como manzana tostada al fuego, hizo el oficio que la mitología dio a Iris, y durante mucho tiempo la luna que bañaba la calle con sus rayos, le vio noche tras noche apoyado en la reja de su amada, acariciando siempre en su imaginación acalorada, tras un presente algún tanto nebuloso, un porvenir claro y sin nubes. Todas las viejas de la calle conocían sus pisadas, y apenas llegaba él ante la casa de su novia, envuelto en las sombras que la noche tendía por todas partes y oían a poco rechinar la ventana de la reja, una sonrisa maliciosa se dibujaba en sus labios descoloridos, y si la noche era tempestuosa y el viento silbaba y la lluvia caía tenazmente sobre el suelo —«¡Pobrecillo!»—, decían con fingida compasión arrebujándose en las sábanas, o acercando sus temblorosas manos al hogar.
Pero él no se apercibía de nada; fijos su atención y su pensamiento en el hermoso semblante de Magdalena cuyos grandes ojos le revelaban horizontes desconocidos, el resto del mundo no existía para él. Amaba la tierra, considerándola creada por Dios para poner en ella al ser amado; veía al sol con gratitud, juzgando que solo brillaba en el espacio para dar a la pupila de aquella mujer la luz que en sus efluvios le abrasaba. Y en la serena calma de la noche solo veía el recogimiento de la naturaleza que no quería perturbar su reposo, y en los rayos de luna amorcillos caprichosos que jugaban al escondite en las blondas guedejas de la mujer de sus sueños. Por eso estaba alegre, contento, aunque el viento azotase su rostro o la lluvia empapase sus vestidos, o el trueno rugiera sobre su cabeza, siempre que delante de él, tras aquella reja, altar bendito de su amor, brillase la mirada dulce y cariñosa de Magdalena.
Esta, por su parte, era también feliz a muy poca costa. Amaba a Pablo con el fuego de la primera edad, con esa confianza que solo tienen los niños y los ancianos, que no conocen o han olvidado ya los amaños de este mundo traidor, en que bajo el verde prado sembrado de flores por la primavera se desliza la víbora, y tras la tersa superficie del lago se agolpa el cieno en inmunda montaña. Aunque su padre no sabía nada de sus relaciones, aunque tenía más de un motivo para creer que opondría a ellas el peso de su autoridad, no obstante, fuera de algunos ratos de insomnio —verdaderas nubecillas que el viento de la confianza arrastraba pronto lejos de ella— fuera de estos momentos, el porvenir se la aparecía rosado por los rayos de la aurora, aunque a través de un velo trasparente.
Aquella noche, sin embargo, los dos amantes estaban tristes, como si lo sombrío de la noche tuviera alguna relación con lo sombrío de sus almas, y las tinieblas que invadían el espacio hubieran invadido también su corazón. Mustios como los grandes dolores, uno en frente de otro, contemplándose, gracias a esa delicadeza de los sentidos que solo alcanzan los amantes, pues la oscuridad era muy densa, permanecían hacía ya bastante rato, Magdalena con la cabeza apoyada en los hierros de la reja, vertiendo copioso llanto, y Pablo lanzando en derredor torvas miradas, en las cuales brillaban de cuando en cuando ardientes llamaradas de furor.
—Pero, ¿es posible? —decía la joven con la voz entrecortada por las lágrimas—: ¿has oído bien?
—¿Y me lo preguntas —respondía su amante—cuando sus palabras se clavaban en mi corazón como puñales de acerada punta, arrojados por una mano hábil, escribiendo en él con sangrientos caracteres mi desesperación? ¿Me preguntas si he oído bien, cuando para no perder una palabra sola no me atrevía a respirar, y devoraba más que oía sus frases, desnudas de sentimiento, dictadas solamente por el cálculo y el egoísmo?
—Y, sin embargo, mi padre me quiere. Soy la única hija que le queda de los que Dios le envió, para que le sirviesen de apoyo y consuelo. Muchas veces me ha dicho que sin mí hubiera muerto.
—Pero es viejo y ha olvidado ya el modo de ser del alma; ha olvidado que la juventud es toda confianza, toda amor, toda fe en ese Dios tan grande que regla los movimientos de las hojas en el árbol, y mantiene a los pájaros, y cuida de los insectos en invierno. Es viejo, y todo lo ve ya por el prisma de la realidad más fría, más desconsoladora y más amarga que la muerte. El hielo de la vejez ha caído en él sobre esa región bendita en que duermen las ilusiones, como palomas en el nido. La ancianidad es egoísta y quiere matar con su helado soplo los sentimientos elevados de la juventud, y llama quimeras a sus sueños y quimeras a sus esperanzas. A mis palabras de ternura, a mis frases ardientes, cuando le hablaba yo del porvenir, respondía con voz seca y estridente que detenía la sangre en mis venas. Acabé de hablar, y me dijo: —Todo eso es muy bello, joven, pero hoy por hoy no tenéis nada, y yo no puedo entregar mi hija a los horrores de un presente aterrador, aunque el porvenir sea brillante. El porvenir... ¿qué es el porvenir?... Un esfuerzo de imaginación que hace el hombre para no desesperarse en medio de las angustias que le rodean, de los dolores que sufre... Aseguradme el hoy, y tiempo tendréis de prepararos al mañana.
—¿Y qué le respondiste tú?
—¿Lo sé yo mismo? Te perdía, y esta consideración que me daba fuerzas para sufrir sus sarcasmos, y callarme a las humillaciones, dio, además, a mi voz una elocuencia que no tiene de ordinario. Le hable de mis tíos, que me quieren mucho, y se encogió de hombros; de mi carrera, de la que tanto puedo esperar, y me miró con incredulidad; le hablé, por último, de mi amor... y entonces vi que sonreía desdeñosamente.
—¡Pobre Pablo!
—No sabes lo que he sufrido; no sabes el número de veces que me he llevado la mano al corazón para contener sus latidos que parecían querer romper la débil tablazón que le sujeta. Cuando le oí decir: «otro hombre me ha pedido la mano de Magdalena; es rico, puede hacerla feliz y se casará con ella» ...entonces... mira, creo que lloré, yo que no he llorado desde la muerte de mi pobre madre, en cuya tumba, vertí mis últimas lágrimas de niño. Sentí pasar algo como una nube por mis ojos y extenderse algo como niebla sobre mi alma, y caí sobre mi asiento sin fuerzas para protestar de aquella blasfemia, porque esas palabras son, vida mía, una blasfemia. Volví a suplicar, a suplicar sin tregua, porque ya no se trataba de que fueses mía, sino de que no fueras de otro, pero mis esfuerzos no pudieron ablandar el pecho de roca de tu padre, que, conociendo lo forzado de la situación, se levantó y me dijo: «Joven, dentro de quince días mi hija dará su mano al hombre que su padre la destina. Venid antes de ese plazo con un capital igual o mayor que el suyo, y tal vez podamos entendernos. De no ser así no vengáis porque os cansaríais inútilmente. El amor, la ilusión se van muy pronto y quedan eternamente las necesidades. No tengo más hija que Magdalena y quiero darla una riqueza; la felicidad vendrá después». Tales fueron sus últimas palabras. Me saludó y se retiró, dejándome mudo de espanto. Salí, y al verme en la calle sentí lo que Adán sentía al verse arrojado para siempre del Paraíso. Enjugué una lágrima y me alejé en silencio. Ahí tienes mi vida de hoy.
Magdalena lloraba en tanto sin consuelo.
— ¿Y qué hacer? —murmuraba débilmente.
—No lo sé. Tanto he llamado a Dios que desconfío ya de que me escuche. ¡Quizá el infierno fuera menos sordo a mis quejas!
—Calla, calla; esas palabras, dichas en medio de la noche cuando la tempestad nos amaga, me dan miedo. Tú eres bueno.
—Pero por alcanzarte a ti sería capaz de todo; hasta de volverme malo y olvidar los consejos de mi padre moribundo y la memoria de mi madre muerta. Si el mismo Satanás me aconsejase, seguiría escrupulosamente sus consejos.
—¡Pablo! ¡Pablo! ¿Te has vuelto loco?
—¡No lo sé! —respondió él con voz sombría.
Hubo una larga pausa. Al cabo de ella, un rayo de alegría iluminó la mirada del amante desesperado que, dándose un golpe en la frente, murmuro:
—¡Ah!
—¿Qué es eso? ¿Qué te pasa? —le preguntó la joven.
—Que una idea ha venido a mostrarme el camino que debo seguir.
—¡Oh! Pablo, me asusta, aunque no sé cuál es esa idea que viene a tu cerebro, como respondiendo a tu invocación a Satanás... ¡Jesús! —añadió santiguándose devotamente, porque en el fondo oscuro del cielo la luz cárdena de un relámpago había rasgado las nubes iluminando un instante el espacio.— No sé qué extraños fulgores ha dado esa luz siniestra a tu cara que se me ha aparecido como rodeada por un círculo azulado... Pablo, Pablo; desecha de ti las malas ideas que te inspira el espíritu del mal...
—Adiós, Magdalena.
—¿Te vas ya... sin decirme qué es lo que piensas hacer?
—Voy, alma mía, a intentar el postrer recurso para que puedas ser mía. Reza por mí, para que Dios, que ve mis intenciones, me acompañe. Y si acaso no vuelvo... acuérdate de mí, que habré muerto por no poder conseguir tu amor. —Y poniendo sus labios ardientes en la blanca mano que la doncella apoyaba en los hierros de la reja, se alejó antes que esta pudiera detenerle, al tiempo que un trueno, rugido de furor de la tormenta, estallaba en el espacio.
—¡Virgen María, amparo de los desgraciados, consuelo de los afligidos, santa Madre de Dios, ampárale! —dijo la doncella cruzando las manos y dejándose caer sobre el desnudo pavimento.
Un nuevo relámpago brilló en el cielo y un nuevo trueno se dejó oír. La tormenta azotaba sus corceles acercándose a pasos agigantados a la tierra.
II
Ya llueve. Las densas nubes que encapotaban el firmamento abren sus fauces, de las cuales se escapan torrentes de agua, que caen en el aire deshechos en gruesas barras de cristal. El horizonte está cerrado por todas partes. La oscuridad es completa. De cuando en cuando una llama de fuego cruza arrastrada por una fuerza desconocida, brilla un momento y luego desaparece en la tierra abriendo en ella ancho pozo que deja como huella de su paso, y su luz, luz vivísima que hace daño a los ojos, alumbra la negrura de la extensión. El viento sopla con fuerza, y desgaja las ramas de los árboles, y llama furiosamente a las puertas de las casas, y ora silba al entrar por la boca de una chimenea, ora ruge con fuerza al batir los muros de piedra que se le oponen a su paso. Como si fuese el soplo del demonio, apaga una tras otra las lámparas que la piedad de los toledanos enciende ante las santas imágenes de los pequeños retablos que tanto abundan en las calles de Toledo, y la ciudad queda completamente a oscuras.
A pesar de esto, desafiando la tempestad, Pablo caminaba con una mano apoyada en la pared para dirigirse, y la otra extendida hacia adelante para no caerse. Con paso firme y sereno atraviesa diversas calles empinadas y retorcidos callejones; y sigue, sigue, sin detenerse a descansar un momento, sin que el estado de la atmósfera pueda imponerle en lo más mínimo.
¿Dónde iba? ¿Qué pensamientos bullían en la cárcel reducida de su cerebro, chocando y atropellándose como se atropellaban los relámpagos y chocaban las nubes en aquel cielo tempestuoso? Cuando algún reflejo lejano venía a herir su rostro, veíasele sereno y sombrío, pero muy pálido; su mirada era resuelta; los rasgos de su hermoso semblante anunciaban una determinación tomada de antemano. Se conocía que marchaba a un fin, pero, ¿qué fin era este?
La lluvia empapaba sus vestidos; el ardor de la carrera inundaba su rostro de sudor, y sin embargo, el frío de la noche empezaba a entumecer sus miembros. Tenía fiebre. Pero él no sentía nada; fijo siempre en su idea, andaba, andaba sin cesar y sin detenerse, abstraído en sus reflexiones.
Y era natural que no se apercibiese del mundo exterior quien reconcentrándose en su interior, evocaba recuerdos dichosos, dulces memorias de ternura, que le elevaban de las frías regiones de la realidad a las vagas quimeras de la ficción.
En medio de la naturaleza, que parecía rebelarse contra su señor, en aquella lucha gigantesca que reñían en el aire los elementos desencadenados, el veía pasar ante su vista, como envueltas en un nimbo luminoso, aquellas gratas escenas de los primeros días de su amor, idilios encantadores que se renuevan incesantemente, y en los cuales solo los personajes cambian. Sobre todo, recordaba como si lo estuviera viendo, la tarde de primavera en que recibió la primera carta de Magdalena. Caía el sol en el horizonte bañando con sus rayos de fuego el cielo azul, la verde campiña, las casas lejanas, y él, sentado junto a la ventana de su cuarto, permanecía en ese estado en que la imaginación se detiene y abate sus alas, cuando entró en la habitación la respetable dueña, que le entregó con maliciosa sonrisa el billete de que era portadora, sentándose enseguida, sin separar de él los ojos, para sorprender sus pensamientos por las alteraciones de sus músculos, y poder luego satisfacer la ávida curiosidad de su señora, que la agobiaría a preguntas. Volviose él de espaldas a la luz, y ebrio de placer empezó a leer aquellos renglones, que encerraban sin duda algún encanto que le impedía separar de ellos los ojos, y mientras sujetaba el papel con la mano izquierda, contenía con la derecha a su leal perro de caza, gravemente sentado en una silla, y que con sordos gruñidos demostraba bien claramente las intenciones poco benévolas que abrigaba hacia la venerable quintañona... Todo lo recordaba, como si a la sazón volviera a verlo real y positivamente: la estera que embotaba el calor de los rayos caniculares durante el día, y que, recogida ahora, dejaba paso por las junturas de la anea a la pálida luz de la tarde, que reflejaba tristemente en los cristales de la ventana; el cuarto modesto, confidente de sus penas y testigo de sus alegrías, que en sus blancas paredes ostentaba, como glorioso lema, el nombre del ser querido, cien y cien veces trazado sobre la tersa superficie...
Estos recuerdos, esta ojeada retrospectiva a un pasado feliz, le conmovió, y sintió húmedas sus mejillas, sin saber si eran gotas de lluvia lo que a él se le antojaban lágrimas, o si, en efecto, eran lágrimas lo que a él se le antojaban gotas de lluvia. Y siguió andando, andando sin cesar, como si una fuerza superior le impeliera. El huracán seguía desbordado; la tempestad llegaba a su más alto período.
Detúvose de repente. Cerca de él y como si la tormenta se desarrollase también en las profundidades del planeta que nos arrastra en su marcha por el infinito, oíanse ruidos como de cadenas, rumores confusos de yunques golpeados con furor, ecos de carcajadas que llegaban a dominar el resoplido del viento, y cantos desacordes formando horrísona armonía con el rugir del trueno y el caer de la lluvia. Entonces Pablo, como si solo hubiera esperado llegar a aquel sitio para dar a su cuerpo el descanso que tanto necesitaba, exhaló un suspiro de satisfacción, y se dejó caer al suelo murmurando:
—¡Ya estoy aquí! ¡Ya me encuentro en la terrible cueva de Hércules! Ahora solo me resta detenerme, mirar el camino que hasta aquí he recorrido, y luego, considerar el que aún me falta por recorrer.
III
Estaba, en efecto, junto a la llamada cueva de Hércules, madre de tantos cuentos extraordinarios, de tantas singulares historias narradas junto al fuego del hogar, y con las cuales se asustaba a los niños, se hacía pensar a los jóvenes y se ponía graves a los viejos.
¿Qué iba a hacer allí Pablo a hora tan avanzada de la noche, con aquel tiempo tan horrible y en el estado de sobreexcitación en que se hallaba? ¿Qué motivo le llevaba a aquella senda que solo podía conducirle a la locura? El amor que Magdalena le inspiraba, el deseo de hacerla suya para siempre y el sentimiento de su impotencia ante la férrea voluntad del padre de su amada, avaro sin corazón cuyas entrañas parecían hechas del mismo duro metal de que tan idólatra se mostraba, le habían inspirado una idea diabólica: la de ir a buscar al escondido seno de la tierra las riquezas que de otro modo no podía obtener, para poder postrarlas a los pies del metalizado viejo, y conseguir a cambio de sus trabajos y como recompensa a su valor la mano de aquella mujer sin la cual le parecía la existencia cosa harto pequeña y baladí para tomarse la pena de defendérsela al destino.
Y es que el amor de Pablo era la pasión en su más alto grado de desarrollo, estallando violenta, pronta a romper cuantos diques se le opusieran; una de esas pasiones avasalladoras que según se las maneja, llevan al hombre a los últimos escalones de la materia, o a la cumbre más alta del espíritu. No se le ocultaba a él que había algo de sacrílego en la empresa que proyectaba, algo de rebelarse contra Dios, pidiendo un auxilio sobrenatural para conseguir sus fines, y yendo a buscarlo, no a las regiones del cielo sino a las entrañas de la tierra; ya sabía él, de sobra, que los misterios de la cueva de Hércules con sus ruidos sospechosos, con sus sordos temblores, con sus recuerdos del pasado, con su origen y con el papel que en la tradición histórica de España representaba, y sobre todo, con sus encantamientos, era más bien obra del diablo que de Dios; pero el amor que le subyugaba había puesto una venda en sus ojos, y pobre ciego abandonado en un camino dificultoso, corría al azar, pronto a asirse a la primera mano que se le tendiera, perteneciese a quien perteneciese. Su unión con Magdalena: he aquí su solo fin. Había momentos en que creía no haber nacido más que para amar a aquella mujer, y caer rendido en sus brazos, y pasar así con ella, como el polvo del camino, arrastrado por ese huracán que se llama vida, a perderse lentamente en ese abismo sin fondo, a que se da el nombre de tiempo. Por eso, así que se le ocurrió la idea que ahora iba a ejecutar, se asió a ella con la misma ansia con que el náufrago, que se ve preso ya por la mano de la muerte y siente que sus fuerzas le abandonan, se ase a una tabla que de repente encuentra a su alcance, sin reparar de dónde viene ni de qué parte del buque es.
Y lo hizo sin luchar, sin defenderse. Poco le importaban los peligros que había de correr, y menos aún las riquezas que iba a buscar, y en las que solo veía el faro brillante que había de conducir a buen puerto la insegura barquilla de su felicidad. El sentimiento religioso le imponía algún tanto; pero era sofocado al punto por la tentación que le presentaba realizado el fin que sin descanso perseguía. Ante esto callaban todos sus escrúpulos.
Mucho tiempo llevaba ya en la misma posición que tomara al dejarse caer agobiado por la fatiga, cuando haciendo un esfuerzo vigoroso, se levantó. Apenas podía sostenerse en pie. La calentura daba vivos fulgores a su lúcida mirada, y sus ojos brillaban en la oscuridad como dos carbones encendidos. Vacilaba al andar, y a los pocos pasos tuvo que detenerse para tomar fuerzas. Su frente ardía, sus sienes palpitaban, y sentía, alternativamente, en su cuerpo, calor de fragua o frío de hielo. Sostenido por la fiebre, las fuerzas que le mantenían en pie parecían prontas a abandonarle. Era horrible verle caminar así, con el paso tardo, la mirada extraviada y respirando con dificultad, en medio de la noche sombría y a la rojiza luz de los relámpagos, y acercarse pesadamente a la entrada de la cueva, que parecía la boca del infierno.
—¿Qué es esto? —murmuraba—. ¿Me faltarán las fuerzas, precisamente en el momento que más necesito de ellas? ¡Oh! Aunque tuviera que llegar arrastrando y dejarme caer después al fondo de un precipicio, iré hasta el fin. —Y dio algunos pasos más.
—Dicen —prosiguió tras una breve pausa—, que en esta cueva habitan seres fantásticos que guardan grandes riquezas. Buenos o malos, yo les obligare con mis súplicas a que me den oro, mucho oro, lo bastante para calmar la codicia del padre de Magdalena. Y si no les conmoviesen mis desventuras, les arrancaré por la fuerza lo que no quieran darme de grado, y Magdalena será mía... ¡Magdalena! No sé qué encanto tiene este nombre, que al pronunciarle parece calmarse el ardor que me consume, y respiro mejor, mucho mejor... Fijo mi pensamiento en ella, bajaré al fondo de la cueva y volveré a la superficie. Ella me espera y si no me viese mañana sufriría mucho...
En esto sintió que la entrada que buscaba estaba cerca de sí. Adelantó algunos pasos más, e incapaz de sostenerse en pie más tiempo se echó al suelo y prosiguió arrastrándose con precaución. Los ruidos subterráneos habían cesado por completo y hasta la misma tormenta había calmado su furor. El viento era menos fuerte; los truenos menos profundos.
—¡Ya estoy aquí! —dijo con voz fuerte y vibrante— ¡Ahora que Dios o el diablo me socorran!
Y adelantándose con precaución entró en la cueva. Hubo un momento de silencio. Después se oyó un grito ahogado de agonía, y volvieron a sonar como antes los ruidos misteriosos en el seno escondido de la tierra. La tempestad seguía su carrera un momento interrumpida.
IV
Eran las doce de la noche de aquel mismo día. Una figura como de espectro se detuvo ante la casa de Magdalena y llamó a la puerta con mano segura. Preguntó por el dueño, pretextó un asunto urgente, y así que consiguió ser llevado a su presencia:
—Levántate —le dijo imperiosamente— Levántate y sígueme.
—¿A estas horas? —preguntó el anciano con extrañeza.
—Es negocio de mucho dinero.
—Pero yo no te conozco, ¿Por qué cubres tu rostro con la capa y te recatas en la sombra? ¿Quién eres?
—No te importa. Aquel que todo lo puede me envía a ti para decirte: Sígueme. Levántate, toma tu sombrero y anda.
Había en la voz de aquel hombre un no sé qué de imponente y amenazador. Parecía un juez ante un criminal. Un desasosiego y una inquietud que no sabía a qué atribuir se apoderaron del ánimo del viejo que sin darse cuenta de lo que hacía se levantó de la cama, se vistió, y sin hacer objeción alguna echó a andar delante de su interlocutor.
—¿Cómo, señor, vais a salir con esta noche de perros? —le preguntó asombrada la dueña
Nada la respondió su amo que, siguiendo ahora a su silencioso acompañante, empezó a atravesar Toledo, como si fuera día claro, sintiendo que una luz que no brillaba en parte alguna iluminaba su camino. Cuando su acompañante se detuvo, el anciano se detuvo también, y al detenerse no pudo contener un grito de terror. Los ruidos subterráneos que con estrépito sonaban a su alrededor le ilustraron sobre el punto en que se encontraba.
—¡La cueva de Hércules! —murmuró, y sus dientes castañetearon de terror—. ¿Quién eres tú, y por qué me has traído aquí? ¿Qué fuerza me ha obligado a seguirte contra mi voluntad?
—Soy Pablo.
—¡Pablo!
—Sí, Pablo, a quien tu avaricia ha perdido. Pablo, que olvidándose de lo que hay más santo en la tierra y en el cielo ha venido a este lugar en busca de riquezas que calmasen tu sed de oro, y ha encontrado la muerte sobre ellas. Al presentarme a Dios manchado con el cieno de la culpa, me ha mandado irte a buscar para que entres en la cueva y en ella permanezcas viviendo sin vivir, sufriendo un castigo horrible, hasta que esté satisfecha su justicia. Esa fuerza que te movía a seguirme sin murmurar, era el remordimiento de tu crimen...
—¡Piedad!
—Piedad te pedía yo, y tú sonreías a mis súplicas. El oro es tu pasión; entra; ahí tienes lo bastante para satisfacer tus apetitos.
Y Pablo empujó con la mano al miserable viejo, penetrando con él en la cueva de la que nunca habían de salir.
V
Comentose mucho en Toledo, los días sucesivos, la desaparición de Pablo y del anciano, que nadie sabía cómo explicarse satisfactoriamente. Magdalena los esperó durante su vida, que fue muy corta, pues poco tiempo después de estos sucesos murió víctima de una enfermedad que ningún médico supo definir.
Nunca hubiera llegado a saberse la palabra del enigma a no haber ocurrido un suceso tan portentoso como el primero.
Un día, algunos años después de lo narrado, huyendo un chico de su amo que le quería azotar por una falta que había cometido, penetró en la cueva de Hércules sin apercibirse de su torpeza hasta después que estaba muy adentro y no le era posible retroceder. Anduvo mucho tiempo ignorando el medio de salir de allí, hasta que, hallando en el camino una segunda cueva, se internó en ella, encontrándose de repente en el campo, y cerca de Añover, pueblecillo a tres leguas de Toledo. Cuando volvió a la ciudad, contó cosas tales que más parecían fabulas de encantamiento. Durante su excursión había visto en el centro de la cueva un gran tesoro vigilado por un enorme animal para él desconocido, que, recostado sobre él, mostraba los dientes cuando el chico se le acercaba; vio en derredor altos montones de huesos de seres humanos que habiendo ido por el tesoro, habían sido devorados sin duda por el feroz guardián, y muchos fantasmas y muchas visiones que se movían sin cesar armando un ruido horrible, que hacían mayor los graznidos de las aves nocturnas y los rugidos de las fieras que sonaban por todas partes, y los golpes que una estatua gigantesca descargaba pesadamente en un yunque sobre una barra de oro. Cerca del tesoro, girando sin pararse nunca, fijos en él los ojos codiciosos, pero sin poder llegar a él, vio a un anciano y a un joven detrás, que exhalaban sordos gemidos de dolor, y en cuyas facciones alteradas por el sufrimiento, reconoció las de Pablo y el padre de Magdalena, a quienes había conocido mientras vivieron entre los mortales. Después de contar estas cosas y otras muchas, a cuál más raras, el muchacho perdió el habla y murió a las pocas horas.
Esto es lo único que llegó a saberse en Toledo del desenlace de esta historia, y lo que aún cuentan en la ciudad al narrar las tradiciones de la cueva de Hércules.
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