El Cristo de la Misericordia

Del libro Tradiciones de Toledo, escrito por Eugenio de Olavarría y Huarte.

Iglesia de los Santos Justo y Pastor

I

Hay en la historia de España una época de funesta recordación, anatematizada por las generaciones y marcada con anchos regueros de sangre en las crónicas de la Edad Media: el reinado de Enrique IV, aquel imbécil coronado que no retrocede ante ninguna bajeza y se hace declarar impotente, que sufre las humillaciones del simulacro de Ávila, vendido por sus nobles y despreciado por sus pueblos, manchando con sus manos la corona al tratar de sujetarla en su cabeza.

Época es esta de disturbios y disensiones. Un malestar general se deja sentir, y como en un cuerpo cuyo cerebro está desarreglado todas las funciones del organismo se trastornan, faltos de autoridad real a que someter sus diferencias luchan entre sí los señores divididos en bandos, que ensangrientan las ciudades con grave escándalo de la moral y en desacato de las leyes. Entonces es cuando nacen las rivalidades entre familias poderosas, rivalidades que solo acaban con la destrucción de una de ellas; y el monarca y su monarquía, cuyo sostén o derrocamiento sirven de pretexto a estas luchas diarias, corren varia fortuna, débil barquilla en medio de un mar alborotado, sacudida por las olas encontradas que se disputan sus despojos.

Este desasosiego que cunde en todas partes, este malestar que parece que vaga en los efluvios de la atmósfera formando parte de la luz que anima la mirada, y del aire que da vida a los pulmones, se difunde también por Toledo y se apodera de todos los espíritus, que tal es el carácter de aquella época desastrosa, en que se mataban entre sí los señores y los pueblos de Castilla, olvidándose de que la parte más hermosa de la Península yacía aún en poder de los moros, merced solamente a la falta de unión de los cristianos. Silvas y Ayalas venían disputándose de antiguo la influencia en la ciudad; y los primeros al frente de los conversos o cristianos nuevos, y al frente de los cristianos viejos los segundos, buscaban diariamente pretextos para romper lanzas en honor de su odio, haciendo a los toledanos víctimas de sus pasiones.

La ciudad, como es natural, andaba dividida en bandos también, y los vasallos de los Silvas y los vasallos de los Ayalas, se identificaban de tal suerte con las ideas de sus señores que puede decirse que sus odios eran más vivos, más encarnizados que los de aquellos. ¡Siempre sucede así! El pueblo, como dócil rebaño, toma parte activa en luchas en que solo se ventilan intereses que deberían serle indiferentes para él, y prodiga su sangre generosa para que otros, no sus hijos, se aprovechen de los campos que este rocío fertiliza.

Hubo, sin embargo, un momento de tregua entre las dos familias rivales; momento de tregua en que contaron sus pérdidas y pasaron revista a las fuerzas de que aún podían  disponer; pero con las pretensiones del infante don Alfonso a la corona de Castilla, reaviváronse los odios no extinguidos, y nuevamente y con más fuerza empezaron los disturbios en la turbulenta Toledo, tomando unos partido por el infante y alzándose otros para defender la monarquía legítima, por más que anatematizasen la torpeza del monarca.

Y la sangre corría a torrentes por las calles; la autoridad de Enrique IV era desconocida por los rebeldes, y no muy bien mirada por los que se preciaban de leales, y no se daban reposo los contendientes, a quienes ningún respeto detenía. El cuerpo de algunos partidarios de los Silvas ondeaba en las almenas del Alcázar, y la sangre de los secuaces de Ayala, vertida en el mismo recinto de la catedral, humeaba al pie de los altares y subía en rojo vapor como pidiendo a Dios justicia contra los hombres.

La noche del día 24 de julio de 1467 parecía haber tendido sus nieblas en el aire para dar algún descanso a los espíritus rendidos por las luchas encarnizadas sostenidas desde las primeras horas de la mañana. Las cercanías a la catedral estaban ocupadas por el pueblo amotinado; la lucha había quedado indecisa, y rebeldes y leales dormían sobre el lugar de la acción sin retroceder un paso, esperando el nuevo día para proseguir el empeñado combate. Vibraba aún en el aire el eco agudo de las campanas tocando a rebato para llamar al pueblo a la lucha; los combatientes recogían sus heridos y retiraban sus muertos para dejar expeditas las calles que, pocas horas después, debían servirles nuevamente de campo de batalla. El silencio era grande, y solo de cuando en cuando venía a turbarle el ¡ay! de algún moribundo, abandonado en un callejón desierto, y la voz de alerta que, partiendo del Alcázar ocupado por don Pedro López de Ayala, alcaide de la ciudad, era repetida por los hombres de armas de guarnición en San Servando, y caminaba llevado por el viento de un extremo a otro de la población, pasando por los labios de los centinelas que ocupaban las calles céntricas en poder de los rebeldes.

Todo era soledad y silencio el barrio de San Justo. Alejado del centro de la población, no había llegado allí más que el rumor confuso de la lucha, amedrentando a los habitantes, y llevando a las familias de los que combatían nubes de presentimientos.

Desde que este ruido cesó, reinaban las conjeturas; retirados a la pieza más escondida de las casas, lamentaban los ancianos los disturbios presentes causados por bastardas ambiciones de unos cuantos magnates poderosos, en tanto que las mujeres esperaban con ansia la vuelta de un esposo o de un hermano arrullando a los niños, quizá huérfanos a aquella hora, para llamar el sueño sobre su cabeza.

Nadie transitaba por la calle. La oscuridad era profunda, y los escasos farolillos que ardían pálidamente, encendidos por mano devota ante alguna imagen incrustada en las paredes o las esquinas, solo servían para hacer más palpables las tinieblas.

Hacía mucho tiempo que las campanas de la nueva iglesia de San Justo, reedificada en el reinado de don Sancho IV por el noble don Gonzalo Ruiz de Toledo, habían dejado oír el toque de ánimas, que sonó en medio de los horrores de aquella noche como una sorda plegaria elevada al cielo por las almas sobrecogidas de las familias toledanas. Aquel tañido melancólico, extendiéndose en ondas sonoras por el espacio, impresionaba tristemente al espíritu, y puede asegurarse que cuando los religiosos habitadores del barrio se arrodillaron para rezar sus oraciones, todos los ojos estaban llenos de lágrimas. Y es que muchos de aquellos seres pensaban que sus plegarias podrían alcanzar ya a alguna persona querida.

La oscuridad que reinaba en Toledo era mayor, si cabe, en un revuelto callejón, situado a espaldas de la iglesia, en el cual se alzaba una gran casa, propiedad entonces de un anciano que en ella vivía con su hija Isabel, hermosa joven de diecisiete años, cuyo corazón empezaba a abrirse a los halagos del amor. No había allí luz alguna que disipase las tinieblas, ni el más ligero ruido turbaba el silencio. Y, sin embargo, un oído ejercitado hubiese podido escuchar de cuando en cuando un ligero suspiro exhalado entre sollozos reprimidos. Pasaban las horas; cerrábase más y más el cielo surcado de negras nubes. Seguían los suspiros y los sollozos, como significando que allí un alma torturada por el dolor aguardaba a algún ser amado. Pero nadie venía, y la pobre Isabel, cansada de esperar, murmuraba en quejidos y oraciones el nombre de su amante, a quien no había visto desde la noche anterior.

—¿Habrá muerto? —decía—. Parece que el combate ha sido largo, y aseguran que ha corrido la sangre en abundancia. Ya es hora de que estuviera aquí. ¿Por qué no viene? ¿Puede estar tranquilo sin pensar en mi impaciencia?... ¡Ah! —repetía tras una breve pausa— ¿por qué soy mujer? ¿Por qué no puedo correr a su lado y estar junto a él mientras dure el peligro, para cogerle entre mis brazos si por desgracia llegase a caer herido, o hacerle un lecho en ellos si a traición me lo arrebataba la muerte?...

Y aterrada por tales pensamientos ocultaba la cabeza entre sus manos.

—Herido... muerto... ¡qué ideas tengo esta noche! Es que la oscuridad ejerce en mi ánimo extraña influencia. Este silencio, esta soledad que me son tan queridos otras veces, me espantan hoy, me dan miedo. Parece que oigo en derredor voces que me anuncian una desgracia. Y luego, esta tardanza... hoy precisamente... Dios mío, madre bendita del Sagrario, protegedle contra sus enemigos. Es bueno, defiende vuestra causa... y yo le amo.

Y como si esta fuese la razón suprema, y no encontrase otra más fuerte en su corazón, bajó la cabeza y se puso a rezar silenciosamente.

Porque Isabel amaba a Diego con todas las fuerzas de su alma. Diego era el primer hombre que había hecho latir su corazón, el primero que había desplegado las galas de un mundo desconocido hasta entonces para ella, el mundo del amor, colocado como sobre una nube y suspendido entre la tierra y el cielo; precioso jardín tapizado de rosas que se entreabrían para recibir en su seno las primeras miradas de la luz, y rodeado de una atmósfera en que suenan como besos que chocan en el viento los cantos de los pájaros, y en el cual mezclan las flores sus capullos, y los arbustos sus troncos, y las ramas sus hojas, y su curso las fuentes y los arroyos, y el espacio sus nubes, y sus colores el iris, y en que todo cuanto tiene una voz, una nota, un suspiro, modula la dulce palabra que parece eco perdido del himno de la naturaleza a Dios.

Y Diego, por su parte, olvidando el orgullo natural de los Ayalas, a cuya familia pertenecía, amaba también mucho a aquella tierna niña, hija de un viejo hidalgo que no tenía el lustre de las riquezas para cubrir lo oscuro de su apellido. La amaba, y con esa ciega confianza de la juventud, más y más aumentada por el amor, abandonábase sin tratar de poner freno a sus deseos a una pasión que juzgó elemento necesario para su existencia. Y todos los días, a las primeras horas de la noche, acudía siempre rendido, siempre enamorado a recibir los juramentos de su amada junto a la reja de entrelazados hierros, abierta en una calle retirada y oscura donde nadie escuchaba sus palabras, ni venía a interrumpir sus amorosas pláticas.

Aquella noche ya había pasado la hora acostumbrada, y muchas después de ella, y Diego no venía, causando gran inquietud esta tardanza en el ánimo de Isabel que no ignoraba que su amante, con sus nobles parientes, había tomado una parte muy activa al frente del pueblo defendiendo la catedral contra los partidarios de los Silvas. Nada más sabía, nada más le habían dicho, y la inocente niña, aterrada, veía pasar ante sus ojos fantasmas sangrientos en medio de las sombras de la noche. Si Diego no podía venir, ¿cómo no mandaba para tranquilizarla al viejo escudero confidente de sus amores?

En vano se decía a sí misma que quizá estuviese cercado y le fuera imposible romper el cerco para llegar hasta ella; que tal vez hubiese sido uno de los que, al primer síntoma de ataque, partieron a escape a los pueblos cercanos en busca de socorro a la causa legítima; tenía sobrada confianza en el valor de Diego, y no podía, por lo tanto, acoger la idea de que se resignase voluntariamente a dejarla de ver aquella noche.

En esto, un rumor, como de pasos que se acercaban cuidadosamente, llegó hasta ella, y su corazón empezó a latir a compás de aquellos pasos, en los cuales creyó reconocer a su amante. Era imposible que el deseo la engañase; libre de heridas, libre de los peligros del día, en vez de entregarse al descanso que de seguro necesitaban, venía por sí mismo a tranquilizar a Isabel, que ya desesperaba de verle, y que presa de mortal angustia, comprendía por los que pasaba los más duros suplicios del infierno. Y fue tal su alegría, tal su emoción, tal su gratitud a aquel Dios tan poderoso, a aquella virgen tan buena que habían oído sus súplicas y velado por su amante, que trémula de gozo y agradecimiento llamó a sus labios las oraciones más puras.

Pero, de repente, levantó la cabeza, y el gozo que expresaba su semblante, desapareció como desaparece en el espacio la claridad de la luna cuando pasa una nube por el cielo. El rumor que se oía no procedía de la calle, sino del jardín. Alguien andaba en la casa acercándose a aquel aposento, tomando grandes precauciones para hacer menor el eco de sus pasos. Oíanse voces confusas que murmuraban bajo, muy bajo, palabras secas y entrecortadas, que caían, como gotas de plomo derretido, sobre el corazón de Isabel, que no sabía qué partido tomar.

¿Eran ciertos sus temores, o eran solo una ilusión producida por los vapores del miedo que, pensando en lo que podía haber sucedido a su amante, invadían su cerebro? En aquella casa en que vivía con su padre, una dueña que la había visto nacer y un viejo criado, antiguo escudero del hidalgo, no había nada que, a su juicio, pudiera despertar la avaricia de nadie. Eran pobres, se mantenían alejados de la vida de la ciudad y las luchas que la agitaban, y no tenían enemigos.

Pero, si era verdad lo que temía, si había gente dentro de la casa, gente que entró saltando las tapias del jardín que daba a una oscura calleja sin salida, ¿qué debía hacer ella? ¿Gritar? ¿Pedir socorro? ¿Despertar a su padre enfermo, a su viejo servidor dormido, y tratar de hacer llegar su voz angustiosa a las casas inmediatas? En semejante día de trastornos, ¿quién osaría salir a la calle sin pensar en el número de sus enemigos, que tal vez pudieran ser de los rebeldes y tener simpatías en el barrio?

Tales eran los pensamientos de la doncella, que no sabía qué partido tomar. El ruido continuaba dejándole oír cada vez más próximo, ora debilitado, ora más fuerte, pero siempre apagado, sordo.

Por fin, el pavor sobrecogió su espíritu, y se levantó decidida a gritar, a pedir auxilio; pero en el mismo instante en que se dirigía a la puerta, giró esta sobre sus goznes, empujada violentamente desde fuera; unos hombres enmascarados, a cuyo frente iba otro de semblante repulsivo, que había arrojado al suelo la careta, se precipitaron sobre ella, y antes de que pudiera hacer un movimiento ni exhalar una queja, una mano oprimió su boca impidiéndola gritar, y tomándola otro de los raptores en sus brazos, se dirigieron nuevamente al jardín, cuya puerta estaba entornada, y se perdieron en el confuso laberinto de las calles próximas.

El barrio seguía triste y silencioso. Solo la voz de alerta de los centinelas se oía con períodos regulares, interrumpiendo con un grito prolongado la calma misteriosa de la noche.

II

Casi al mismo tiempo que esta escena tenía lugar en una de las calles situadas a la espalda de la antigua casa de los Pantoja, iglesia de San Juan de la Penitencia desde principios del siglo XVI, un hombre de esbelto talle y aire marcial, subía apresuradamente por la calle de la Tripería en dirección a aquellos mismos sitios. Solo, sin que escudero ninguno le siguiese para protegerle contra un ataque que en semejante noche nada tendría de extraño, ni paje que le alumbrase para evitarle un tropezón, caminaba meditabundo y pensativo, como si los afanes del día hubieran dejado huella profunda en su semblante. Aquel hombre era Diego, el amante favorecido de Isabel, el hombre con tanta ansia aguardado por la doncella, a quien ya no encontraría en el sitio de costumbre, porque la traición se la había arrebatado. Durante el día, combatiendo con su noble familia al frente de los hombres de armas, por defender, en unión de los cristianos viejos, los fueros santos de la catedral contra los partidarios de los Silvas, le fue imposible abandonar ni un solo instante el lugar de cuya defensa estaba encargado; pero después que pasaron las primeras horas de la noche, después que el sueño empezó a batir sus alas sobre los párpados de los rendidos combatientes, había logrado sustraerse a sus atenciones, y venía a ver a la elegida de su corazón. Y se adelantaba con lentitud, porque la oscuridad no le permitía adelantarse tan rápidamente como su alma hubiera deseado. No sentía ya la fatiga ni el cansancio; su brazo, harto de matar conversos, que innumerables veces se había levantado, sosteniendo la cortante tizona para caer por un brusco movimiento sobre la cabeza de un enemigo, volvía a hallar su agilidad acostumbrada. Era el mismo Diego de siempre, sin las fatigas de la lucha, joven, atrevido, dispuesto a todo, arrostrando mil y mil peligros al separarse de su gente para recorrer una parte alejada de Toledo solo por balbucear palabras de amor a los oídos de Isabel.

—¡Pobrecilla! —murmuraba— ¡Cuánto habrá llorado! Es tarde y me habrá juzgado herido, muerto tal vez... Pero la alegría de verme sano y salvo ahuyentará los dolores de la ausencia y las penas de la incertidumbre.

Pasó por la plazuela de San Justo, débilmente iluminada por un tosco farolillo que ardía a los pies de la imagen del Cristo de la Misericordia, ante la cual se descubrió, y atravesando un tortuoso callejón se dirigía al en que se alzaba la casa de su amada, cuando allá, en el fondo, moviéndose como una gran masa en medio de la oscuridad, vio un grupo confuso que se aproximaba aceleradamente: detúvose enseguida, y un presentimiento vino a oprimir su corazón, Pero lo rechazó enseguida. Sin embargo, por una precaución que el estado de la ciudad explicaba sobradamente, echó mano a la empuñadura de su espada y se rebujó en la sombra, para tratar de reconocer lo que significaba aquel grupo formado a tales horas en sitio tan solitario.

El grupo, en tanto, se acercaba, y conforme llegaba hasta Diego, creía este oír sollozos comprimidos y suspiros ahogados. Sin saber por qué, aquellos débiles ayes impresionaron al joven, porque resonaban en sus oídos como el eco de una voz querida. A medida que el rumor se hacía más distinto tomaba forma su sospecha, y sus ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, creyeron distinguir en aquel grupo una forma confusa de mujer, llevada en brazos por un hombre. Entonces no se pudo contener. Vio que se trataba de un rapto, de un acto de violencia, y sus sentimientos honrados y virtuosos estallaron en un grito de suprema indignación, y dando un salto prodigioso se puso delante de aquellos hombres, con la espada desnuda, los ojos centelleantes y los dientes rechinando con furor.

—¡Cobardes! —exclamó—, soltad a esa mujer y proseguid vuestro camino, o, ¡vive Dios! que trabaréis conocimiento con la espada de un caballero.

Dos gritos simultáneos respondieron a esta intimación: uno sordo y seco, prorrumpiendo en una maldición que el eco aterrado, no se atrevió a repetir, y otro de alegría inmensa, de alegría indefinible, y la voz de Isabel, pura argentina, murmuró:

—¡Diego!...

—¡Tú!... —exclamó este, y lanzándose sobre su amada por un movimiento brusco que los raptores no pudieron prevenir se la arrebató al hombre que en sus brazos la sujetaba, dándole tan fuerte golpe en la cabeza con la empuñadura de su espada, que le hizo caer al suelo sin darle tiempo a pronunciar una sola palabra.

Pero sus enemigos no le dieron tiempo a alejarse. Repuestos de su primera sorpresa y excitados por la voz del que parecía su jefe y se ocultaba tras ellos, haciéndose una barrera con su cuerpo, los bandidos se dirigieron sobre el joven que apenas tuvo tiempo para hacerse algunos pasos atrás y apoyarse en la pared de la iglesia de San Justo, debajo de la imagen del Cristo, que parecía desde el viejo retablo presidir la lucha desigual, como juez de los combatientes.

Diego lo sabía ya todo; al resplandor del farolillo del Cristo de la Misericordia, única luz que alumbraba la plaza, dando con su moribundo fulgor tinte fantástico a la escena, había reconocido las facciones del hombre que se ocultaba en la sombra, y enseguida comprendió lo que había pasado, porque don Lope de Silva era su enemigo, amante desgraciado de Isabel, tan malvado como cobarde y traidor como la traición. Falto de valor para disputarle frente a frente el cariño de la mujer que había despertado en él sentimientos indefinibles y extraños, más de una vez había tendido a Diego, su rival afortunado, lazos y emboscadas de que este había salido airoso merced a su valor y su destreza. Y no pudiendo vencer la fortaleza de Isabel ni la fortuna de su amante, sin duda había elegido aquella noche en que juzgó a este harto ocupado, para vengarse de los dos, arrojando a los pies de él, como los rotos pedazos de su acero, el honor hecho jirones de su amada.

Todo esto lo pensó Diego mientras, estrechando convulsivamente el cuerpo de Isabel, medio muerta de terror, y cubriéndola con su cuerpo, se defendía desesperadamente de los infames sicarios de don Lope. Diez eran estos, y ya dos habían mordido el polvo. La espada del noble caballero, deslizándose como una serpiente que se volvía y se revolvía y ora se enroscaba, ora se dilataba en toda su longitud, buscaba el pecho de don Lope para herirle; pero este seguía manteniéndose a respetable distancia.

—Ven, don Lope —decía indignado el mancebo—; ven a cruzar tu acero con el mío. Dios nos ve y decidirá entre los dos.

Y a cada golpe de su espada rodaba un hombre por el suelo; pero el hueco que se abría en las filas se cerraba y don Lope quedaba oculto nuevamente a sus ataques.

—¡Cobarde! —proseguía—. ¿Por qué te escondes en la sombra cuando estoy delante de ti y te busco? ¿Por qué lanzas contra mí a tus bandidos, cuando solo y sin ventaja te desafío? Hazlos retirar algunos pasos; tenlos como reserva para que se arrojen sobre mí sí consigo vencerte, pero dame antes de morir el placer de amenazar tu pecho con mi espada.

Pero don Lope no contestaba a estas palabras. La lucha, en tanto, continuaba cada vez más encarnizada. Los asaltantes eran muchos, y las fuerzas empezaban a abandonar a Diego que, no solo tenía que atender a su defensa, sino también a la de Isabel que, asida violentamente a su cuello, paralizaba todos sus movimientos. Ya el acero asesino había abierto algunas heridas en la fina piel del mancebo, cuya sangre teñía sus vestidos y manchaba de rojos lunares la flotante túnica blanca de la aterrada doncella que, apenas repuesta de su desmayo, no acababa de comprender lo que pasaba a su alrededor. Los enemigos redoblaban sus ataques, tratando de coger desprevenido a don Diego para terminar de una vez aquella lucha que ya se prolongaba demasiado, y el cansancio empezaba a apoderarse del joven amante de Isabel que veía ya el momento en que, perdidas totalmente las fuerzas, había de sucumbir a los golpes de sus enemigos.

Y al pensar en esto una idea más triste le mordía el corazón y atravesaba como hierro candente su cerebro. En aquellos momentos, la muerte no era para él la cesación de la vida, un adiós dado a los goces de la existencia, a las esperanzas de la juventud, a sus sueños del porvenir; no era dejar de ver para siempre las facciones hermosas de su Isabel adorada, alma de su alma, gloria y encanto de sus días; sino declararse impotente para defenderla, dejarla en manos de sus enemigos, entregarla sin apoyo a aquel miserable que, ocultándose en la sombra, acechaba la ocasión en que cayese vencido su rival afortunado para aumentar con su sarcasmo la amargura de su agonía.

Estos pensamientos le daban fuerza, una fuerza ficticia que volvía a abandonarle rápidamente. Tres cadáveres tendidos a sus pies y la sangre que corría por las heridas de algunos de sus enemigos, proclamaban el valor del joven; pero los contrarios eran muchos, y él estaba solo. La lucha de uno contra diez es harto desigual para ser sostenida mucho tiempo. Y sin embargo, el joven no podía acostumbrarse a la idea de que Dios, aquel Dios cuya imagen presenciaba el combate, pudiera permitir el triunfo de la iniquidad. Solo el imaginarlo le parecía una ofensa a la divinidad; una idea inspirada por el demonio.

Hubo un momento, sin embargo, en que se creyó perdido. Una espada, más ligera que la suya, se había hundido en su pecho cual si buscase el corazón para detener el movimiento desigual de sus latidos; sintió el frío del acero en sus carnes fatigadas, rendidas por tan supremo esfuerzo, y creyó morir. Y pensando en su Isabel que exhalaba ahogados suspiros y le empapaba con sus lágrimas, alzó los ojos hacia la imagen del Cristo, en cuyos ojos entreabiertos le pareció distinguir un resplandor, más brillante que los rayos del sol, en Oriente, y murmuró con voz entrecortada:

—¡Dios mío! no por mí, sino por ella, haz patente tu misericordia. Muera yo, si tal es tu voluntad, pero salva su honor y su existencia.

Aún herían el aire estas palabras, pronunciadas con todo el fervor de un alma que sufre, cuando de pronto se separaron los sillares de piedra que formaban la pared en que se apoyaba Diego, y una fuerza invisible los arrojó, a él y a su amada, dentro de aquel hueco, que se volvió a cerrar enseguida, dejando a los dos amantes presos en su centro, antes de que don Lope y los suyos pudieran apercibirse del hecho maravilloso. Cuando notaron que se les había escapado su presa, al sentir resbalar sus espadas sobre las piedras del muro, prorrumpieron en un grito espantoso, grito de venganza y de furor que resonó en el silencio de la noche como imprecación de Satanás.

—Están en la iglesia —aulló don Lope—; echemos abajo las puertas, y aunque sea al pie de los altares, es preciso vengar a los camaradas muertos a manos de ese villano.

Y se dirigió, seguido de su gente, a golpear con furia la puerta del santo templo, frágil valla para los que aquella mañana habían vertido sangre de sus hermanos en el recinto de la catedral. Pero en el mismo instante, y como volteadas por una mano invisible, las campanas del templo dejaron oír el toque de rebato con tanta fuerza, que parecía una voz poderosa convocando a la ciudad a aquel sitio. Despertados por aquel acento gigantesco que semejaba el rumor del trueno y el estallido del huracán, asomáronse a ventanas y balcones todos los vecinos del barrio, y al ver el sacrílego atentado de que su iglesia iba a ser objeto, salieron a la calle armados de todas armas y dispuestos a oponerse a él. Don Lope y los suyos huyeron aceleradamente, salvándose entre el laberinto confuso de las calles inmediatas. Las campanas seguían tañendo fuertes y amenazadoras.

Cuando la multitud entró en el templo para enterarse del motivo de aquel toque de alarma, hallaron a Diego tendido casi exánime a los pies de un pequeño altar que sustentaba otra imagen de Cristo crucificado. Isabel, arrodillada junto a él, vendaba sus heridas derramando abundantes lágrimas de gratitud.

Las campanas habían sonado por sí solas.

Dos meses después de esto, Isabel y Diego se unían ante Dios en aquella misma capilla, y diariamente, durante toda su vida, acudieron a rezar sus oraciones al Cristo de la Misericordia. En uno de los combates sostenidos por los Ayalas a nombre del rey legítimo contra los Silvas, partidarios del infante don Alfonso, cayó don Lope prisionero y el mismo día ondeó su cuerpo pendiente de las almenas del Alcázar para escarmiento de traidores.

III

Si alguna vez pasáis por la plazuela de San Justo aún podréis ver en un pequeño nicho abierto en la pared la imagen del Cristo de la Misericordia, y distinguiréis en el muro la señal de las cuchilladas de los sicarios de don Lope que quedaron impresas en él cuando se entreabrió arrancando a don Diego de Ayala a los ataques de sus enemigos. Allí están marcadas como eterna memoria del suceso.

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